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miércoles, mayo 9

Una voluntad módica


La representación de la voluntad artística en el mundo social es revelada en Agujero Negro a través de una mesura que inscribe la intimidad como marco narrativo. Víctor, el protagonista de la película, es un escritor maduro que luego del éxito de su primer libro se encuentra en una sequía creativa y lucha internamente por finalizar su próxima novela. En el medio está la relación tibia con su pareja (de la que espera un hijo), la comodidad desabrida de una residencia lujosa (prestada por la generosidad de sus suegros) y la incipiente atracción por una vecina de 16 años (que promete energizar las antiguas pasiones). En esta retención argumentativa, cerrada en un espacio mínimo, se despliegan las escenas diáfanas en blanco y negro que siguen la rutina del escritor por encontrarle una forma a sus ideales artísticos. Pero, ¿cuál es el juego de estas ideas, cómo se entrelazan al contexto social y qué imperativos morales se interponen en su resolución? Es justamente en el desarrollo de este cruce donde la mesura de la película cobra verdadera relevancia.
En la anterior película de Diego Araujo, Feriado, la historia del país se agrietaba por medio de un relato personal que anteponía el despertar homosexual de su protagonista sobre las tensiones raciales y clasistas. Así, el trasfondo que enfrentaban la desidia de la élite con el sufrimiento popular se diluía en la conformación de la identidad de una nueva generación que encara el fin de la inocencia. Por su parte, en Agujero Negro el escenario de lo nacional es reemplazado por el imperativo artístico que tiene Víctor por escribir la novela de iniciación esencial de la literatura ecuatoriana. La paradoja de este afán estriba en los límites en que se inserta la película: encerrado en una ciudadela privada, desconectado del medio cultural y permeable únicamente a las relaciones de su círculo íntimo, el escritor solo alcanza a configurar sobre sí mismo la figura del artista romántico. Más allá de lo anacrónico que pueda significar extrapolar esta temática (que se traduce visualmente con la metáfora un poco obscena del escritor que se desangra mientras tipea en su computadora) la persistencia de esta vocación permite representar un diagnóstico sobre la funcionalidad en que se piensa el arte.

El eje romántico (entiéndase por el término la herencia obtusa que quedó de los planteamientos alemanes decimonónicos, en especial con respecto a la idea del genio) se impone en la película de manera tal que no solo enmarca, sino que también aplaca las implicaciones de establecer una relación entre un adulto y una menor de edad. Lo que desde el planteamiento es polémico, la película lo desarrolla con cierta candidez que dispone al artista desorientado a la par de la adolescente temeraria y rebelde, ocultando todo indicio de perversión (quizás sea esto una respuesta estética a las denuncias del feminismo sobre los peligros de la seducción asimétrica). Sin embargo, el verdadero rastro de lo político se manifiesta cuando Alejandro, un funcionario enriquecido gracias a la Revolución Ciudadana, le ofrece ayuda a Víctor para publicar su libro a través del aparato del Estado. El peso del rechazo de Víctor, basado en el argumento acerca de la autonomía artística (“Yo no me vendo”), se deshace frente a la ironía de que ambos son, al fin y al cabo, vecinos; si bien hay distintos postores la ubicación social de ambos es la misma. Y es en estas paradojas donde la indulgencia romántica va mostrando sutilmente sus fisuras. 

Frente a esta demarcación del medio social, ¿qué particularidad le resta entonces al artista en Agujero Negro? Posiblemente sea semejante a la que ofrece la película para sí misma, la de ser un objeto capaz de traducir las contrariedades de sus propios privilegios: mostrar un espíritu limitado por las capacidades de sus propias creencias. Con buenas actuaciones (en especial las de Víctor Arauz y Alejandro Fajardo), tomas sobrias y unidad melódica, la película ofrece un relato coherente que sostiene las vacilaciones de una voluntad. Al enfatizar esta intimidad y retratarla sin un gran relato histórico ni etnográfico de fondo, Agujero Negro pude ser vista como un documento sobre la ingenuidad; una ingenuidad que sostiene la capacidad mayestática del arte, que avala su instrumentalización personal redentora y que la pule de las contaminaciones ideológicas en su elaboración. Una visión bastante acertada sobre el medio nacional. Todo esto se sostiene, claro está, mientras no nos tomemos el atrevimiento de preguntarle al director acerca de su propia intención.

martes, marzo 15

El escritor fantasma: redescubriendo a Marcelo Chiriboga

Cortesía de la Fundación Marcelo Chiriboga

A mediados de los 90, un equipo de reporteros mexicanos viajó a Ecuador para continuar una serie de entrevistas a los grandes escritores del boom latinoamericano. Comandados por Julio César Langara, los mexicanos arribaron en busca del escurridizo Marcelo Chiriboga, quizás el mejor de todos los autores de ese ambiguo grupo. Pero nada más llegar al país se dieron cuenta de que su tarea sería más complicada de lo que habían imaginado. De Chiriboga nadie sabía nada, mucho menos de sus libros.

Como buen periodista, Langara decidió salir del aprieto visitando el lugar donde se desarrolla la obra maestra de Chiriboga, la novela La línea imaginaria, y armar un programa con las sobras que encontrara en el camino. Fueron a explorar el antiguo territorio amazónico de Ecuador y, cuando parecía que la solución a sus problemas aparecía, se encontraron en medio de fuego cruzado. Literalmente: la guerra del Cenepa había comenzado. Así, Langara y su equipo, como soldados inexpertos y extraviados en tierra de nadie, revivieron sin quererlo la trama del famoso libro.

Esto lo cuenta Langara en el nuevo documental del cineasta ecuatoriano Javier Izquierdo, Un secreto en la caja. Con entrevistas a quienes lo conocieron, entre ellos su hija Sofía, esta película cuenta la azarosa vida del invisible autor. O, más bien, habría que decir fantasma, porque Marcelo Chiriboga fue indudablemente silenciado y dado por muerto por la mezquina intelligentsia de su propio país.

Nacido en 1933 en las faldas del Chimborazo, Chiriboga fue hijo de Bartolomeo, un militar retirado, y de Beatriz, quien provenía de una familia de antiguos terratenientes. Tuvo dos hermanos, Eloísa y Antonio, quien murió en la guerra del 41 —un tema, el bélico, que ocuparía un lugar central en la obra del futuro escritor. Ya de adulto, Marcelo trabajó como periodista para el diario quiteño El Comercio hasta 1962, cuando se unió brevemente a los guerrilleros del grupo Toachi. Su incursión en la lucha de clases provocó la escritura de Diario de un infiltrado y su exilio europeo. Pero Chiriboga no escogió París, como otros intelectuales de su generación, sino Berlín oriental, es decir, la parte comunista.

