POR: JORGE VELASCO MACKENZIE
Nunca había visto el color de esas puertas metálicas cerradas. Se enrollaban hacia dentro y yo jamás al trasponer la entrada miré arriba, todo el tiempo mi vista iba directo hacia dentro, a las mesas del fondo, o a la barra desierta; podía sentarme en mi rincón favorito, escogiendo aquel banco alto, arrimarme a la pared y quedarme ahí toda la tarde, leyendo diarios, revistas, revisando mis textos y bebiendo cerveza mientras la gente caminaba en la calle. Floresmilo, un viejo vaporino ya retirado, su propietario fundador, estaba del otro lado, en la caja registradora que era pequeña, negra y de manivela, me conocía desde muchos años atrás, cuando ni pensaba que algún día iba a subir a la fronda, más bien le temía por todo lo que contaban de ella. A veces solía acercarse para hablar, preguntaba cosas del país, de nuestras mujeres o por los amigos que se habían ido, muertos o en viajes largos, sin retorno, como el que emprendió Fernando, el poeta encadenado en la isla del Carmen. Don Flores, como lo llamaban, tenía un gran lunar en la mitad de la cara, decían los meseros que a ellos no los trataba como a nosotros, que siempre negaba adelantos, regateaba las horas extra y maldecía cuando las ganancias no eran buenas, entonces su lunar se movía en su rostro, hasta cambiaba de color y se oscurecía más. No lo sé, el conde Martillo algunas veces escribió reportajes sobre él, sobre los artistas que habían llegado allá, o los señores más encumbrados: políticos, empresarios, ídolos de fútbol o campeones de box. De todos a quienes más recordaba era a las parejas que se habían conocido ahí y se casaron después, conservaba recuerdos de sus bodas, apliques, llaveros, azahares de solapa, era un pequeño museo de amor o del odio, como protestó una de las novias que fue abandonada en pleno altar. Solo a los más allegados don Flores les contaba la historia del nombre del bar, era una buena historia que él ilustraba señalando la fotografía de un barco anclado frente a los muelles de Brooklyn. Tampoco nunca, como el color de las puertas, vi a Floresmilo beber, fumaba un par de cigarrillos en las noches, “para alejar el sueño”, decía, y controlaba las mesas donde atendían Miguel, el bautista, y Tomás, un gordo blanco con pinta de serrano que ahora no sé dónde andará, tenía la muerte marcada en la cara, desde la frente hasta el mentón, era diabético y pasaba el turno alejándose de los objetos que pudieran cortarlo o herirlo: copas rotas, platos quebrados, cuchillos, nunca sucedió nada. Miguel, en cambio, era un solterón de sesenta años, su apellido era Bautista, lamentando que no se hubiera llamado Juan. Todos eran nuestros amigos, o enemigos, como ese temible manabita, oriundo de El Anegado, un recinto de macheteros en lo hondo de un valle de la muerte, repleto de cuatreros y asesinos. Fue el primero en partir, dicen que se fue a su tierra bendita, que era capaz hasta de dar uvas, según él, donde sus hijos formaron una banda que se dedicaba a sembrar el terror y marihuana chola hasta que los apresaron a todos, menos al manaba, nadie sabe por qué. Mi amigo Lucas Mora no era asiduo del bar, decía que le cansaba ver llegar a todos esos vagos para pelar al viejo de las flores manchadas, como nombraba al dueño, pero cuando conoció a Benítez y al loco Ugarte, que empujaba un coche de bebé llevando encima a un perro, cambió de parecer y decidió hacer del bar su sitio de encuentros cercanos del primer tipo, “de primeros locos”, dijo hablando con la boca llena de espuma de cerveza, que lo hacía parecer como si tuviera rabia mala. La rocola era una vieja Wurlitzer de los tiempos cuando el país tenía moneda propia y Corte Suprema de Justicia, los enamorados y los juristas venían a celebrar sus uniones o sus pleitos ganados con música de Jota Jota o los Ángeles Negros, entonces tenían que cambiar un dólar por un sucre para tocar la rocola. Cuando sucedió lo peor no faltó quien le echara la culpa al viejo Oberón que hacía tiempo no llegaba por ahí, fueron Hernán Zúñiga y su mujer la coneja Cecilia, tal vez también la hija de ambos a la que bautizaron Trilce, porque en aquellos tiempos el pintor andaba leyendo mucho a César Vallejo. Imagínense: si yo hubiera tenido una hija con Luciana cuando andaba entusiasmado con la poesía de Hugo Mayo la hubiera bautizado Chamarasca, o lo que es peor, Paradiso, si naciera hombre, por lo de la novela de Lezama Lima. Ellos aseguraron haber visto a Trista Gálvez acercarse a ocupar un sitio en la barra. Sacó un mantel o tapete tejido en punto cruz, después una rama cortada de mata de guasmo y la puso debajo diciendo: “Trinidad santísima del mal. Mirroch, Betu y Baroc, castigad a este viejo insolente que me ha hecho mal al no venderme tres cervezas heladas”. Dio tres golpes sobre el tapete y la gente comenzó a levantarse para irse dejando los vasos a medio consumir, los sánduches medio mascados y los cigarrillos encendidos. Te lo juro, negro, terminó ella de decir. Fue el comienzo del fin de cuarenta y cinco años de atención, el Montreal había comenzado a zozobrar en el mar de la calle, y el viejo capitán, maniobrando el timón de la caja registradora, encendiendo la sirena de la Wurlitzer, arengando a la tripulación a toda máquina, no podía dominarlo hasta que encalló. Fue un amanecer del lunes más largo del medio siglo, me asomaba a los portales de la Casa de la Cultura y vi las puertas grises como mármol de tumba, los meseros afuera llorosos y los pasajeros peor, con las manos en los bolsillos, tocando el filo de las monedas y la hoja de los billetes, entonces me acerqué como pude a Verónica, la muchacha que vendía diarios en el portal me dijo: “Doctor Zacarías, se hundió el Montreal. Cuenta se ahoga”.
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Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 1949). Narrador, catedrático universitario y ensayista. Coordinó los Talleres Literarios del Banco Central en Guayaquil; Casa de la Cultura de Quito y Guayaquil. Ha ejercido por varios años el periodismo cultural en periódicos y revistas locales. Conformó el grupo "Sicoseo”. Palabra tomada del argot guayaquileño. Sus miembros aspiraban a devolver a los temas populares cierto valor estético, desacralizar la literatura con una nueva actitud frente al trabajo literario. Sicoseo se haría un grupo famoso pues fue cuna de escritores reconocidos.