POR: MIGUEL MUÑOZ
Nacido y criado en la pampa
húmeda argentina, Diego Fonseca es uno de los puntos de referencia del periodismo
latinoamericano. Ha editado las antologías Crecer
a golpes: Crónicas y ensayos a cuarenta años de Allende y Pinochet y, junto
a Aileen El-Kadi, Sam no es mi tío:
veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano. Es editor de la
revista Etiqueta Negra y colabora frecuentemente para diversos medios
internacionales.
Fonseca visitó recientemente
Ecuador para dar varios talleres en torno a la crónica, y en Matavilela aprovechamos la ocasión para
entrevistarlo sobre este manido tema y establecer ciertos puntos de interés que
permitan una discusión actual y necesaria.
Dejando de lado el tópico de que no se puede enseñar a escribir, ¿qué
sería, según tu experiencia, lo que se puede aprender en un taller y qué lo que
es exclusivo del talento?
Se aprende orden,
planificación, técnica. Es como entrenar al fútbol: puedes tener talento
natural, pero debes mejorarlo. Un taller te permite revisar tu experiencia a la
luz de otras experiencias. Si escribir es en una gran medida un ejercicio de
copia, repetición, robo, reedición, si crear un estilo propio es masticarse mil
otros estilos, pues en un taller, con un buen tallerista, puedes hasta
encontrar tu propio modo de narrar. Nada se resuelve de una sola vez, de todos
modos.
Es un riesgo intentar definir
qué queda para el talento. Muy a menudo, la primera respuesta que tengo es:
quién sabe. A veces creo que es una paradoja: el talento como el choque
eléctrico de una epifanía permanente. O sea, ves, detectas algo, y tienes la
capacidad de mantener el zeitgeist hasta, tal vez, agotar un tema. Maya Angelou
decía que entendemos el talento tanto como entendemos la electricidad.
Si se afirma que hay una disminución en el interés por el periodismo
tradicional y los diarios impresos, ¿cuál es el lugar y el soporte ideal para
la crónica hoy? ¿No se opone su forma al modo de lectura en Internet?
Internet —o la disponibilidad
de información 24/7 y al instante en múltiples plataformas— nos mete en una
realidad líquida —si sigo con Angelou, en una corriente continua. Nada, diría
Bauman, parece cristalizar que ya cambió. Todos necesitamos certidumbres, y eso
significa que en algún momento es preciso poner un freno a la rueda para pensar
con detenimiento: ahí tienes al largo formato para eso. Ordena, da profundidad,
estructura ideas dispersas alrededor de un tema. Te da, si quieres, una pequeña
enciclopedia. No sé si todos los días se puedan leer tres o cuatro o diez
textos extensos, pero estoy seguro de que al menos un par de veces a la semana
es importante.
Parece que la crónica
—prefiero hablar de largo formato— tiene un lugar conquistado en las revistas,
en los libros y, en alguna medida, en publicaciones electrónicas. No sé si sean
las definitivas. Está claro que el largo formato precisa espacio, por su
extensión. Las revistas suelen pedir textos de hasta 3.000 o 4.000 palabras;
para los libros yo suelo encargar alrededor de lo mismo o un poco más —hay
excepciones: si el tema está escrito de manera brillante, no me fijo límites de
extensión. En internet tienes la posibilidad de escribir cuanto desees pero el
desafío de mantener el interés es mayor: la pantalla llama a abrir más ventanas
y saltar de una a otra; el papel siempre implica un instante de privacidad, aun
es el palo en la rueda del movimiento perpetuo.
La crónica está evidentemente ligada al autor y su voz. ¿Cómo define y
en qué ayuda la imposición de una subjetividad al género de la crónica? Pienso
en Sam no es mi tío y en Crecer a golpes, que atraen lectores por
la lista de autores, más que por el género.
El mérito de la crónica, que
no es nuevo, es hacer visible la subjetividad, romper con el mito de la
objetividad periodística. Martín Caparrós suele decir que incluso los textos en
tercera persona se escriben desde el yo, y estoy de acuerdo. La realidad es una
representación que, como tal, construimos en base a nuestros prejuicios,
elecciones. No somos un producto de laboratorio sino hijos de la circunstancia.
Sin necesidad de ser estructuralista, está claro que no hay una verdad sino verdades,
puntos de vista, en complementación, suplementación, competencia. La historia
es un punto de vista, por lo que la subjetividad le es inherente. No se trata,
de todos modos, de que los textos sean un soliloquio pretenciosamente literario
sino que se escribe en base a una historia que existe detrás, una colección de
hechos y acciones, un proceso. La subjetividad incide en ese proceso, incluso
en la selección de dónde pongo el foco, qué miraré y qué dejaré fuera, de qué
modo la historia genera el mayor impacto posible en un lector.
¿Qué es lo que debe predominar, el elemento periodístico, el estilo o
la forma? Es decir, ¿puede haber una crónica de una visita al supermercado? Y
al revés: ¿sin estilo o forma no sería solo una noticia?
