POR CLÁUDIA COSTA
La vida es larga y a veces cruel. En algunos casos, hacen
falta víctimas. Alguien tiene que asumir ese papel. Y los cuerpos, frágiles y
vulnerables, están hechos para sangrar al cortarse.
(Los años de peregrinación del chico sin color, Haruki
Murakami)
Se entiende por amputación la remoción de toda o cualquier
parte de una extremidad corporal, ya sea por accidente o por una intervención
quirúrgica. El objetivo de este último procedimiento es la reducción y el
consiguiente control del dolor y la evolución de una enfermedad. En
ocasiones, mientras el miembro está aún en condiciones aceptables y todavía no
ha provocado una pérdida del bienestrar físico y psicológico del individuo, se
procede a su amputación como una medida preventiva ante posibles complicaciones. Siempre con el propósito de remover o disminuir
el dolor y las condiciones que pongan en riesgo la vida del paciente. La amputación es,
pues, un proceso traumático para quien la sufre. Aún más cuando esa persona
está en la situación de no tener su vida directamente amenazada en aquel
momento; es difícil percibir un aviso de enfermedad futura y su impacto cuando
ésta todavía no se ha comenzado a manifestar.
Hay una mayor sorpresa, un mayor choque, cuando la persona
es obligada a librarse de algo que siempre formó parte de ella, de su
identidad, sin haber imaginado el peligro que esa misma parte le puede hacer.
La regeneración de una extremidad perdida, como sucede con los lagartos y las
salamandras, no es posible en la especie humana, donde la extracción de un
miembro cuyo crecimiento no sea continuo hasta la muerte (se excluye, por lo
tanto, el cabello y las uñas) implica un gesto definitivo, sin retorno, ya que
los humanos, a semejanza del resto de los mamíferos, no poseen la capacidad de
auto-regeneración. Lo que sale, sale; y lo que queda, queda. Pero no siempre lo
que es es lo que era. Lo mismo con los transplantes y las prótesis: hay siempre
una extremidad que acaba por ser retirada, hay siempre una parte de la
identidad de la persona que fue retirada. Es necesario abandonar todo lo que se
refería a ésta; una eliminación que será hecha lo quiera la persona o no. Lo
más fácil, por lo tanto, es aceptar esto y vivir como se era sin mirar al
pasado. Hay cambios que no pueden ser controlados, su objetivo es impedir que
la dolencia se profundice, dejando la salud en riesgo y pudiendo producir la
muerte.
“Todo en él era moderado, pálido, incoloro”, así describe Haruki Murakami a su personaje principal en Los años de peregrinación del chico sin
color. Una descripción, al menos, coherente con el título; teniendo también en
cuenta que el apellido del protagonista, Tsukuru Tazaki, no tiene ningún color
en su significado, al contrario de los nombres y apellidos de sus amigos. Esto
podría influenciar en la manera poco interesante como él mismo se veía. Tsukuru
Tazaki, este ser sin color, fue víctima de una amputación. No del ámbito
quirúrgico, sino de otro igualmente doloroso y que resultó con secuelas no
menos trascendentes y graves. Durante casi dos décadas tuvo que sufrirlas,
adaptar su vida a ellas y, sobre todo, sobrevivirlas. Como se deja claro al
comienzo del libro, el último objetivo no siempre le pareció posible. La mejor
forma que él encontró para alcanzar estos resultados fue la de simplemente
recibir la amputación. No la acepta del todo, y durante ese período de tiempo
nunca la cuestiona. Apenas la recibe siente que su cuerpo y su salud mental no
son lo suficientemente fuertes para resistir, en ese momento, una investigación
acerca del porqué de esa amputación. Es una forma de digerir el trauma y
sobrevivirlo tan digna como cualquier otra, y resultó, en cierta medida,
eficaz. Con todo, este rechazo a cuestionarla llevó a que su vida fuese
condicionada. Solo cuando Tsukuru enfrenta directamente con la manera en que
lidió con ese cambio y con las consecuencias inherentes es que él comprende que
tendrá que aceptar por entero su amputación, investigándola y cuestionándola. Y
¿qué mejor para abastecerse de todas las respuestas que acudiendo a los sujetos
responsables por ella? Es así que Tsukuru parte en una odisea en busca de
respuestas, característica tan distinguida en las obras de Murakami.
