No vuelvo a leer Missing. La historia de Carlos, su
protagonista, me descompuso. Después de leerlo, mis esquemas se trizaron. Las
ideas carnívoras de Carlos se tragaron las mías, más pequeñas y sin tantas
millas. Lo tuve frente a mí un par de semanas y fue suficiente, no necesito
más. A veces, casi siempre, la honestidad del otro es una ola alta, difícil de
recibir.
Carlos, tío del escritor chileno Alberto Fuguet, se perdió.
Salió de su casa a los veinte y tantos y no volvió. Despareció porque, para
él, era igual de urgente que una pinta
de sangre. Partió desde Chile, se fue a Estados Unidos y dejó las comodidades
que incomodan: amigos, trabajo y familia. Carlos no soportaba la repetición, la
desgracia de ser uno más entre tantos. Por eso optó por alejarse, porque crecer
es alejarse.
Y empezó otra vez. Solo y lejos. Solo y en silencio, sin llamadas de larga distancia. Así pasaron
30 años y su familia se resignó. Si estaba bien, enhorabuena. Si estaba mal, no
era el único; todos, en casa, lo estaban de una u otra manera. Si murió, era
normal, era parte del ciclo. Sin embargo, su sobrino Alberto no se conformó.
Dudó de lo que le contaron y empezó a buscarlo.
Alberto sabía que su tío Carlos no era tan malo como lo
describían sus familiares. No podía serlo, porque él lo admiraba desde niño. En
sus recuerdos, Carlos era el tío rockero, liberal, buena onda. Algo pasó, o algo
le pasó por encima. Fuguet viajó a Estados Unidos y lo encontró. Dentro de él,
de su tío envejecido, también halló un relato descompuesto, guardado durante
mucho tiempo. Cuando el dolor madura, es más fácil arrancarlo. Decirlo es
sencillo, leerlo cuesta más.
No vuelvo a leer Missing, dije en un principio. El problema
es que yo, a diferencia de Carlos, que es un hombre asquerosamente inolvidable,
no sé cómo dejar de mentir.