miércoles, mayo 9

Cuentos intensos como golpes

Pelea de gallos, de María Fernanda Ampuero. Páginas de Espuma, 2018. 120 páginas.
POR PAULINA BRIONES

Porque volver es imposible o se vuelve siempre con la frente marchita.

La escritura de la guayaquileña María Fernanda Ampuero (1975) es un golpe violento, o varios. Su intensidad parece no perderse cuando terminamos de leer algunos de los trece cuentos de Pelea de gallos, la primera publicación de sus relatos que hace la editorial española Páginas de Espuma.

"Cría", "Nam", "Subasta", "Monstruos" y "Griselda" son mis favoritos. En la inevitable necesidad humana de jerarquizar, unos días pienso que el mejor es "Nam"; luego me quedo con "Subasta". Así hasta que decido que "Crías" es mi preferido porque hay en él, tal vez, una dosis entrañable y reconocible del pasado, una especie de sabiduría que ha sabido ubicar en el tiempo la propia existencia.

Ahora que escribo esta reseña mi pentateuco se renueva con "Cloro", el penúltimo cuento de Pelea de gallos. Me inquieta lo que pasa con la protagonista que fantasea mirando una piscina impoluta desde las alturas de su mundo. ¿Salta por la ventana?, ¿ella es una fantasía de la narradora? Me recuerda esta historia al cuadro de Frida Kahlo en el que una mujer se ha lanzado de un soberbio edificio: "El suicidio de Dorothy Hale". Solo que la nuestra, nuestra Dorothy de "Cloro", es nuestra Dorothy del pantano.

Varios de estos cuentos remiten a situaciones extremas que se han fraguado en un lugar que tiene nombre, aunque seguramente no son exclusivas de un espacio específico. Para quienes vivimos en Guayaquil, sin embargo, será imposible no sentir la marca que deja la ciudad en el imaginario: los olores, la vida pequeña del barrio, la presencia de “el servicio”, las especulaciones prejuiciosas de las vecinas, la decadencia de quienes no migraron y se quedaron, el patriarcado perpetuo, la educación religiosa asfixiante, la miseria humana. Dicho de otro modo: la imposibilidad de ser, que no es marca única de esta ciudad sino de muchas; de ahí que estos cuentos de Ampuero funcionen en cualquier contexto.

María Fernanda Ampuero nos obliga a ver debajo de lo que parece común, cotidiano y familiar. Su escritura tiene una fuerza que nos arrastra hacia el horror mezquino de la familia, a la presencia rota de unas mujeres agobiadas por su condición y perpetuada por una cultura en donde lo más coercitivo de la religión a hecho mella: la herencia de la voz del padre que sigue mandando hasta después de muerto. Habría que leer también el relato "Mutilados", publicado en la revista Diners, donde un padre recorta las piernitas de la foto de su hija, que lo mira con terror, para comprender que la violencia se perpetúa más allá de la muerte. Una vez que llegamos a ese territorio será difícil retroceder.

Cabría precisar que se vislumbra en esta primera entrega una posibilidad literaria sólida, porque cuando María Fernanda deja de lado sus convicciones ideológicas (válidas, por supuesto) aparece el poder de una narradora inteligente, hábil, creativa y que no se limita. La ambigüedad de la literatura que transforma en material memorable lo cotidiano se recoge en pasajes como este en el que la protagonista y narradora del cuento "Nam" mira a su amiga también adolescente: “Se para frente al espejo, a menos de un metro de mí, que estoy sentada en su cama dizque hundida en el libro de filosofía. Si quisiera, y quiero, podría extender mi dedo índice y tocar el hueso de su cadera, hacerlo avanzar hasta donde nace el pelo del pubis, nunca he visto un pubis dorado, y saber si eso que brilla es humedad”.