La peregrinación de Tsukuru tendrá en él un efecto catártico
que le permitirá percibir y aceptar el cambio al que fue sometido. Cambio que,
muy probablemente, ya le estaba destinado desde que naciera. Es posible, al
resolver este problema, entender que nunca se podrá solucionar todo (siendo ejemplo
de esto el final de la novela), que existe una cadena de acontecimientos que
nunca podrán librarse del caos y la imprevisibilidad, y, como tal, la
resolución de un conflicto se traduce en la creación de una serie de otros conflictos. Una ley de
la que nadie está a salvo. Así mismo, el objetivo de una persona es salir del
mayor número posible de problemas. Caso contrario, estos pesarán cada vez más
sobre ella, en conjunto con los nuevos problemas que serán creados ya sea que
se alivie o no el peso de los remediados. No se puede ignorar este proceso. La
historia nunca para, es decir, la generación de problemas nunca para. Así, todo
depende de problemas. Si no existieran, si no hubiera un lado negativo de las
cosas, nada existiría; habría un desequilibrio cósmico que imposibilitaría la
existencia. Todo acaba por estar, eventualmente, relacionado, y el estado de
Tsukuru no es excepcional. Incluso después de perder la armonía que él tanto
amaba, no ha dejado de existir. Apenas se dejó de percibir durante dieciséis
años. Solo con el reencuentro con el agente de mayor responsabilidad por su
amputación es que Tsukuru puede darse cuenta; que, dado que todo está
inevitablemente relacionado, nunca nada deja de existir. Cuando alguien muere,
existe en otras diversas formas en medio de quienes permanecen vivos, a través
de lo que fue o de lo que significó; el mismo principio se aplica a los objetos
y las situaciones que desaparecen, pero continuan existiendo entre sus
semejantes que aún están presentes.
Para quien ya está acostumbrado a la escritura de Murakami y
a su repertorio narrativo, recibirá esta obra positivamente y, probablemente,
la considerará como una de las mejores. Tal reacción no es esperable en quienes
recién lo conocen y podrían necesitar una preparación para leer sus libros, que
rozan lo extraño y lo peculiar.
Esta es una de las novelas más ambiguas del japonés, con un
componente sexual más presente que en las anteriores. Es posible ver cómo la
evolución del autor a lo largo de los años lo ha llevado a un estilo de
escritura más seguro de sí mismo, con la certeza de lo que escribe y cómo
quiere hacerlo. Murakami se siente como en casa. Felizmente, esta voluntad del
autor no se traduce en un descuido de la escritura. Acaba, sí, por crear una
situación paradójica que tan bien lo describe: un escritor cuya complejidad se
muestra a través de la simpleza. Sus obras son, consecuentemente, de fácil
lectura y bastante adictivas; con todo, no son de fácil comprensión. Cuando se
entiende un libro de Murakami hay una especie de establecimiento de un lazo con
el autor que, sin embargo, no es un objetivo buscado sino un “daño colateral”.
Como si nos guiñase el ojo y hubiese contado un chiste privado que solo tiene
sentido entre él y nosotros, los lectores. Si a esto sumamos la originalidad de
la historia que cuenta, el ambiente que tan fácilmente consigue crear con la
introducción de la música en todas sus obras (Murakami no solo las refiere, las
expone al lector al punto de parecer que las está oyendo) y con sus tan famosos
finales abiertos, crea un entorno perfecto de seducción. En relación con esto
último, Los años de peregrinación del chico sin color no es una excepción. Hay,
por lo tanto, un cierto masoquismo en la relación de adoración que se tiene con
Murakami. Sus novelas reflejan un lado extremadamente personal que puede ser
tachado de narcisista, lo cual no está muy alejado de la verdad, revelando que
Murakami acaba por escribir para conocerse, para agradarse a sí mismo y no a
sus lectores, y es por esto mismo que siente la voluntad de escribir y no
seguir las expectativas que se tienen de él. Conscientes de esto, sus lectores
continúan devorando uno tras otro de sus libros, alimentados no por la cualidad
exigua de su literatura sino también por los “daños colaterales” de la
aproximación a un autor que se muestra siempre tan centrado en sí mismo. Esta
reciprocidad imposible acaba por provocar un efecto contrario, placentero.
La amputación es, finalmente, una intervención que tiene los
mejores propósitos. Y que la mayoría de las veces los alcanza. Pero no hay una
relación entre la pureza de los objetivos con la inevitabilidad de sus
consecuencias indeseables. A veces, para salvar algo es necesario destruir una
cosa que nos es muy querida, siendo esto irreversible. Aun mejorando o evitando
su deterioro, puede no haber reconocimiento de la ventaja que la amputación
tiene. Puede ser, también, que nunca la tenga. Sin embargo, fue algo necesario.
Del mismo modo que, en ocasiones, son necesarias las víctimas para que haya
sobrevivientes.
Traducido del portugués por Miguel Muñoz.