Puede haber una crónica de una
visita al supermercado pero no debe ser una crónica de una visita al
supermercado: por la exposición de hechos y escenas, por mi propio punto de
vista —explícito o implícito—, debe ser una evocación, remitir a algo más. Para
mí, toda historia ha de ser una expresión de los temas universales que nos
identifican a todos, tácita o no: amor, odio, poder, envidia, vanidad y sigue
la lista.
La forma trabaja sobre el
elemento noticioso, lo eleva. Pero no hay crónica sin historia. Quien escribe
un soliloquio estilista no tiene una crónica, tiene una colección de firuletes.
Una crónica no es una acrobacia lingüística para el lucimiento personal: eso es
un castillo en el aire. Una crónica debe tener piernas que le permitan caminar,
y eso sólo lo da una buena historia periodística.
¿Cómo ves la situación actual del periodismo en general y de la crónica
en particular? ¿Hacia dónde va o debería ir?
Como decía antes, los
periodistas son necesarios: ordenan la discusión en el río que es la
omnipresencia de información simultánea. Pero eso, en alguna medida, es un
tanto axiológico. La ontología del mercado de medios dice que pocas empresas
periodísticas en América Latina diseñan un plan de carrera para sus
periodistas. No invierten demasiado en la creación de referencias o marcas. Eso
queda librado a la improvisación o a la ambición y, claro que sí, al talento de
cada autor. No sé si cambie en el corto plazo.
Sobre la crónica, hay gente
que insiste en preguntar por el boom, que no es realista: un boom precisa de
condiciones de sostenibilidad que la crónica no posee. No sé si decir “aún no
posee” o, llanamente, “no posee”. Quiero decir, su público es creciente pero no
diría que es popular y las condiciones de sustentabilidad económica son
limitadas, tanto para los escritores como para muchos medios, en especial
pequeños o nuevos. La mayoría de los medios paga mal, poco y tarde. Escribir
largo formato es una decisión profesional, en el fondo en extremo personal,
cuya dedicación, aun en el caso de las historias mejor remuneradas, nunca se
paga completamente con dinero. Puedes vivir de la crónica en sentido lato —das
clases y talleres, das conferencias, escribes y te pagan por ello, publicas
libros— pero es raro que puedas dedicar tres meses a un texto y te paguen por
esos tres meses en que juegas a ser buzo de profundidad. Esto no significa dar
la excusa precisa a los medios que no desean pagar más sino todo lo contrario.
Un periodista bien pago puede dedicarse a trabajar un tema en profundidad de
manera más intensa a que si tiene que escribir tres o cuatro textos en un mes
para pagar la renta.
He escuchado muchas veces, en
especial entre las editoriales que publican libros, que la crónica no vende más
porque es asunto de mercado; falta de lectores, me han dicho. Algo así como
mucho ruido y pocas nueces. No lo sé. Vengo del periodismo económico y si algo
he visto es que los nichos se crean y las condiciones de comercialización
cambian. En el caso de las editoriales, no veo que piensen creativamente. Están
más en el proceso de consolidación, que les otorgue mayor cuota de mercado, que
en la innovación de procesos. En cuanto a los medios, tal vez el problema
radique en la planificación, que ha quedado presa, de algún modo, del mismo
problema de las editoriales, el apego a un modelo de negocio antiguo,
sobrepasado por las nuevas condiciones de producción. Quizá los directores
comerciales y los gerentes precisan hacer un MBA o asistir a discusiones sobre
nuevas estrategias de financiamiento. Lo que veo es que los medios, en general,
y al menos en América Latina, planean sus pautas todavía en base a la captación
de publicidad o las alianzas comerciales. Sus principales fuentes de
financiamiento son las empresas o los gobiernos, cuando debieran explorar
nuevas iniciativas, con modelos más flexibles de producción, incluso.
Finalmente, el futuro de la
crónica. Primera respuesta: qué se yo. Luego, todo movimiento genera las
condiciones para su destrucción, tiene un periodo de auge y uno de decadencia;
pero todo movimiento, también, tiene la capacidad de mutar. No sé en qué punto
estamos, pero espero que sea el de una nueva transformación. Si, por
definición, lo que llamamos crónica es un mejunje mutante con límites difíciles
de establecer, entonces me resulta raro decir qué es lo que morirá y qué
sobrevivirá o en qué se convertirá. Juan Villoro habla del ornitorrinco, y si
aceptamos eso, entonces la crónica es un producto evolutivo con cierta
capacidad de regenerarse. Y a diferencia de cualquier animal, como es una creación
cultural, puede mutar en algo más mientras haya periodistas y escritores
capaces de pensar. En qué, no sé. Pero si me remito a la historia antigua,
llevamos más de quinientos años del género en la región, desde los primeros
cronistas de Indias, y si ampliamos la mirada, veremos que la humanidad narra
desde siempre: las sagas islandesas; los folktales
del África occidental, centroeuropeas o del Japón; los mitos. Tal vez cambie el
soporte, pero no dejaremos de contar historias.