Ampuero, radicada en España desde hace años, nos dice a través de la narradora de "Crías" que volver tal vez es imposible. Que tal vez el reencuentro con nosotros y con los otros, los que se quedaron, se da en un episodio de suposiciones en donde unos esperan encontrar a la persona tal y como se fue, sin reconocer la mutabilidad del mundo. Y que tal vez eso que parece imposible, que nada haya cambiado, sea real y por real, imposible: que pasen los años, que cambien los barrios y que las calles ya no se llamen igual, pero que en realidad ninguna cosa haya cambiado ni vaya a cambiar. Sí, claro que es posible Guayaquil.

Una voluntad módica


La representación de la voluntad artística en el mundo social es revelada en Agujero Negro a través de una mesura que inscribe la intimidad como marco narrativo. Víctor, el protagonista de la película, es un escritor maduro que luego del éxito de su primer libro se encuentra en una sequía creativa y lucha internamente por finalizar su próxima novela. En el medio está la relación tibia con su pareja (de la que espera un hijo), la comodidad desabrida de una residencia lujosa (prestada por la generosidad de sus suegros) y la incipiente atracción por una vecina de 16 años (que promete energizar las antiguas pasiones). En esta retención argumentativa, cerrada en un espacio mínimo, se despliegan las escenas diáfanas en blanco y negro que siguen la rutina del escritor por encontrarle una forma a sus ideales artísticos. Pero, ¿cuál es el juego de estas ideas, cómo se entrelazan al contexto social y qué imperativos morales se interponen en su resolución? Es justamente en el desarrollo de este cruce donde la mesura de la película cobra verdadera relevancia.
En la anterior película de Diego Araujo, Feriado, la historia del país se agrietaba por medio de un relato personal que anteponía el despertar homosexual de su protagonista sobre las tensiones raciales y clasistas. Así, el trasfondo que enfrentaban la desidia de la élite con el sufrimiento popular se diluía en la conformación de la identidad de una nueva generación que encara el fin de la inocencia. Por su parte, en Agujero Negro el escenario de lo nacional es reemplazado por el imperativo artístico que tiene Víctor por escribir la novela de iniciación esencial de la literatura ecuatoriana. La paradoja de este afán estriba en los límites en que se inserta la película: encerrado en una ciudadela privada, desconectado del medio cultural y permeable únicamente a las relaciones de su círculo íntimo, el escritor solo alcanza a configurar sobre sí mismo la figura del artista romántico. Más allá de lo anacrónico que pueda significar extrapolar esta temática (que se traduce visualmente con la metáfora un poco obscena del escritor que se desangra mientras tipea en su computadora) la persistencia de esta vocación permite representar un diagnóstico sobre la funcionalidad en que se piensa el arte.

El eje romántico (entiéndase por el término la herencia obtusa que quedó de los planteamientos alemanes decimonónicos, en especial con respecto a la idea del genio) se impone en la película de manera tal que no solo enmarca, sino que también aplaca las implicaciones de establecer una relación entre un adulto y una menor de edad. Lo que desde el planteamiento es polémico, la película lo desarrolla con cierta candidez que dispone al artista desorientado a la par de la adolescente temeraria y rebelde, ocultando todo indicio de perversión (quizás sea esto una respuesta estética a las denuncias del feminismo sobre los peligros de la seducción asimétrica). Sin embargo, el verdadero rastro de lo político se manifiesta cuando Alejandro, un funcionario enriquecido gracias a la Revolución Ciudadana, le ofrece ayuda a Víctor para publicar su libro a través del aparato del Estado. El peso del rechazo de Víctor, basado en el argumento acerca de la autonomía artística (“Yo no me vendo”), se deshace frente a la ironía de que ambos son, al fin y al cabo, vecinos; si bien hay distintos postores la ubicación social de ambos es la misma. Y es en estas paradojas donde la indulgencia romántica va mostrando sutilmente sus fisuras. 

