POR: DANIEL LUCAS.
Hablar de Diego Fonseca es hablar de experimentación
narrativa. Su libro anterior, la antología Sam no es mi tío, de la que fue editor junto a Aileen El-Kadi además de contar con un relato, es una clara muestra de la
hibridez de estilos y temáticas. En El último comunista de Miami (Sub-Urbano2013), Fonseca retoma la crónica para narrar ficciones y adentrarnos en la
complejidad de la vida del primer mundo para los extraños migrantes.
El comunismo, doctrina formulada por Marx y Engels, más
tarde desarrollada por Lenin, promueve, entre otras cosas, la teoría de que los
bienes son de propiedad común. Es exactamente este principio el que atraviesa
los relatos de El último comunista de Miami.
El primer relato, que lleva el nombre del libro, cuenta la
historia de seis ex banqueros, despedidos; uno de ellos, el Gordo Jim, no
planea irse sin antes dejar por sentado su descontento.
“Volvió por la caja, vació la papelería en un contenedor de basuras y roció el combustible”.
Fonseca personifica al último comunista de Miami: ingenuo,
tonto, jodido, desempleado. Y acaso el gran símbolo del declive bancario norteamericano,
la astucia de los más listos o su fracaso.
“Si eres listo, respetas el gran momento de alguien, incluida su caída”.
Edipo Rey regresa personificado en un hombre que luego de
treinta años de ser príncipe de su casa, debe matar a su padre por amor a su
madre, para no verla sufrir. Ella, que luego de tantos años aún llora su partida,
es solo una vieja sombra que muere cada noche junto a la gran ciudad.
Las historias continúan, esta vez son las gringas de
quirófano las que ocupan la atención del narrador. Son mujeres superficiales,
fabricadas, lindas de billetera que esconden su corazón bajo kilo y medio de
silicona y todo por no querer parecer latina, por desaparecer todo rasgo de
barbarie y exotismo. Se pasean en costosos carros, ¿cómo no quieren que les
pasen cosas?, se pregunta el narrador, son como bananas para monos.
De allí que las historias recorren complejos cambios
internos, como los de un joven que quiere ser punk y cambiarse de nombre y a
quien su padre le prohíbe quitarse sus apellidos. Ese mismo día Mortar, el
personaje, quiere morir; un tiempo más tarde, en una mañana seca y contaminada
que nadie recuerda, su deseo se cumple, muere. Su triunfo es la derrota.
Estas son solo algunas de las múltiples historias que Diego
Fonseca recoge en su libro. El engaño, la ciudad imposible, la apariencia
utópica, la crisis financiera, son una muestra de los temas que pululan en la
narración de Fonseca. El referente cultural, la
imagen desbocada, el spanglish.
Y acaso la crítica al espíritu consumista que vuelve a los
hombres obesos y propensos a la muerte, pero que también los vuelve avaros,
dispuesto a cualquier sacrificio para aprovecharse del sistema, aunque eso les
cueste la vida. Y un reproche a la crisis del sistema financiero de la que, al
parecer, solo los plomeros parece no haberla sufrido, porque son los únicos que
mantiene su ritmo habitual de trabajo, y es que ¿quién no tiene una fuga de
agua en su casa?