Durante su estancia en Alemania, Chiriboga escribió La línea imaginaria, que fue publicada por la editorial Terra, dirigida por el capo literario Alberto Castellet. Casi por la misma época, su libro de cuentos Jardín de piedra ganó el prestigioso premio de la Casa de las Américas. La creciente fama mundial de Chiriboga, sin embargo, era inversamente proporcional en Ecuador, donde el presidente Velasco Ibarra prohibió la edición de sus obras y personalidades de la cultura oficialista, como Benjamín Carrión, Guayasamín y Jorge Enrique Adoum, calificaron a su obra como traición a la patria y lo acusaron de ser un invento de otros escritores. Por si fuera poco, se le prohibió el ingreso al país.

Mientras tanto, Chiriboga se casó con la actriz alemana Remi Lowenstahl, con quien tuvo una sola hija, Sofía, quien hoy es una artista visual residente en Nueva York. A su boda asistieron, entre otros, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, quienes en un confuso episodio terminaron a los golpes. Hannes Krug, amigo de Chiriboga, confiesa en el documental que el motivo de la pelea fue la captura del escritor cubano Heberto Padilla por orden del dictador Fidel Castro.

Años después, Chiriboga se mudó finalmente a París, donde sucumbió ante el alcohol y escribió La caja sin secreto, quienes algunos califican como una dura crítica a los años del boom. Durante la corta presidencia de Jaime Roldós, se le permitió la entrada al país a Chiriboga, pero, en lugar de ser triunfal, su regreso coincidió con el agravamiento de una enfermedad que lo aquejaba desde París y la guerra de Paquisha, y culminó con la reclusión voluntaria en la casa de su hermana. Allí, Chiriboga continuó escribiendo maniáticamente hasta su muerte en 1990 a los 57 años, pero sin publicar una sola página.

Entrevistado por Joaquín Soler Serrano para su programa "A fondo" (en el que, dicho sea de paso, aparecieron Rulfo, Borges, Cortázar, Dalí, Polanski, etc.), Chiriboga dejó un breve consejo para los jóvenes: que escriban como si no tuvieran un país. Esa fue la receta para la gloria de un escritor fantasma, perfecto representante de un país imaginario de nacimiento. Que el documental de Javier Izquierdo sirva de ahora en más como punto de partida para recuperar la vida y obra de quien mejor supo interpretar ese malentendido llamado Ecuador.

martes, marzo 8

El niño monstruo

POR CAROLINA ANDRADE

En el programa de The Hollywood Reporter que reunió, nada más ni nada menos, a Jennifer Lawrence, Helen Mirren, Charlotte Rampling, Kate Winslet, Carey Mulligan, Brie Larson, Cate Blanchett y Jane Fonda, le preguntaron a Larson cuántas veces había visto la película que ella protagoniza, Room (dirigida por Lenny Abrahamson), y dijo que cuatro pero que quería verla más veces. Jane Fonda le preguntó por qué y la joven actriz contestó: "because it means so much more than my little brain could comprehend when I was making it". Ciertamente, la película permite muchas interpretaciones y aquí estoy yo, con my little brain, intentando articular una de ellas.

Room es la historia de una joven mujer que ha permanecido secuestrada por siete años y ha sido violada continuamente. Fruto de estos abusos sexuales es un hijo que, para el momento de la narración, cumple los cinco años de edad. Su captor es el vecino corriente de un barrio residencial que ha adecuado una habitación en la parte trasera de su casa donde sus secuestrados permanecen encerrados. ¿Les trae algún recuerdo la historia? Es lo más probable, en años recientes se dieron a conocer múltiples casos similares, tal vez los más mediáticos fueron el de Ariel Castro, en Ohio, Estados Unidos, que tuvo secuestradas a tres mujeres durante diez años (una de ellas tuvo un hijo) y el del "Monstruo de Amstetten", el austriaco que tuvo secuestrada a su propia hija durante 24 años y tuvo siete hijos-nietos con ella. Pero Room no sigue la organización narrativa del periodismo sensacionalista. Poco o nada sabemos del secuestrador, no se abunda en la representación de las violaciones, al filme no le interesa informar sobre los motivos ni el modus operandi del crimen, ni está en la obligación de proteger la identidad de las víctimas. Room se focaliza en Ma (Brie Larson), la mujer secuestrada, y Jack (Jacob Tremblay) el hijo concebido en cautiverio. A ratos, la narración descansa totalmente en Jack: su voz en off nos introduce en el relato y las numerosas cámaras subjetivas que se dan en el film representan siempre su mirada. La película logra que la perspectiva sea verosímil; sin embargo, para los espectadores, adoptar ese punto de vista resulta exigente, perturbador y desafiante.

Esta película se vendió como una historia donde "love has no boundaries" ("el amor no tiene límites)", y con ello cubrió al gran número de consumidores que no quieren que les muevan el piso: el amor de madre lo puede todo y ya, todos contentos, momento Kodak, tarjetita Hallmark. No es que no haya amor, pero...

Jack no tiene contacto con el mundo. Jack no tiene padre. Es encerrado en un closet para que no tenga contacto con él. Jack es hijo de una violación y su madre dice que "es solo de ella". El niño duerme con su madre y toma leche de su pecho. Jack es confundido con una niña. Jack es un ser que no ha sido pensado por la ley, ¿cuál es su situación legal? Jack es un problema para la medicina: el médico dice que menos mal que está en una edad de enorme plasticidad (puede ser "corregido"), a lo que Jack reacciona diciendo que él no es de plástico. Jack no tiene lugar en la norma moral: es repulsivo para su abuelo, quien ni siquiera puede verlo. Diría Foucault de Jack-monstruo: "combina lo imposible y lo prohibido". Así que estamos ante una película que es narrada por un monstruo o, por lo menos, otra vez Foucault, por un anormal (pálido monstruo contemporáneo). La novedad de la película es que logra que sintamos compasión, empatía y admiración por él.

¿Quién hace de Dr. Frankenstein? La respuesta es Ma. Ya no se trata del soberbio científico decimonónico que arma una criatura para sentirse Dios, sino de una frágil (¿?) y joven mujer que en total estado de abyección concibe un hijo y con enormes sacrificios propicia que esa vida se desarrolle para que, llegado el momento, sea ese ser quien la salve. Crear al monstruo no es un acto de soberbia premeditado, recordemos cómo se sorprende Ma cuando la reportera le pregunta, tal vez en el momento más despiadado de toda la película, por qué no tuvo el gesto generoso de desprenderse de su hijo recién nacido. Tampoco es gratuito señalar que el personaje no es la madre de extrema abnegación que vive en nuestro imaginario: la joven pone a Jack en riesgo enorme en su ingenuo plan de huida. Jack la salva durante el cautiverio, dándole una razón por la cual levantarse cada día; la salva cuando escapa; la salva cuando ella intenta suicidarse; la salva cuando le pide regresar a la habitación y le pide que se despida, de una vez por todas, de ese lugar: no hay habitación si las puertas ya están abiertas.