Frente a esta demarcación del medio social, ¿qué particularidad le resta entonces al artista en Agujero Negro? Posiblemente sea semejante a la que ofrece la película para sí misma, la de ser un objeto capaz de traducir las contrariedades de sus propios privilegios: mostrar un espíritu limitado por las capacidades de sus propias creencias. Con buenas actuaciones (en especial las de Víctor Arauz y Alejandro Fajardo), tomas sobrias y unidad melódica, la película ofrece un relato coherente que sostiene las vacilaciones de una voluntad. Al enfatizar esta intimidad y retratarla sin un gran relato histórico ni etnográfico de fondo, Agujero Negro pude ser vista como un documento sobre la ingenuidad; una ingenuidad que sostiene la capacidad mayestática del arte, que avala su instrumentalización personal redentora y que la pule de las contaminaciones ideológicas en su elaboración. Una visión bastante acertada sobre el medio nacional. Todo esto se sostiene, claro está, mientras no nos tomemos el atrevimiento de preguntarle al director acerca de su propia intención.

martes, febrero 27

El terror y la escritura

Las moscas y otros cuentos, de Jorge Luis Cáceres. El Conejo, 2017. 90 páginas.
POR BISMARK LEÓN

Los seis cuentos de este libro establecen una constante entre el terror y el misterio. Están regidos por situaciones donde el tormento de la psiquis o de entes sobrenaturales envuelve a los diferentes personajes, quienes se van reduciendo a medida que las historias avanzan.

En el cuento que da nombre al libro, el protagonista es perseguido por moscas que devoran a las personas que lo rodean; él trata en vano de mantenerse alejado, desconociendo, hasta el final, que será devorado por ellas desde adentro. Situaciones más sobrenaturales se pueden observar en “La sed”, donde un personaje alcohólico, tratando de permanecer sobrio, escribe una novela y para terminarla recorre los lugares donde supuestamente han sucedido eventos horrorosos. Pero en un lugar de Carchi es atacado por un licántropo, transformándose en uno y obteniendo una ansiedad que solo puede ser lidiada con alcohol. Otro cuento donde prima lo sobrenatural es “La caja”, donde unos forenses son torturados por unos demonios al abrir un paquete que acompaña al cadáver que están diseccionando.

En otros textos predomina la intertextualidad, la cita literaria y la vida diaria de un escritor. Otra vez tenemos “La sed”, donde un fragmento de la novela que se escribe predice el final de su autor como licántropo y que causará destrozos donde éste se hospeda. En “Sonrisas”, un padre desesperado busca a su hijo, un aspirante a escritor de misterio, con la ayuda de un criminólogo. Este último resulta tener el mismo entusiasmo por los libros que el desaparecido. Por la lectura de un fragmento de un libro, el padre se percata de las intenciones y delitos pasados del criminólogo. Un cuento que carece de terror pero sí tiene mucho misterio es “Armario”, que se rige por el mito creado alrededor de un escritor huraño, quien supuestamente escribe desde un closet.

Los cuentos de Cáceres buscan un final sorpresivo, casi siempre con algo trágico o sobrenatural. Tal vez las referencias literarias sean lo más atractivo de ellos. Es decir, el cómo se construyen las historias es más relevante que el producto final, pues el factor sobrenatural suele parecer forzado. En “La caja”, por ejemplo, la manía del forense por la perfección y los mitos a su alrededor, más la inexperiencia de sus ayudantes, de repente se vuelven absurdos cuando aparece en escena una caja demoníaca y el cadáver comienza a gritar. Volviendo a lo literario, el relato mejor logrado, y sin abusar de lo sobrenatural, es “Armario”, porque explora la vida de un escritor, sus influencias, y cómo los personajes de sus obras se van desarrollando. Se incrementa así la curiosidad de los lectores sobre la verdad del armario donde supuestamente escribe, hasta que al final se menciona quién realmente se encuentra ahí. Esto, sin forzar la historia, sin incluir un ser o un hecho sobrenatural para cerrarlo. No hay que desmerecer, sin embargo, los otros cuentos donde prima lo sobrenatural; el efecto de estremecimiento previo al desenlace suele ser gradual y se construye a los personajes de forma que parece que ellos mismos son los causantes de su desgracia.

martes, febrero 6

Adiós a un padre comunista

Revoluciones cubanas en Marte, de Ernesto Carrión. Uartes Ediciones, 2017. 123 páginas.
POR BISMARK LEÓN

La muerte del padre y las reflexiones sobre la familia son los temas del libro con el que Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977) regresa a la poesía. La figura de su padre, asesinado con escopolamina en un asalto, es uno de los elementos que se emplean para pensar en las ideologías, en la muerte, en el pasado y en la infancia.

