Fotografía de Vanessa Terán Iturralde |
Estaba amaneciendo y parecía que la ciudad se difuminaba por
la lluvia; el río aumentaba su caudal con rabia, abriéndose camino, luchando
contra el asfalto. Se estaba tragando las construcciones de cemento como si
fueran de cartón y ni ella ni nosotros nos habíamos dado cuenta. Por aquella
época andábamos preocupados con los hallazgos de los cadáveres y sólo queríamos
identificarlos.
Uno del grupo reconoció a la rubia; cuando le pregunté quién
era no me contestó. Tal vez sí lo hizo, pero no entendí la frase, a lo mejor
porque los vaticinios modernos siempre parecen ficciones.
—Es mejor que no sepas, te daría lo mismo. Los muertos
tienen la suerte de poder perder el nombre—, dijo.
Tenía razón, sobre todo porque a lo largo de mi vida había
visto muchas tumbas sin epitafio, sin fecha, sin identificación. Si hubo un
nombre alguna vez grabado hoy ya no se podía leer, lo que era igual a no
haberlo tenido nunca.
—¿Cómo era?—, le pregunté con voz no muy clara.
—Redonda—, contestó para mi sorpresa, pues todavía dudo de
su capacidad auditiva.
La mujer había muerto ahogada; sólo tenía un pañuelo
atigrado largo y afelpado atado al cuello. Se le veía una cicatriz alargada en
el vientre y un aro en la nariz. Si mis ojos no fueran los de un experto
hubiera pensado que era cierta esta muerte por ahogamiento, pero no, a esa
mujer la habían estrangulado al igual que a los otros que fuimos encontrando.
La garúa hizo que me sintiera ansioso porque sabía que
pronto se avecinaría una tormenta. Las calles se convierten en canales
venecianos cuando se descarga el cielo, la basura en góndolas miniaturizadas
que navegan sin sentido ni orden aparente hasta que encuentran el cauce del río
o del estero.
Estoy seguro de que los otros pensaban en los cuerpos
esparcidos por los árboles de los parques, colgados como marionetas, enterrados
en las jardineras como flores frescas.
Escuché un sonido hueco, igual al que producen las caracolas
de mar y me llené de calma, tanto que caí en el sopor típico de la media tarde
en el que bajan las puertas de los negocios y todo parece morir hasta que se
reanuda el comercio. Debe haber sido ese sueño de la tarde el que me llevó a
este sitio.
Si nos hubiésemos dado cuenta de que el río se estaba
tragando a la ciudad como una gran boa, tal vez habría quedado tiempo para las
despedidas, alargando un poco el final único y al mismo tiempo predecible de
las historias de amor, sólo que esta no era una historia de amor, sino la
historia de la Gran Inundación. Porque Guayaquil se destruyó varias veces por
los incendios, pero también por las aguas crecidas que lo fueron sepultando
todo.
Durante las siguientes siete noches y siete días siguieron
apareciendo los cadáveres y la lluvia se intensificó hasta que a la octava mañana salió el sol y se posó
extrañamente sobre la ciudad como observador del curso de los acontecimientos.
Una vez que las aguas empezaron a retroceder dejaron en las aceras, en los
parques y sobre los vehículos los últimos cadáveres que no habían sido
levantados aún.
***
María Paulina Briones Layana (Guayaquil, 1974). Es periodista, profesora y editora.
Posee una Licenciatura en Literatura por la Universidad Católica de Guayaquil y
una Maestría en Edición por la Universidad
de Salamanca. Creó La Casa Morada, empresa de
iniciativas culturales en 2009 y Cadáver Exquisito Ediciones en
2012. En 2013 la Campaña de lectura
Eugenio Espejo editó su primera novela corta, Extrañas. La revista cultural
virtual hispanoamericana El otro lunes publicó un extracto de Extrañas y en
2014, Revista Cultural Latinoamericana
El Guaraguao (n° 44) publicó dos microrrelatos: “Infame, crónica de una
traición” e “Invierno”. En septiembre de este año la editorial argentina Línea
primitiva lanzará su primer libro de relatos: El árbol negro. Actualmente
trabaja en el libro de poemas Otras carnes nobles.