¿Y qué hacen estos seres cuando obtienen la libertad? Mucho más complicada es la adaptación de Ma, que no se reencuentra, imposible hacerlo, con el mundo que perdió por su secuestro y que debe soltar a Jack. Para el niño, estar fuera de la habitación no hace sino repotenciar sus oportunidades en múltiples escenarios para su vida futura.

Dice Foucault que el monstruo es "el principio de inteligibilidad de todas las formas de anomalía". Me parece que esta película y su monstruo dan cuenta de que en el discurso dominante, en nuestro sistema de ideas, todavía se escatiman espacios a una serie de conductas y versiones de seres humanos pero, ciertamente, habla de una evolución, de la enorme distancia que separa a Mary Shelley (autora de Frankenstein) y Emma Donaghue (autora de la novela original y guionista de Room): ambas literaturizan distintos momentos históricos y distintos miedos. Nuestros monstruos contemporáneos no tienen, necesariamente, que matar ni morir, y bien podrían, con un poco de femenina compasión en sus vidas, y llegado el momento, salvarnos.

miércoles, octubre 21

Hannibal: El renacimiento de una saga

POR MARÍA EMILIA GARCÍA

"Qué difícil es tener algo, ¿verdad? Difícil conseguirlo, complicado conservarlo. Este es un planeta terriblemente resbaladizo".
El dragón rojo, Thomas Harris

El 29 de agosto de 2015, NBC emitió el último capítulo de la serie Hannibal. Una producción que nació del deseo de explotar una vez más la afamada franquicia en torno a uno de los villanos más reconocidos del siglo XXI, el Dr. Hannibal Lecter, un brillante psiquiatra y caníbal, y cuya adaptación más valiosa escapó de las manos del legendario productor italiano Dino De Laurentiis y terminó siendo aclamada por la crítica.

El desencuentro de De Laurentiis con la saga empezó en 1983, cuando compró los derechos de la segunda novela publicada por el escritor estadounidense Thomas Harris, llamada El dragón rojo, para adaptarla al medio cinematográfico bajo el nombre de Manhunter, porque en esos tiempos cualquier cosa que llevara la palabra "rojo" era sinónimo de comunismo. La película, dirigida por Michael Mann, y donde aparece por primera vez el personaje arriba mencionado, fracasó en taquilla.

Por eso, cuando Harris publicó su tercera novela, El silencio de los inocentes (secuela de El dragón rojo), en 1988 y hubo interés en llevarla al cine, De Laurentiis decidió ceder los derechos. De esa forma, pensó que si la película llegaba a fracasar como la anterior no perdería nada y si tenía éxito estaría en posesión de un bien revalorizado. Lo que no se imaginó fue que esa adaptación terminaría ganando cinco premios Oscar y daría vida al culto en torno a uno de los villanos favoritos del cine actual gracias a la brillante interpretación de Anthony Hopkins.

Es probable que esa pequeña falla de visión molestara a De Laurentiis por el resto de su vida y por ello buscó la forma de explotar esa franquicia posteriormente. Primero en el año 2000 con Hannibal, la secuela de la ganadora del Oscar, luego en el 2002 con una nueva adaptación de El dragón rojo y, finalmente, en el 2007 con Hannibal Rising. Las dos primeras tuvieron buenos resultados en taquilla, mas la última fue un fracaso rotundo.

Dino De Laurentiis murió en el 2010, pero su deseo de reivindicación a través del personaje de Lecter perduró en su esposa Martha De Laurentiis. Tras su muerte, ella decidió llevar la saga a un nuevo medio: la televisión. Por ello, en el 2013, cuando escuché la noticia de que iban a sacar una serie llamada Hannibal acerca de los sucesos previos a los eventos de El dragón rojo estaba escéptica.

Hannibal Lecter es uno de mis personajes favoritos, pero sentía que nada bueno podía salir de seguir explotando la saga. Hannibal Rising había sido horrible, ¿qué se podía esperar de una serie de televisión? Pero estaba equivocada, extremadamente equivocada.

Me senté casualmente a ver el primer episodio y fue mágico. La serie resultó ser una obra de arte, desde la fotografía, con sus sombras y planos a contraluz, hasta la reimaginación de los personajes y eventos de la saga a manos de Bryan Fuller (guionista estadounidense de series de TV), quien le imprimió nueva vida al personaje de Hannibal Lecter.

Hasta ese momento, el gran personaje que despertó el terror masivo de los espectadores en El silencio de los inocentes se había ido diluyendo con las continuas adaptaciones. La avidez del público por él había llevado a su creador a convertirlo de un asesino cuya motivación era inexplicable a un antihéroe cuyas víctimas resultaban ser peores criminales o personas que él, lo cual justificaba su muerte.

La serie se atrevió a hacer lo opuesto. Desde el primer episodio, se ve al personaje del Dr. Lecter, ahora interpretado por Mads Mikkelsen, matar una chica al azar solo para dar una pista al investigador principal y luego avisarle a otro asesino que el FBI ha descubierto su identidad segundos antes de llegar a su casa, solo para crear caos. Ese fue el truco.

Bryan Fuller era un seguidor de las novelas de Thomas Harris y sabía, como fanático que era, lo que quería ver. En muchas entrevistas, él describe su proceso creativo como el de un fan escribiendo fanfiction. Por eso se puede decir que una de las mejores características del programa es que los eventos de las novelas toman giros inesperados. Algunos de los personajes son de sexo o raza diferente. Frases o líneas que habían sido dichas por unos personajes pasan a ser de otros. Entonces, la serie se vuelve una especie de realidad paralela de la saga.

Lamentablemente, a pesar de llegar a ser aclamada por la crítica, nunca logró tener la audiencia necesaria para mantenerse al aire. Esto se puede entender al analizar su contenido trasgresor. Una serie cuyo personaje principal es un caníbal elegante, donde episodio tras episodio se muestra esta práctica de la forma más atractiva posible, con platos que se ven exquisitos a pesar de saber lo que contienen es algo que puede llegar a incomodar la consciencia del público. Eso sin mencionar lo explícito de ciertos actos violentos.

Hannibal no es el típico programa sobre asesinos en serie con formato de resolución de casos; es una serie cuya propuesta parece sacada del ensayo satírico del escritor inglés Thomas De Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes. En eso radica su singularidad.

