Frente al centralismo de Buenos Aires, que monopoliza la
producción literaria argentina, aparece un fenómeno en la zona del litoral: Juan
José Saer (Santa Fe, 1937 - 2005) con un proyecto de “autonomía” frente a
cualquier esbozo de pretensiones nacionales. Saer propone una escritura
regional que escapa de cualquier concepción del costumbrismo. Un territorio con
aire provinciano y atravesado por una red de ríos se contrapone a
cosmopolitismo urbano de la capital. Pero la literatura de Saer no pudo haber
existido de no haber sido por la poesía del entrerriano Juan L. Ortiz (1896 -
1978). Ortiz, un poeta marginal, anacoreta, encerrado en su casa frente al río
Paraná se convirtió en un personaje de culto del cual gravitaban los jóvenes
artistas del litoral. Saer, uno de estos jóvenes, ve en la poesía de Ortiz la
operación con la que logra fundar su proyecto de autonomía: La literatura en
una concepción materialista.
Cuando
Juan José Saer piensa sobre el precedente que tiene la poesía de Juan L.
Ortiz no indica un escritor como
precursor, sino que señala el lugar preeminente que tiene el paisaje en su
obra. Para lo cual, dice, no hay que entender al paisaje como un determinismo
geográfico, sino como una proyección de la percepción del mundo, una concepción
de origen material que implica un deslumbramiento en el sujeto de todo lo que
se encuentra en su entorno: “El paisaje es enigma y belleza, pretexto para
preguntas y no para exclamaciones, fragmentos del cosmos por el que la palabra
avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más
diminutos, la gracia misteriosa de la materia” (1998: 86). Saer veía a Ortiz
como su precursor y adopta esta preocupación en su obra, en la cual se enfatiza
el tratamiento que debe recibir la materia percibida. Esta materialidad tiene
desarrollos distintos en cada autor, pero resguarda un mismo núcleo; aquel
donde la percepción tiene el lugar privilegiado y sirve para marcar el ritmo en
que se desarrollan los acontecimientos. Bajo este concepto es posible hacer una
lectura cruzada entre los poemas de Ortiz y la escritura fundacional de Saer en
el primigenio cuento “Algo se aproxima”.
María
Teresa Gramuglio, en su trabajo sobre Ortiz, indica que la noción del paisaje
involucra que este se vuelva “como forma, como una selección y una construcción
activas a partir de los elementos aislados percibidos por el sujeto en la
naturaleza, es decir una poiesis en clave estética…” (54). De esta manera el
paisaje existe en tanto invade a la percepción de manera fragmentada; es el
proceso en que lo exterior entra en la consciencia y transmuta en lo humano y
subjetivo. A la vez, esta mirada va en búsqueda de la apropiación del mundo,
mundo que solo adquiere su valor por las sensaciones, que logran ser
transmitidas únicamente en la poesía. Un proceso en donde la realidad se
legitima cuando el poeta logra el verso.
En el
poema de Ortiz “En la noche un ruido del agua…” se ve como el poeta se detiene
ante la sensación auditiva del golpe del agua para detallar la impresión. “En
la noche un ruido de agua / ¿Ruido?
Escuchad el canto. / El agua choca contra el sauce caído / y deshace bajo la
luna toda su red melódica” (67). La naturaleza llega por un elemento aislado,
el cual es un detonante para abarcar un misterio mayor. En el poema se da un
asombro por lo acontecido provocando que el tiempo se detenga y el movimiento
sea una sensación interior: una pregunta acerca del sentido: “¿Canta un triunfo
o es la queja / agreste por la gracia vencida / que en ella se miraba o
temblaba en el día?” (Idem.) Allí donde la naturaleza se exhibe en lo más
sencillo es donde se abre el intersticio en que el poeta y su mirada compenetra
y recrea una dimensión en la que convive lo interior y lo exterior.