El poemario está dividido en cuatro partes. La primera, trata sobre el día en que muere el padre, el 19 de diciembre de 2014. Los versos empiezan anunciando un mundo donde “bien están los vivos entre los muertos”, un mundo que mantiene su orden caótico y hasta corrupto. La voz poética, al parecer, está consciente de la indiferencia de los vivos hacia los muertos, excepto cuando, posteriormente, aparece la muerte del padre: “Allí saltando en la noche más triste: la de tu muerte”. La imagen del hielo (el cadáver fue escondido por tres días en un frigorífico) y la irrealidad se apoderan del padre muerto en “un bar de locas”.

Esa irrealidad no solo quiere decir dejar de existir, sino también huir hacia un mundo deshumano, de leyes que parecen ser indiferentes, de vidas y trámites regidos por el mercado. Y en ese ajetreo están, reitera la voz poética, los vivos y los muertos “todos por igual revolcándose”. El pensamiento de irrealidad se borra cuando quien piensa un país (tal vez ideal) muere: “Padre irreal y patria irreal / Borrándose mutuamente dentro de un bar de locas”. En esta parte, la nieve —y el habitarla—, los personajes célebres del socialismo y la lucha socialista son las figuras que describen las creencias del padre “irreal” hasta su muerte en la mesa de un bar.

La segunda parte trata ocurre dos días antes de la muerte del padre, cuando Barack Obama anuncia su decisión de retirar el embargo a Cuba. El padre comienza a beber tras conocer esta noticia, sin saber, obviamente, que lo conduciría a la muerte: “cayendo desde tu personaje hacia tu sola persona: padre revolucionario durmiendo mansamente en un país de ególatras”. Este padre combatía en vano problemas que se resisten a desaparecer: “Luchando contra la usura en parajes ficticios”. La voz poética también hace notar los ideales perdidos y cómo estos se aferran tercamente a quienes viven en el alcoholismo. Reitera, además, la adicción del padre fallecido: “Sudamérica es un gran cementerio de borrachos con quimeras vacías”. Y el anuncio del expresidente Obama sigue dando vueltas una y otra vez como uno de los desencadenantes de un viaje sin retorno, de un viaje al abismo: “Bebiendo esa mañana en la que un cable internacional anunció el final de la lucha de tu pequeño cuerpo fiestero y comprometido”. Pero también hay una especie de distancia entre la voz poética y el padre: “En tu analfabetismo emocional. Y en mi analfabetismo socialista”.

La tercera parte se centra en el tercer día desde el anuncio de Obama, cuando encuentran al padre en el hielo: “Todas las cosas desaparecidas resplandecen de pronto. / Y tú emerges con ellas, soberbio, junto al sueño ensangrentado / de una rosa comunista frente al peñasco vacío”. La voz poética sabe que aquella figura no volverá y, lentamente, con nostalgia, se despide. El padre, ahora “real” y “desmenuzado para siempre sobre el río amurallado e impreciso de estos poemas”, solo deja los recuerdos recientes y los de infancia. Su cuerpo va donde le corresponde.