Aún no se sabe con seguridad si este es el fin de la serie, o si revivirá después en otra cadena u otro formato. Esperemos que sea lo primero y que alguna cadena tenga el buen gusto de adquirirla. 

lunes, agosto 31

De qué hablamos cuando hablamos de series

POR MIGUEL ANTONIO CHÁVEZ

La nueva era deudora de otra

Se ha dicho que, en términos de consumo por parte del espectador, el momento de gloria que viven las series televisivas en este siglo bien podría compararse –exceptuando las obvias diferencias de tipo tecnológico o sociopolítico– con los finales del siglo XIX, época en la que estaban de moda las novelas de folletín, aquellas que circulaban semanalmente en los diarios. De ese modo, rockstars de la época como Julio Verne o Charles Dickens, veían publicadas sus novelas de forma fragmentada en los diarios de mayor circulación, y los lectores tenían que esperar una semana hasta tener en sus manos el siguiente capítulo. De esta forma, la acción transcurría en pequeñas unidades con su propia estructura aristotélica de exposición, nudo y desenlace, y por lo tanto, quedaban cerrados en sí mismos, pero procurando dejar la puerta abierta para engancharse con el capítulo de la siguiente semana Obviamente, con la llegada de las radionovelas y, sobre todo, las series de televisión, este proceso se volvió mucho más fluido, inmediato y frenético. No se diga hoy, que gozamos de plataformas como Netflix, hija de la era del Internet, que, dicho sea de paso, permite algo antes impensable hace apenas cinco años: poder elegir cada episodio cuando y cuantas veces te diera la gana, o ver la serie de un golpe. De todos modos, hoy somos conscientes de que esta revolución, nueva era de oro de la televisión  o como le querramos llamar, es bisnieta de la revolución industrial. 

El productor ejecutivo es dios

En esta ecuación de risas, lágrimas, angustia y éxtasis en la que seguimos fervientemente a nuestros héroes y antihéroes, sería imposible no incluir la inspiración del cine, tanto en sus planos, sus referentes, sus historias. Una relación  incestuosa, orgullosamente incestuosa, como la de Cersei Lannister y su hermano, en Game of Thrones. Hitchcock, decía que en el cine el director es dios, mientras que en el documental dios es director. Parafraseándolo, en una serie tal como la concebimos hoy, el productor ejecutivo sería dios. Y qué coincidencia, si recordamos que Hitchcock fue tanto el creador como el productor ejecutivo de su serie de unitarios, Alfred Hitchcock presenta, del mismo modo en que Chris Carter o Vince Gilligan Jr., creadores de X-Files y Breaking Bad, respectivamente, fueron también productores ejecutivos de las suyas. Al respecto, Manuel de la Fuente aseguró que ‘las nuevas olas’ del cine europeo “establecieron un canon de autoría cinematográfica que aún se mantiene en la actualidad: el autor es el director”. Las series de televisión, sin embargo, cambiaron este canon debido a sus propias necesidades y dinámicas de la etapa de producción: “no es lo mismo rodar una película de 90 minutos que una ‘película’ de 10-12 horas al año”. Así, el autor en las series ya no es el director, “sino el ‘creador’, el productor ejecutivo”. 

De la tele al cine, hasta el infinito y más allá 

En décadas pasadas, era común asociar una producción televisiva con limitaciones presupuestarias en comparación con las millonadas de Hollywood. Digamos que en un principio fue cierto, sin embargo desde los cincuenta los creadores de entonces vieron en la debilidad una enorme fortaleza creativa, y por eso florecieron las sit-coms, formato heredado de la comedia teatral que, como ustedes conocen, permite que en escenarios muy reconocibles y estrictamente limitados, convivan sus personajes y desplieguen todos los gags posibles. Y esta ha sido la regla de oro desde Yo amo a Lucy, El Chavo del 8 hasta Friends. Como en la literatura o el cine, la televisión fue desarrollando sus propios géneros o creando ad infinitum pastiches a partir de estos. Sin embargo, no fue sino hasta que HBO empezó a perfilarse como esa fábrica de series exitosas tanto en audiencia como en crítica, fuera de los esquemas incluso de censura que suele operar en los canales de televisión abiertas en todos lados, habría sido imposible llevar a la pantalla chica Games of thrones, quizá la primera serie de esta era cuyas locaciones, utilería, dirección de arte y fotografía, efectos especiales, escenas de violencia y sexo, y la muerte indiscriminada de personajes que no son de relleno (aún extrañamos a Ned Stark), nos remite por su magnificencia a una factura cinematográfica. Es decir, esta serie puso un estándar muy alto “para ser de la tele”. Y aquí no solo me refiero a un asunto de producción sino de percepción: el mundo de la tele hoy es demasiado cool, empezando por los mismos actores. Lo “normal y afortunado” siempre fue saltar de la TV al cine, como hicieron Robin Williams, Woody Harrelson y muchos otros (y digo afortunado, porque no todos los de esa época lograron “escaparse” de la tele). Pero en los ochenta o noventa, hacer el camino en vicecersa, era síntoma de decadencia: como ya no te dan papeles en el cine, te tienes que conformar con las ‘migajas’. Hoy todo esto cambió. Si no, Kevin Spacey jamás habría encarnado a Frank Underwood en House of Cards

Hoy las series tampoco se podrían entender sin otro componente su importante y, hasta nos atreveríamos a decir, consustancial: lo transmedia. Este concepto alude a la transversalidad de todos los medios audiovisuales. Y podríamos decir que gracias al fenómeno Star Wars, hoy se pueden construir las grandes franquicias cinematográficas y de las series. Lo transmedia está compuesto de una serie de subproductos, si bien cada uno autónomo, pero a la vez interdependiente con los demás. Así tenemos que Star Wars, además de película, es todo el merchandising imaginable, los videojuegos, los contenidos generados por los fans (en esto fueron pioneros los Trekkies, es decir los fans de Star Trek), las películas de animación para la tele (las subtramas de La Guerra de los Clones, o esa recreación a partir de un producto, ejemplo brillante de “advertainment”, Lego Wars), así como también los cómics y las novelas derivadas de las películas canónicas de la saga. Otras series han transitado similar diversidad transmediática, como The Walking Dead, a la que solo habría que agregarle las aplicaciones para smartphones. Y la lista es mucho más larga. 

El caso de las novelas derivadas o transcritas de los guiones de películas y de los filmes per se, es un fenómeno muy interesante, aunque los casos que mayoritariamente que conozco provienen del cine. Yo mismo recuerdo que en mi infancia leí La Guerra de las Galaxias, publicada por la recordada editorial colombiana Oveja Negra, en la colección Best Sellers. Ejemplos también hay un montón, apenas mencionaré dos, uno en Estados Unidos, otro en Latinoamérica: Alien el octavo pasajero, de Alan Dean Foster. Y Kamchatka, guión original del autor argentino Marcelo Figueras que, ante el éxito de la película, él mismo la novelizó. 