Para su
narración Saer contrae la misma cadencia interior que exigía la percepción de
Ortiz: la detención de elementos aislados que no se suceden, sino que se
congregan dentro de la consciencia, y en la voz narradora que busca apresar un
mundo que se escapa acelerando más de lo que hace el entendimiento. Beatriz
Sarlo lo explicó en el ensayo “Narrar la percepción”. Allí explica la
imposibilidad de la ilusión de movimiento que reviste la escritura de Saer. El
movimiento solo puede ser percibido si es descompuesto en unidades temporales y
espaciales. Y lo que hace Saer es precisamente recortar estas unidades,
aislándolas e impidiendo cualquier ilusión de movimiento. La escritura de lo
estático (Sarlo, 1980: 3).
En el
primer libro de Saer, En la zona, está el cuento “Algo se aproxima” que va a
ser programático a toda su obra. En él ya se encuentra el estilo que va a ser
la identidad de la escritura saeriana. El relato goza de la minuciosidad, todo
elemento es narrado presentándose los detalles de los detalles. La percepción
se dilata en la narración para poder encontrar la grandeza en los límites. Un
elemento tras otro se descubre en su autonomía, legitimándose en sí mismo, en
su ubicación dentro de la percepción y por fuera de las unidades temporales.
“—Dame un cigarrillo —dijo. Barco se lo alcanzó; extrajo un paquete de «Saratoga» del bolsillo del pantalón, golpeó su base contra el dorso de la mano empujando un cigarrillo afuera. Él lo tomó y Barco tomó uno para él arrojando después el paquete sobre la mesa. El olor de la carne asándose impregnaba la atmósfera. Ellos habían puesto la mesa a un costado de la columna de humo que ascendía desde la parrilla y atravesaba el tejido basto de la parra. De la calle llegaba el sonido de las campanillas de los tranvías, los automóviles pasando a gran velocidad frente a la puerta de calle, sobre la avenida, y también ladridos de perros y voces humanas semejando atenuados y súbitos estampidos lejanos resonando en el seno del aire quieto.” (Saer, 2004: 504)
La mirada recorre
remolona cada elemento y anula cualquier propiedad kinésica que apunta a la
significación final. Con lo que logra restituir el valor que las
convencionalidades sociales obligan a ignorar: la poesía de la naturaleza, el
valor de los elementos por sí mismos.
En los
versos de Ortiz esta cadencia que articula los elementos se reconoció
formalmente por los teóricos como una
“música”. Daniel Freidemberg lo señala en el prólogo de la Antología de Losada:
“el transcurrir del poema orticiano se ve metaforizado en la expresión “hilo de flauta” usada por el autor varias veces. Por las delicadas sonoridades cristalinas que pueblan los versos y porque antes que cualquier otra cosa -y muchos más en los últimos libros- la poesía de Ortiz tiende hacer música” (Ortiz, 2012: 28)
Efectivamente una música recorre la prosodia del poema,
marcada en la eufonía léxica, en los espacios en blanco, en la fonética de la
vocales y en la sintaxis larga, amorfa y singular. Música que permite
trascender, convertirse en un ritmo acompasado al interior espiritual de una
voz que antecede el pensamiento organizador racional.
En el
poema “Cielos de Abril” la música aparece como tópico para semantizar esta
propiedad. “Ah, como una música os desplegáis, / o sonreís, o cambiáis, o morís
entre la lejanía de los vapores bajos. / Cielos, sois una música. No sois
todavía el pensamiento / ni la alta serenidad”. La música es una presencia
perenne que traza el único marco posible para la presentación de los sentidos.
Es el trasfondo y la forma para la integración de los elementos cuyo destino va a ser el de incorporase a esa
sinfonía última de la percepción “se oye un canto que afirma y llena de pronto
toda la sombra. / Pero, no! Vuestra música llena la misma luz con su dulzura
ondulante, / la luz viva y real, llena de milagros y de luchas, / de misterios
apasionados, / que componen también una sinfonía” (Idem: 68)
Para
Saer, la percepción no va estar hilvanada en la eufonía, pero sí en una arritmia
cronológica. Esa musicalidad ubicua constituyente de la poesía de Ortiz va
transmutar en Saer en la organización del tiempo. O más bien la del tiempo
presente como la única condición para la presencia de los elementos. No existe
ni pasado ni futuro, la mirada solo puede ser en el momento en que se ejecuta.
