POR: JUAN ZAMBRANO
La parte inventada (Mondadori, 2014) es una novela escrita
desde la nostalgia, desde esa patria que el argentino Rodrigo Fresán fundó y
que tiene como próceres a Bob Dylan, a los Kinks, a los Beatles, a Pink Floyd,
a Fitzgerald, a Vonnegut, a Cheever. Este argentino radicado en Barcelona desde
1999 nos recuerda que, como dijo Bolaño, “toda literatura lleva en sí el
exilio, lo mismo da que el escritor haya tenido que largarse a los veinte años
o que nunca se haya movido de casa”.
Un narrador encolerizado, una advertencia contra los
lectores electrocutados de hoy en día, un niño (El Niño) que conoció la muerte
antes de poder entenderla. Así arranca una novela en la que se propone rastrear
el momento exacto en que se toma la decisión de ser escritor, el momento exacto
en que el virus de la ficción se inocula en su vida. Una decisión que se parece
tanto a la locura; una locura que se expande desde la infancia, por eso todos
esos niños precoces que habitan los libros de Fresán. Niños que han pasado
mucho tiempo expuestos a padres dispersos, a la ciencia ficción, a un libro, a
Tender Is The Night, de F. Scott Fitzgerald.
Y es que la novela también funciona como las letras pequeñas
del contrato que ciertos escritores firmaron apresurados porque no podían más
con las ansias de ver sus libros en los estantes, de sentarse en todas las
mesas que les ofrezcan en las ferias de cualquier ciudad, de organizar talleres
de escritura creativa y de conocer a esas mujeres fascinantes y misteriosas a
quienes retratarán en sus libros. En la novela somos testigos de la frustración
del Escritor frente a la página en blanco, de ser la gran promesa no cumplida
de una generación de escritores, de la vida después de los 50 años, de sentir
que ya “nada parece tener sentido, y sólo parece quedar el estallido de gloria
final al estrellarse”.