Los nerds académicos también aman a las series

Así como el cine ha sido objeto no solo de crítica sino también de estudios académicos serios, las series de televisión están empezando a serlo. Por ejemplo, dos catedráticos de la Universitat Pompeu Fabra, el escritor catalán Jordi Carrión (autor de Teleshakespeare) y el académico argentino Carlos A. Scolari (co-antologador de Lostología y narrador de Narrativas Transmedias) idearon y realizaron hace un año un MOOC (acrónimo en inglés de curso online masivo y masivo), a través de la plataforma virtual Miríada X,  llamado “La Tercera Era de Oro de la Televisión”, que decidí cursar. Ahí, ellos mismos fueron parte de los que analizaron varias series como X-Files. Entre otros aspectos, ellos señalaron que esa serie significó particularmente un replanteo de la forma de representación del poder gubernamental, es decir, como una figura siniestra, un constante conspirador y encubridor. Sin embargo, lo que me pareció más ineresante fueron los esquemas narrativos que estableció Chris Carter, que de alguna forman hoy continúan: por un lado, las historias autoconclusivas de cada capítulo; por otro, la macrohistoria de la serie (la invasión alienígena y la resistencia desde la Tierra); y, en tercer lugar, que cada temporada marcaba la evolución de los personajes principales. 

Gloria Salvadó, otra de las académicas de ese MOOC, se centralizó en los finales de las series gringas, de esas en las que descubrimos que la pregunta que nos plantearon al inicio, no se resuelve completamente al final. Es más, el placer no estaría en el final mismo sino en el proceso de ir armando uno mismo las piezas, ese aparente caos que poco a poco va cobrando sentido, como el ojo que se abre que sale al inicio de Lost, y el ojo que se cierra, en su epílogo. 

Je suis Walter White

Nunca antes habían coexistido tantas ficciones televisivas de alta calidad ni tanta pluralidad. Como aseguró el mismo Jordi Carrión en una entrevista, “las series, con sus flash-forwards y sus contrapuntos y sus acelerones y sus páginas webs y sus wikis están cambiando no solo la literatura, sino nuestros cerebros. Y por tanto nuestras formas de lectura”. Hoy podemos leer y consumir las series reconociendo el aporte e inspiración que han recibido de la tradición literaria y cinematográfica. No podríamos entender la serie original de Star Trek sin Asimov ni la Guerra Fría, The Walking Dead sin George Romero ni John Russo; Lost, sin La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; The Wire, sin el cine de Sidney Lumet y Spike Lee; True Detective, sin Nietzsche, Cioran ni Laird Barron, etc.

“Por primera vez quien sanciona, organiza, canoniza un lenguaje artístico (en este caso: las series, el transmedia y los videojuegos) no es la Academia o la Crítica, sino la masa crítica, amorfa, global”, asegura Carrión, y nosotros “(no los cuatro académicos, [sino] los millones de televidentes) hemos decidido que Breaking Bad es una obra maestra, y lo hemos hecho en tiempo presente”. 

Seguiremos siendo esa masa amorfa que adorará a personajes como Walter White (pero no a Walter Blanco de Metástasis, por dios), quien luego de ganarse sus cientos de miles de dólares con la venta de metanfetamina, los guardará en el ducto de aire del cuarto del bebé que está por nacer y cuando Skyler le exija explicaciones, no solo se justifique diciendo “lo hice por la familia”, sino también –y con toda la desfachatez de las verdades desnudas– “lo hice por mí”. Y así lo haremos, con todas series venideras…

Nota: Este texto fue leído en una mesa sobre series de TV y literatura durante la última feria del libro de Guayaquil.

El peso del hijo


Una serie que no continúa la historia de la temporada pasada, sino que se transforma en otra cosa, en una especie de reflexión sobre sí misma, sobre los rigores de la continuidad, sobre la responsabilidad de seguir adelante porque hay algo que depende de nosotros. True Detective, en su segunda temporada, se ha vuelto un despropósito para muchos, pero ese rechazo se disuelve con facilidad, sobre todo porque al dejar de lado el nihilismo de la genial primera temporada, la serie entra en un terreno mucho más complicado y pantanoso. True Detective 2 es un riesgo, un salto al vacío. El resultado no es 100% perfecto, desde luego, pero no deja de ser una maravilla.

Esta vez, como ramificación y extensión de la idea central que articula la serie —el policial no busca resolver el crimen, sino sobrevivir la avalancha—, salimos del aire rural para entrar a un espacio urbano en el que también hay poderosos que hacen lo que les da la gana, engaños, crímenes, cuerpos mutilados… pero hay más. Es otro panorama el que Nic Pizzolato —creador, productor ejecutivo y guionista de la serie— nos pone al frente. Porque todo, absolutamente todo en esta historia está cruzado por la idea de la paternidad/maternidad y relación entre los padres con sus hijos, desde las ausencias, el contacto, la distancia, el deseo, la sorpresa, el dolor, la destrucción y la expiación. No hay relato contemporáneo y televisivo más crudo en este momento acerca de la biológica, pero no por eso natural relación entre los padres y su descendencia.

Pizzolato da en el clavo ahí, porque sus personajes centrales son manifestaciones de este síntoma —Ray Velcoro, un Collin Farrell que por primera vez en su carrera te hace querer abrazarlo; Ani Bezzerides, interpretada por Rachel McAdams; Paul Woodrugh, un Taylor Kitsch que sigue tratando de dejar su marca y no lo hace mal, y Frank y Jordan Semyon, que son representados por un Vince Vaughn con un par de momentos magistrales y una Kelly Reilly que fue lo mejor de la temporada. Todos buscan lidiar con la idea del hijo o con el peso de ser hijos y no importa tanto el entorno o el caso, interesan las sombras que van o no a aclararse.

El hijo es un peso en esta obra de Pizzolato —que a diferencia de la temporada anterior, en la que Cary Fukunaga dirigió todos los episodios, tenemos a cinco directores encargados de los ocho capítulos. Esa figura, real, en camino o fantasmal, es la que determina mucho, sobre todo las tragedias. Un funcionario del municipio de la ciudad de Vinci —inventada para la serie— aparece muerto, con los ojos quemados con ácido. Este cuerpo, el de Ben Caspere, es el detonante: tres agentes de varias fuerzas convergen en la investigación, que toca a un mafioso local (Semyon), quien estaba haciendo tratos comerciales con Caspere y de la noche a la mañana ve cómo su contacto está muerto, su negocio no está cerrado y su dinero desaparece. Ray Velcoro es el policía corrupto que está luchando por la custodia de su hijo; Woodrugh no se acepta como gay por esa presión sobrehumana que carga por ser una “persona de bien”, además de tener un hijo en camino, y Bezerrides se enfrenta a su imagen de mujer implacable y distante, sobreviviendo a las heridas provocadas por unos padres negligentes que permitieron un abuso cuando era niña. No hay manera de que el hijo no destroce o salga destrozado. El caso abre todo un panorama de corrupción y se cruza con un crimen de hace más de 20 años, que dejó a dos niños en la orfandad. Los hijos cargan con esas sombras que sus padres vivieron.