Lo que existió antes forma parte del recuerdo, y que desde el momento en que
pasó entabla una lucha con el olvido. Esto está bellamente iluminado cuando se
describe el rasgueo de una guitarra:
“Cuando abrazó la guitarra, y se sentó, inclinándose después sobre las cuerdas, había tenido previamente el suficiente cuidado de prescindir de todos ellos. La primera nota fue un hilo tenso de oro que tembló un poco conmoviendo la corriente secreta del tiempo, persistiendo sobre su reciente origen precario, sobre su rápida vida sin dirección, en un presente pasado persistente, en un destino a caballo entre el olvido y la memoria.” (Saer, 2004: 511)
Por lo tanto la narración solo puede estar constituida por
un eterno presente, por la descripción sucesiva de los elementos, por la lucha
de recobrar lo que se pierde en el olvido: una serie de pequeños puntos donde
el presente pasa inmediatamente a dejar de ser, donde la experiencia solo se
puede “aceptar pero no confirmar”:
“Pero, volviendo, ahí estaba: llena de perfectas circunvoluciones, apenas capaz de advertir una mano posada sobre ella, persistentemente penetrada por la corriente viva no escuchada aunque obedecida de la música; ahí estaba como un chiche complicado, fácil de romperse, girando sobre sí misma hacia el organismo oscuro de la audición, cuya perfecta imponderabilidad e impalpabilidad como un diamante pequeño, alerta y trabajado, en el fondo de un pozo, del que sólo se percibiera lejanamente el resplandor, que él podía aceptar pero no confirmar en esa experiencia inmediata que era su proximidad.” (Saer, 2004: 534)
Finalmente
se puede ver un punto más de encuentro entre la escritura de Saer y Ortiz. Se
trata de la fuga del sentido. En tanto que el procedimiento de escritura
funciona en base a los elementos y no se expanden fuera de ellos, estos pueden
significar solamente dentro de su materialidad._ La escritura queda suspendida
o aislada por los elementos y le otorga todo el peso a las descripciones. Como
en el breve poema de Ortiz “Delicias últimas” en el que la ausencia de un
balance deja toda la responsabilidad retórica a la descripción: “El otoño, /
con manos / diáfanas / y / brillantes, / está abriendo / un azul purísimo / que
moja el paisaje / de una delicia / trémula, / primaveral” (41). Mientras que en
el cuento de Saer se acaba -luego de las sucesivas descripciones que rodeaban
un encuentro entre amigos y discusiones literarias- con una pregunta final:
“¿qué sentido tiene la vida?” A lo que solo se puede contestar: “Ninguno, por
supuesto” (536).
Primero
fue Ortiz quien fundó una escritura propia, enfrascada profundamente en la
materialidad de su paisaje. Materia en la que busca la trascendencia, en la que
reconoce un halo de misterio y en la que cree que solamente a través de la
poesía es posible una comunión. Es de aquella enseñanza en la que Saer
instituye su proyecto literario. Aceptando su propio paisaje, de la
materialidad que será su “zona”, aquella desde donde actúa su percepción para
problematizar la realidad. Es desde estos mundos donde estos autores logran
encontrar su literatura. Como bien lo explica un personaje de Saer: “Una ciudad
es para un hombre la concreción de una tabla de valores que ha comenzado a
invadirlo a partir de una experiencia irracional de esa misma ciudad” (517). El
hombre subordinado a la materia y a las limitaciones de su percepción . La
literatura es lo que sucede entre cada pestañeo.
***
- Aira,
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Editora, 2001.
- Delgado,
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bibliografía de Juan L. Ortiz, Obra completa, Centro de Publicaciones /
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- Gramuglio,
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“Juan L. Ortiz, un maestro secreto de la poesía argentina”, Cuadernos
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- Ortiz,
Juan L., Antología, Buenos Aires, Losada, 2012.
- Prieto,
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- ____,
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- Sarlo,
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