La última parte, señalada como una “guía de resurrección”, revive los recuerdos de infancia de la voz poética a partir de la muerte del padre, como si ésta fuera la causa para una reflexión final sobre el pasado: “Morir es aparecer. Dejar de una buena vez lo que desaparece”. Hay recuerdos de infancia donde se presencia la muerte de alguien “desde un balcón privado”. La figura viva del padre es descrita en su transitar por la casa, casi siempre ebrio y ausente. La madre, “aún herida / por la depresión”, llora y vela por sus hijos. La imagen de un cuerpo (el padre ausente o el muerto presenciado desde el balcón) y el bosque (un nicho imaginado por dos niños) van apareciendo y desapareciendo a lo largo de esta parte, como un ejercicio de memoria que termina por hacer comprender a la voz poética que “un padre no es culpable de otro padre”. Es decir, quiere buscar su propia identidad, inmerso en un mundo que es el mismo para todos. La muerte del padre no es vana, pues terminó por desenmarañar la vida de la voz poética para concluir que se puede separar del padre; o que desde siempre ha buscado separarse de él y sus pensamientos, esto es, “hasta hallar con nuestras manos el Pensamiento”. El padre y su lucha, así como la distancia del pasado, solo quedan como algo imaginario, una quimera, como sugiere el título del libro.

miércoles, enero 31

La vida como una torre de Jenga

Descartable, de Andrés Emilio León. Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2017. 323 páginas.
POR LISSETTE MONTILLA

El escritor guayaquileño Andrés Emilio León debuta como novelista con Descartable. Aquí nos encontramos a Héctor Rodríguez, un joven divorciado que trabaja como un asesor político ignorado y que compagina su vida laboral con la búsqueda de compañía femenina y el deseo de publicar un libro. Todo esto conforma a un personaje culto, reflexivo y sensible ante lo cotidiano (en una ocasión llora mientras baila su canción favorita al igual que el Werther de Goethe llora al ver el atardecer).

La novela, contada en primera persona por Héctor, hace que el lector se identifique fácilmente con él. Todos en algún punto de nuestras vidas hemos pensado o sentido que lo que hacemos no es realmente nuestra vocación, o por lo menos que no la ejercemos como pensábamos, creándose así una desilusión laboral. Es justamente eso lo que León pone en perspectiva con este personaje frustrado con su trabajo debido a la gran cantidad de ideas que posee y, que sin embargo, no las sabe definir. Esto es algo que le repite a menudo el alcalde de Guayaquil, con quien trabaja: “Hoy trajiste varias ideas, algunas interesantes, otras no tanto. A veces tienes buenas ideas, pero dispersas, y necesitamos consolidarlas”.

Este cúmulo de ideas, esta creatividad desbordante, sin embargo, hace que a Héctor le sea difícil adaptarse a la sociedad en la que vive. Llega a tener una perspectiva un poco cínica de la vida, ya que esta no se adapta a su utopía social. Como en los primeros capítulos, cuando está hablando con el alcalde sobre celebrar festivales en la Isla Trinitaria: “No te compliques, Héctor, mantenlo sencillo: solo organiza un concierto ahí con esos artistas, ya sabes, los de siempre, igual la gente solo va porque baila o mira minifaldas de las tecnocumbieras; pero no hay nada más ahí”. El protagonista se ve atrapado en medio de la mediocridad social, en donde parece estar entre la minoría deseosa de una sociedad más culta. Pero es frustrado por la incapacidad de transformar su entorno, es aplastado por su realidad, dejándole así, como segunda opción, sus relaciones amorosas.

Estas relaciones, sin embargo, tampoco son mejores. Vemos cómo en esa continua búsqueda del amor, Héctor se encuentra con diferentes mujeres a lo largo de la historia. Entre ellas están su exesposa —de quien no conocemos muchos detalles—, Sara, Elena y Alegría. Esta última es la que más se destaca y la más constante en la vida de Héctor. Haciendo honor a su nombre, ella llega a ser un lugar de consuelo para el protagonista, convirtiéndose en su apoyo durante toda la novela. Su relación es tan profunda que al final ella es la única persona a quién Héctor le muestra el manuscrito de su libro de cuentos. Pero no la deja leer y comienza a secarla con las páginas (la escena ocurre en la playa). Se da a entender que incluso aquello que más valoramos se puede convertir en algo pasajero. Héctor termina su relación con Alegría a la vez que destruye el manuscrito.