Pizzolato no toma recaudos. La desesperación y la oscuridad de su obra —su trabajo literario comparte todo el ADN posible con sus guiones— se enfrentan a una pequeña sensación de respiro al final, cuando no hay nada, cuando sobrevive el más apto. Los hijos son la perdición (como en el caso de Velcoro), su ausencia es la destrucción de cualquiera (lo reflejan los Semyon), su libertad es dolor profundo (como pasa con Bezzerides) y su responsabilidad es una carga insoportable (como lo atestigua Woodrugh). La relación afectiva no es un espacio de paz, es tensión, es búsqueda y batalla. El crimen revela algo más y no necesitamos que se resuelva, aunque esta vez, Pizzolato decide darnos un poco más de resolución, e incluso reivindica la figura femenina como la única capaz de sobrevivir en medio del caos. Aunque bueno, eso sucede por un sacrificio masculino.

True Detective 2 es una buena temporada de una buena serie. No pasa por ser un destello lo que fue la anterior. Es una dimensión adicional al drama del Rusty Cohle del año pasado —ese personaje que nunca debemos olvidar que existió y que interpretara Matthew McConaughey—, que nos permite experimentar una narración que visualmente puede funcionar, removerte, lastimarte —el cierre del capítulo cuatro de la temporada, con una masacre de civiles es realmente impactante— y hasta frustrarte —Woodrugh es el real personaje trágico de esta historia que tiene un desenlace que te rompe el corazón. Este es otro tipo de televisión, la que no se centra en cambiar el modelo de cómo la vemos, ni la que quiere arriesgar historias novedosas. True Detective está para desangrar ante nosotros a personajes que se han dejado chupar la sangre en otro momento de su vida. Los agarramos en un punto equis y en ese ejercicio son capaces de revelar lo que tienen adentro, no para nuestro deleite, sino para nuestra comunión con la desesperanza.

¿Habrá tercera temporada? De acuerdo a HBO, todo dependerá de la decisión de Nic Pizzolato, pero ellos quieren seguir haciéndola. ¿Interesa que Quentin Tarantino haya dicho hace poco que es una serie horrible? No. Nada de eso interesa, solo la posibilidad de que se sigan escribiendo historias así, que toman un género y lo entierran en sus personajes. Eso, para mí, merece una celebración.


jueves, agosto 20

Shakespeare en el cine: apuntes fantasmas


UNO

Hablar de adaptación es hablar de supervivencia. Y no deja de ser gracioso leer esto aquí en Guayaquil, a un vuelo de corta distancia de Galápagos, una tierra que sí sabe de adaptaciones. Y adaptarse es cambiar, transformarse, a veces con resultados felices y otros no tanto. Y en el caso de las obras de Shakespeare las adaptaciones y transformaciones han sido muchas. Y así nuestro querido Will no muere nunca: una especie de zombi —ahora que están tan de moda, y estoy segura de que, en algún lado, debe haber un cineasta maquinando adaptaciones zombi de Hamlet, Romeo y Julieta o Macbeth. Y probablemente Rodrigo Fresán escribiría una grandiosa novela sobre eso.
Pero sigamos.

DOS

Hablar de adaptación es hablar de la supervivencia de una obra pero, por sobre todo, una supervivencia de la belleza. Hace un tiempo leí un libro de Elaine Scarry, On Beauty and Being Just, en el que definía a quienes estudiaban (pregrado, postgrado, etc.) como personas que intentaban ponerse siempre, una y otra vez, en el camino de la belleza. En otras palabras: unos junkies. Eso somos los lectores y los espectadores también (sin tanto título y dinero invertido): unos junkies de la belleza. Y la belleza de la obra de Shakespeare es lo que sobrevive todas las veces —con mejores o peores actores, con mejores o peores decisiones de parte de directores y productores— nada le gana a la belleza. Y adaptar las obras de Shakespeare es dejar que esa belleza hable por nosotros, por nuestro tiempo, y diga algo: diferente e igual a la vez.

TRES

Hablar de adaptación es hablar de repetición. Una adaptación es un viaje en el tiempo.

CUATRO

Hablar de las adaptaciones fílmicas de la obra de Shakespeare es tener confianza en que el tiempo pasa y no pasa a la vez.

CINCO

Recomendar: sean libros, películas, canciones, es también jugar con el tiempo y apostar por la belleza. Seleccionar algo (¿una selección natural?) y esperar que perdure. 
Yo tengo una adaptación favorita de Shakespeare. No es la más académicamente pertinente ni la más pop pero se ha quedado conmigo desde su estreno en el 2000 (y ya han pasado quince años, caray). Se trata de la adaptación de Hamlet a cargo de Michael Almereyda y con el príncipe interpretado por un joven Ethan Hawke. Ofelia, por cierto, a cargo de Julia Stiles que, hay que decirlo, es como la reina pop de las adaptaciones del autor inglés: está aquí y también en Diez cosas que odio de ti (adaptación de La fierecilla domada) y en O (adaptación de Otelo). Perdón por la digresión. Igual ,me pregunto en qué estará Julia Stiles ahora. Alguien más afectado por la selección natural de Hollywood, tal vez.
En el Hamlet de Almereyda, en lugar de un reino tenemos a la corporación Denmark; en vez de reyes, CEOs. Y el monólogo de Hamlet se da en una tienda de videos, el Blockbuster que en paz descanse. Y así, mientras Hamlet se pasea por los pasillos de la tienda (y otro minuto de silencio por la experiencia de ir a uno de esos lugares, esos flaneurs de la ficción que nada tienen que ver con los impacientes de Netflix), empantanado en su indecisión, embotellando la rabia, la culpa, la frustración, vemos en los pasillos el letrero de ACTION y, en las pantallas, imágenes de fuego y violencia. Porque el trabajo que hace Almereyda es el del found object, un juego precioso con los objetos que van dejando claves sobre lo que vendrá, lo que no se dice: la idea de vigilancia se da por cámaras y espacios donde se privilegia la transparencia; el final de Ofelia por su cercanía con fuentes e imágenes de agua en general.

SEIS

Hablar de adaptaciones es hablar de cosas que perduran.
Hablar de adaptación es hablar del riesgo de la obsolescencia.
Porque adaptar es arriesgarse.

