Eras un yanacona* insumiso que había logrado burlar las
cachiporras inflexibles del Cuzco imperial. El hambre, el delirio y el odio
consumieron en ese orden lo humano de tus facciones y lo apacible de tu andar.
La sangre de tus hermanos había formado con la tierra un barro que considerabas
sagrado, a esto se reducía tu teología. El destino era un látigo negro que
desde el cielo flagelaba tu espalda por todos lados. Ahora comprendo tu
incredulidad en los astros.
Un conocido supermercado inauguraba una sucursal más en la
ciudad. Los precios eran cómodos, las sonrisas eran gratis, la felicidad estaba
siempre de oferta. Las caras en los afiches publicitarios eran blancas, eran
bellas, eran buenas. Se me ocurrió que todo esto tendría mucho que ver con lo
astral. Más precisamente con lo celestial. ¿Por qué no? Si los ángeles se le
antojasen salir de compras, creo que tendrían que ir a un lugar como éste.
Redibujaste los Andes y sus inexplicables caminos. Cruzaste
todo lo ancho del desierto para mojar tu macabro rostro en el río Rímac. El sol
castigaba a sus adoradores: en la tierra sancochando los pies; en el cielo,
inutilizando los ojos. Un yanacona con un apestoso aliento de miseria y odio se
dirigía hacia ningún lugar. Lugar preferido para quien huye de la esclavitud.
Una descolorida señorita ensaya en su rostro una sonrisita
plástica. "Quiere afiliarse a Master Card", me invita, haciendo
brillar sus pupilas de polietileno. Me muestra una tarjetita multicolor. Le
digo que había venido a buscar trabajo con una vergüenza comprensible. De
pronto, me da la espalda. Puedo ver entonces su enorme trasero atrapado en una
microscópica falda azul. Antes de que se alejara, pude comprender que su
cabello era largo, azabache y bello como su desprecio. "Hermoso",
pensé. Pero olía demasiado a reacondicionador.
Tuviste miedo al ver la caverna; su boca negra y nefasta era
tan honda como la noche, que caía desparramada por todo el valle. "Mejor
guarida serían las estrellas", dijiste con los ojos locos mirando el cielo.
Pero el frío con sus cuchillos, te obligaron a entrar. Mascaste un poco de
hierba y sentiste algo de tierra en la saliva. Dos lágrimas abandonaban tu
rostro contrahecho de yanacona.
Me dieron un uniforme del mismo color que la chica del
tiránico trasero, un código de barras como nuevo nombre en una tarjeta que no
debería jamás olvidar, un salario de mierda como la que irías a limpiar en los
baños, y doce sensatas horas para pasear orgulloso mi escoba debajo de un
ridículo sombrerito azul. Tres buenas razones para no hablar de ello en el
resto de la vida. Pero no todo estaba perdido, aún me quedaba el oscuro
consuelo de masturbarme de vez en cuando en los urinarios a medianoche.
En todo el tiempo que cobijaste ese cuerpo, habías aprendido
a ser leal a tus manos, a tus ojos, a tus sueños, y jamás al universo. Cogiste
al amanecer un extraño insecto que deambulaba a la entrada de la caverna.
Supusiste que la cabeza sería agria y por eso decidiste morderle las patas
traseras. "Buen desayuno para un yanacona insumiso", pensaste. De
golpe, el instinto hizo que el bicho impusiera el respeto de su ponzoña en tu
mano. El aguijón era frío, pero el veneno no. Se te descolgó un brazo, luego el
otro, tus ojos nublados eran lo único que te sostenía. Comenzaste a soñar
mucho antes de que tus rodillas cayeran a tierra.
El estropajo se volvió tan familiar que se convirtió en la
extensión natural de tu mano izquierda. Las cosas se complicaron cuando te
hacinaron en la pulcritud de los servicios higiénicos para varones. Las
personas, cuando se te cruzaban, esquivaban los ojos y sacaban sus fláccidos
miembros, y preferían contemplarlos a ellos y no a ti. De vez en cuando alguien
se tropezaba con tu hombro cuando estabas agachado recolectando papeles
higiénicos por algún rincón. Sacudían su verga y no se molestaban en disculparse.
En tu sueño, yanacona, era un futuro y una lengua que no
entendías. Como agua vertical una fantástica y cristalina pared te devolvía tu
imagen. "Es magia de los adoradores del sol", pensabas. Eras tú con el
pelo corto, con la misma expresión macabra en los ojos. Pero dentro de una
vestimenta geométrica y azul. Algo empuñabas en tu mano izquierda, parecía el
montículo resumido de la miseria. Algo te coronaba la frente, no era sólo un
pedazo de tela azulado en forma de extraño chullo, era algo peor.
El yanacona, aún con chispas de ensueño en los ojos, tuvo el
suficiente delirio para formar una piedra de saliva en la boca y lanzarla al
sol. En su locura, el escupitajo lo apagó y derribó. Aquel instante de gloria
hizo olvidar el rasguño que el universo formó en sus rodillas después de que cayó
al suelo.
*Los españoles, durante la conquista del Perú, comenzaron a usar la denominación para referirse a los pueblos indígenas que tenían de servidumbre.
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Pedro Félix Novoa Castillo (Lima, 1974). Escritor y docente peruano. Ha ganado el Premio Nacional de Dramaturgia (Perú-2004), el primer puesto en el Concurso Dante Alighieri (Colombia-2007), el Premio Horacio de Novela Corta (Perú-2010) por la novela Seis metros de soga (Altazor) y el Premio Internacional de Novela Corta Mario Vargas Llosa (Perú-2012) por la novela Maestra vida (Alfaguara). Actualmente es catedrático de la universidad César Vallejo en la ciudad de Lima.