Descartable es un constante ir y venir de ilusiones y desilusiones, muestra los anhelos básicos y repetidos de las personas, la lucha constante por mejorar su realidad y la búsqueda de la estabilidad emocional. Héctor representa a aquellos que intentan cambiar su entorno pero tienen que conformarse con vivir ellos solos de la forma en que quisieran que vivan los demás. Así, como en un juego de Jenga, Héctor va sacando y poniendo piezas en la torre de su vida.

lunes, enero 15

Historia sin novela

Náufragos en tierra, de Óscar Vela. Alfaguara, 2017. 269 páginas.
POR BISMARK LEÓN

Óscar Vela presenta una nueva novela cargada de historia sobre uno de los hombres del yate Granma que iniciaron la Revolución Cubana. Ese hombre es César Gómez Hernández, quien, de hecho, fue entrevistado por Vela para la escritura de este libro. Pero en la novela el autor se esconde tras un periodista ficticio para presentar a Gómez Hernández. Gran parte del libro es un relato en primera persona del entrevistado, quien, bajo un aura de discurso revolucionario, cuenta cómo ha sido su vida desde la época del dictador Batista hasta su participación en la revolución y su posterior exilio.

A diferencia de novelas como Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o Humo, de Gabriela Alemán, la de Vela tiene pocos elementos novelescos y poca carga de ficción evidente. Es decir, parece una inmensa enumeración de datos históricos (sean reales o no) que intentan jugar con la poca carga de ficción que tiene la novela: el pasado del periodista (su padre sirvió a Batista justo antes de ser derrocado) y el resentimiento secreto que tiene hacia Gómez Hernández, quien, a pesar del rumbo que tomó Castro, cree que su causa fue la correcta.

En Náufragos en tierra, el periodista pudo haber sido el mismo Vela, pero el autor se añade un pasado en común con el entrevistado y se cambia el nombre. Así, le da profundidad a la historia y convierte una crónica en novela. El periodista, sin embargo, pudo haber hecho más que recolectar datos y reflexionar brevemente sobre las palabras de Gómez Hernández. Y pudo haber sido menos pasivo como personaje como sí sucede en Soldados de Salamina, donde un Cercas ficticio, para completar su libro, realiza una complicada búsqueda llena de diversas entrevistas con personajes reales en situaciones ficticias y llenas de ironía. Ese juego o confusión entre realidad y ficción es lo que hace de Soldados de Salamina una novela bien lograda. En cambio, en Náufragos en tierra no hay un elemento lúdico que indique al lector que está leyendo una novela y no un simple relato histórico ligeramente ficcionado. Tiene un humor casi nulo, por lo que ese aire de “historicidad” puede abrumar, al punto de parecer un mero libro de memorias. Tal vez donde hay una mayor carga de humor es cuando el periodista afirma, antes de entrevistar a Gómez Hernández, que solo pensaba escribir una crónica para la revista Mundo Diners o “incluso si la deformaba eróticamente y usaba para el efecto morbo que envolvía a Jacqueline y J. F. Kennedy y alguna rola ficticia parecida a Marilyn, podría publicarla en SoHo”. El personaje no buscaba un relato de relevancia histórica, simplemente quería ganarse la vida. Ese humor pudo haberse extendido pero se truncó ante el aura de solemnidad del relato de Gómez Hernández; algo que, por seguir con el ejemplo, en Soldados de Salamina nunca decae a pesar de ser un relato sobre la Guerra Civil española.

El libro de Vela se divide en episodios definidos por lugares y años, desde Cuba de principios del siglo XX y el viaje en el Granma para comenzar la Revolución hasta Colombia, el actual paradero del exiliado Gómez Hernández. Como ya se mencionó, gran parte de la obra está escrita en palabras del antiguo revolucionario, transcritas por el periodista. Este, por lo tanto, no construye ninguna historia, solo la revela pasivamente y trata de confrontarla con el pasado de su propio padre, lo que, como se dijo, pudo haber tenido mayor relevancia.