SIETE

Tan parecidas que son las palabras adolescencia y obsolescencia.
En el Hamlet de Almereyda tenemos las dos cosas. Por primera vez, Hamlet es joven. Las representaciones del pasado lo habían dejado siempre tan adulto, y sus dudas y cuestionamientos estaban teñidas por esa adultez. El Hamlet de Ethan Hawke es vulnerable. Tiene miedo y se le nota. No sabe qué hacer y se le nota. En lugar de enfrentarse a la realidad (y no solo la realidad de la venganza sino la del amor) se escuda en pantallas. El Hamlet de Hawke está filmando todo el tiempo. Filma a Ophelia y se queda absorto mirando la imagen (cuando la verdadera Ophelia está solo unos pasos más allá), se habla a sí mismo, se filma. En vez de espejito, espejito, tenemos un pantallita, pantallita, quien es el más indeciso. Quién es el más perturbado. 

OCHO

Las pantallas del Hamlet de Almereyda (también y tan bien ambientado en Manhattan, con letreros luminosos y edificios que en lugar de paredes son solo cristal) transforman el texto de Shakespeare y hoy se siente moderno y obsoleto a la vez. Una contradicción. Como el mismo Hamlet.
Las pantallas escarban en la belleza de la obra: qué significa el duelo, qué significa que algo que queremos no se vaya nunca, no se pueda ir nunca, no queramos que se vaya nunca.
Qué significa la muerte hoy en el Planeta de las Pantallas. Qué significa el duelo de un padre (o un hermano, o un novio, o una hija) en un mundo de miles de fotos tomadas en el celular, de muros de Facebook donde podemos seguir dejando mensajes a alguien que ya no puede leerlos, de videos que funcionan a veces mejor que los recuerdos. Si la diferencia entre el duelo y la melancolía para Freud —y perdonen que me ponga académica por un segundo— era que, en el primero, es posible dejar atrás el pasado y seguir adelante mientras, en el segundo, el pasado se confunde con el presente y solo nos queda un loop de repetición compulsiva, las pantallas y tecnologías que utiliza Almereyda no hacen sino subrayar ese aullido animal que es el duelo. 

NUEVE

Y en este mundo de pantallas: ¿qué es un fantasma?
¿Qué hacemos con los fantasmas?
Tal vez toda adaptación es una casa embrujada. 
Tal vez la adaptación es el fantasma que nunca se va.

DIEZ

Una adaptación no es nunca una respuesta.
Una adaptación es una pregunta.
Es la pregunta.



Nota: Este texto fue leído en una mesa sobre Shakespeare y el cine durante la última feria del libro de Guayaquil.

martes, julio 28

La Descorrupción, una película irreverente



La directora de cine María Emilia García, en una entrevista para Matavilela sobre su película La Descorrupción, dijo: "No creo que el cine nacional tenga que decir nada en particular. Generalmente, en países con poca producción como el nuestro siempre hay esa angustia por querer descubrir nuestra identidad en las películas que se producen". La Descorrupción, que se pre-estrenó el pasado 17 de julio, representa esa premisa: no todo el cine ecuatoriano debe explorar nuestra identidad.

La película recorre la vida de una empleada pública que, esperanzada con la llegada de un nuevo gobierno, termina tomando la justicia por su propia mano al descubrir que los nuevos funcionarios son presa fácil del virus de la corrupción. Si bien La Descorrupción no es la primera película que se produce en Ecuador bajo la categoría de comedia negra, su singularidad radica, precisamente, en que no busca que el espectador se identifique con la historia o con los actores, de manera que refleje la identidad de determinado individuo o grupo social, sino que sirva precisamente como catarsis ante hechos no muy lejanos a nuestra realidad.

García, quien además escribió el guión de la película, afirma que La Descorrupción rompe, en términos de la trama, los esquemas de las películas ecuatorianas que tradicionalmente se hicieron o hacen en el país: "Quisimos distanciar la película lo más posible de la realidad ecuatoriana, aunque como trata un tema tan universal como lo es la corrupción, puede que sí lleguen a sentirse identificados. Esto tampoco es malo porque todos en algún momento hemos querido actuar o que se haga algo en contra de la corrupción, entonces ver esta película podría resultarles en una experiencia catártica".


La Descorrupción es una película irreverente, dice García, en la medida en que el personaje principal se toma la justicia por su cuenta, yéndose en contra de las convenciones morales. Pero hay otros factores que la hacen así. El hecho de que no haya insultos o desnudos se pueden contar como ejemplo.

El limitado presupuesto también debe ser considerado como un factor irreverente. El equipo de producción de la película echó mano a todos los recursos posibles para recaudar fondos y optimizar los recursos disponibles. Se lanzó una campaña de crowdfunding, aunque no obtuvo el éxito esperado; también se recolectó dinero en universidades de Guayaquil; se vendió souvenirs relacionados con la película; y se recurrió a medios tradicionales de financiamiento como los auspicios. Jenniffer Núñez, asistente de producción, comenta como anécdota que, además de hacer peinados, claqueta, y otras cosas que demandaba su rol, también tuvo que hacer de extra: "Creo que todos en el equipo, o al menos la mayoría, fue extra en algún momento". Al final, la película se produjo con un presupuesto de 17 mil dólares. En un mercado como el nuestro, donde los largometrajes superan fácilmente los USD 150 mil, esta película se convierte en una propuesta irreverentemente exitosa.

La Descorrupción convece, cautiva. Aunque con pequeños desaciertos, la calidad del audio en algunas escenas, un actor y una que otra escena que no convence. La película tiene muchos méritos, si tomamos en cuenta el limitado presupuesto. La evolución o involución de 31X, su personaje principal, por ejemplo, es honesta y verosímil. La utopía o distopía no parece tan ajena ni remota. María Emilia García dice que cuando una historia logra hacer que el espectador se pregunte qué va a pasar con el personaje principal, ha conseguido su objetivo: "Es ahí cuando puedes decir que has logrado atrapar al espectador. Puede que en el camino el espectador tenga objeciones sobre la actuación o la coherencia de la trama, o lo que sea, pero una vez que logras sembrar la intriga, el espectador te va a perdonar el resto y va a querer ver la película hasta el final solo para saber el desenlace".

Los hechos de la película suceden en un país X, un mundo disociado del nuestro, pero cuyos referentes permanecen, la corrupción. En el filme, el personaje principal, Ciudadana 31X, protagonizado por Ángela Peñaherrera, es capaz de calcular cuántos días le toma a un nuevo funcionario público volverse corrupto. Esta historia está ligada a filmes muchos más ambiciosos en presupuesto como Asalto a Wall Street, pero mucho más cercana es la serie española llamada La revolución de los ángeles, en la que una enferma de cáncer terminal asesina al Ministro de Sanidad y cuelga su confesión en un video en YouTube. En menos de 24 horas, tres políticos más son asesinados por otros enfermos terminales. La serie, al igual que La Descorrupción, también se financió bajo el formato de crowdfunding, recogiendo 10,500 euros.

El cine nacional y el espectador 

Hay un reto al que las producciones nacionales se enfrentan una vez terminada su producción: el poco público. Desde la creación del CNCine en 2006 y la implementación del Fondo de Fomento Cinematográfico para producciones nacionales, los proyectos fílmicos estrenados pasaron de dos en el 2007 a dieciséis en el 2014, según datos del CNCine. Pero algo curioso sucede con el público. Si bien Ecuador, junto a Costa Rica y Argentina, se cuenta entre los países que más va al cine, según una encuesta del 2013, el ecuatoriano no necesariamente ve cine nacional.
PELÍCULAS ECUATORIANAS ESTRENADAS
"Que las películas nacionales tengan cada vez menos espectadores, también es un indicador de que hay una desconexión con el público", dice García. Según datos del mismo CNCine, en el 2007 40 mil personas entraron a las salas de cine a ver una película ecuatoriana. Si relacionamos esa cifra con la cantidad de películas que se estrenaron, cada filme tuvo un promedio de 20 mil espectadores. La cantidad de público fue incrementado, llegando a más de 300 mil en el 2011, año en en el que se estrenaron cuatro películas.

NÚMERO DE ESPECTADORES
Sin embargo, algo ocurrió. En los años en que más películas se estrenaban en el país, el público iba decreciendo. En el 2012, se estrenaron seis películas, en el 2013, trece y en el 2014, dieciséis. Pero los espectadores disminuyeron a 170 mil en el 2012, 229 mil en el 2013 y, en el año que más películas se estrenaron en Ecuador, la cantidad de público no superó las 85 mil personas

María Emilia García afirma que, si seguimos haciendo películas que el público no quiere ver, la valoración del cine nacional va a caer: "Vamos a perder lo que logró Sebastián Cordero con Ratas, ratones y rateros. También creo que a veces no le damos al cine nacional la oportunidad que merece, porque hay propuestas muy buenas que la gente simplemente no se anima a ir a ver, entonces creo que hay que analizar también cómo podemos llamar de nuevo la atención del público. Tal vez buscar formas de distribución alternativas."

Es, precisamente, en esa etapa en la que se encuentra al momento La Descorrupción, planificando la distribución de la película por vías alternativas. En los próximos dos meses, es probable que se estrene primero en el canal de la Universidad Católica de Guayaquil y luego se venda en formato DVD y a través de plataformas virtuales como Vimeo.


martes, junio 23

Gótico californiano


Esta nueva temporada de True Detective, creada y escrita por Nic Pizzolatto, se traslada de Louisiana a California. Aunque con diferentes personajes y trama, la serie mantiene sus motivos principales; es decir, no deja de ser un policial noir con toques del género gótico —que combina el horror con lo sobrenatural y algunos temas del romanticismo.

Cary Fukunaga, el director de la primera temporada, fue sustituido por Justin Lin, quien es más conocido por haber dirigido algunas películas de la más o menos infame franquicia de Fast & Furious. Pero antes filmó Better Luck Tomorrow, un drama de crimen que fue muy bien recibido por la crítica. Así que Lin sabe manejar grupos grandes en cámara y sobre todo sabe cómo filmarlos en situaciones no del todo legales.
Una escena magistral con Lera Lynn tocando en vivo
Si antes la influencia principal de Pizzolatto había sido el gótico sureño y el horror filosófico de Thomas Ligotti, ahora el ambiente es puro policial de California: capos que buscan legalizar sus negocios, hippies viejos, actrices que manejan ebrias, policías corruptos, mansiones rebosantes de arte contemporáneo y simbolismo kitsch —incluyendo, quizás, el culto a la Santa Muerte—, y grandes autopistas rodeadas de zonas industriales.

El escenario es Vinci, una ciudad ficticia casi deshabitada que sirve como lavadora industrial de dinero. Esto puede frenar a ciertos espectadores que antes, durante la primera temporada, creían que todo lo que veían podría o pudo haber ocurrido. Ahora hay una capa de ficción que funciona como telón, la tan mentada cuarta pared.

Aunque no es ideal comparar una temporada con la otra, sí es necesario encontrar los puntos en que ambas se encuentran o se separan, porque la serie tiene el mismo creador y debe mantener su solidez. Es ahí donde Pizzolatto tiene su punto débil, como si se hubiera visto forzado a buscar otras influencias extrañas para él y al mismo tiempo hacerle caso a los reclamos del público.


El personaje de Rachel McAdams se llama Antigone (hija de Edipo y Yocasta), su hermana es Athena (mal llamada diosa del amor en la serie; en realidad, es la diosa de la sabiduría y la compañía de los héroes) y su padre, con quien padece de daddy issues, es un hippie que da clases en el instituto Panticapaeum (una antigua ciudad griega). Todo muy superficial y algo obvio. ¿Tendremos que leer a los griegos otra vez? Quizás no.

Taylor Kitsch interpreta a Paul, un exmilitar con traumas evidentes (cicatrices en su cuerpo) y exageradamente cariacontecido, incluso cuando su novia —Adria, la hija de Ricardo Arjona, dicho sea de paso— le hace una felación. Él es quien descubre el cadáver sin ojos de Ben Caspere, el funcionario a quien todos buscan, al pie de una carretera.

Finalmente, Colin Farrell, quien parece que sí sabe actuar, es Raymond Velcoro, un policía al servicio de Vince Vaughn, el capo. Ray empezó a trabajar para este mafioso cuando su mujer fue violada y este lo ayudó a encontrar al culpable. Fruto de esa violación, aparentemente, es Chad, el hijo gordito de Ray quien sufre de bullying. Un punto alto de este confuso capítulo es cuando Ray va a la casa del abusador de Chad y hace que vea cómo golpea a su padre.

Antes de condenar a Pizzolatto de violento y machista, asombra ver que en este nuevo comienzo no hay desnudos explícitos ni escenas fuertes de sexo, además de que se ha incluido más de un personaje femenino con tendencia a resaltar. Es como si el lobby de la corrección política se haya impuesto sobre Pizzolatto, con las consecuencias de que los temas que mejor maneja este autor se hayan desplomado.


Y aunque hay una mujer desaparecida, un cadáver y un asesino que va por ahí con una máscara de cuervo, los casos en True Detective son accesorios. Lo que importa es el personaje de historia torcida que se busca a sí mismo. Esa búsqueda es la esencia de la serie, y su final, la posible redención apoteósica: el verdadero policía. Ahora hay un trío de caracteres, hasta ahora poco desarrollados, que deberán conocerse y aprender a confiar en el otro.

Rustin Cohle decía que solo hay una historia: la luz contra la oscuridad. Por esa vía habría que internarse para desentrañar esta nueva temporada. No se puede esperar nada demasiado malo si los capítulos se siguen abriendo con Leonard Cohen ("Nevermind" se escribió primero como poema) y cerrando con Nick Cave.