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miércoles, enero 3

Mis días con Harry Potter

POR MARCELA RIBADENEIRA

Cuando Harry Potter y la piedra filosofal llegó a mis manos, yo tenía quince años, el pelo rojo y por las paredes de mi cuarto trepaba una docena de pósteres de Kurt Cobain. Nunca había oído ese nombre escrito con letras gigantes en la portada del libro —que me pareció infantil, naíf— y lo primero que pensé fue que sonaba meloso: HA-RRY PO-TTER. Meloso, pero con un atractivo escondido entre sus cuatro sílabas, entre su métrica sencilla y la referencia a un compuesto alquímico que en mi niñez me había fascinado por su capacidad de convertir materiales inútiles en metal precioso. Lo que me atraía de esa idea no era el resultado final: obtener oro a partir de mis anillos de lata, por ejemplo. Me atraía la posibilidad de que algo pudiera transformarse en otra cosa. Me atraía más la posibilidad de que existiese una sustancia que pudiera dar a alguien la inmortalidad (hasta hoy fantaseo con vivir para siempre), una sustancia que pudiera romper las leyes del universo, que pudiera rasgar de un tajo la realidad. Mi realidad. 

Mi realidad era estudiar en un colegio que odiaba. Para ser más justos, lo que odiaba era tener que ir al colegio, sin importar qué colegio fuera. Mi realidad era tener unos papás que en ese tiempo yo percibía como desinteresados de mí y de mis obligaciones escolares. Era estar atrapada en un cuerpo adolescente que me daba asco y en una mente traicionera, en una mente que podía dilatarse hasta tragarme con sus miedos de colmillos afilados y gargantas tan hondas que levantarme cada mañana, ponerme el uniforme, sentarme en mi pupitre y hablar con mis compañeros era, para mí, una cosa más pesada y terrible que la encomendada a Sísifo por los dioses griegos. Me sentía una paria, un alien, un glitch genético. Me sentía como se sentían, en el fondo, muchos de mis pares.

Abrí Harry Potter y la piedra filosofal, más que por interés en su contenido, porque había sido un regalo raro. Desde hace varios años mi papá no me regalaba un libro. Cuando era niña, él acostumbraba llevarnos a mí y a mis hermanos a la librería Venetto, que estaba en alguna callecita de Quito que ya no recuerdo, y nos compraba libros como El caballito jorobadito, Cómo era de pequeño tu papá, Cuentos populares rusos, Física recreativa y la infaltable revista Misha —él había estudiado en la Unión Soviética y nos atiborraba de esa maravillosa literatura infantil rusa; mientras, él y mamá se servían volúmenes de las revistas La ciencia en la URSS y Sputnik, y libros “para adultos” que apilaban en sus veladores antes de depositarlos en las estanterías de la casa. Ahora pienso que, aunque probablemente ni él ni yo lo supiéramos, el libro fue un regalo de despedida. Poco tiempo después, mis papás se divorciaron, él se mudó y yo me volqué a las páginas de La piedra filosofal.

Creo que está en la naturaleza humana desear, al mismo tiempo, ser normal y ser extraordinario. Queremos lo uno tanto como lo otro. Harry Potter vivía con sus tíos, los Dursley, y su primo Dudley (de nuevo, esa métrica sugerente empacada en dos palabras y cuatro sílabas). Era una familia asquerosamente normal de la cual Harry era una adición por circunstancias indeseables. Harry no era un niño corriente. Era un mago, un ser asquerosamente extraordinario. Una aberración genética ante los ojos de sus tíos —muggles o humanos de sangre no mágica—, que le habían dicho que sus padres murieron en un accidente de tránsito. La realidad era que habían sido magos poderosos que se oponían a Lord Voldemort, un oscuro hechicero con agenda totalitarista e ideologías de pureza racial que evocaban las Leyes de Núremberg del Tercer Reich (el de la vida real). Y Lily, la madre de Harry, era hija de muggles. Voldemort había asesinado a los Potter a punta de varita mágica, dejando a su bebé huérfano. Al quedar al cuidado de sus crueles tíos, el niño creció extirpado del mundo mágico. Desconoció su existencia y sus propios poderes hasta que cumplió once años y fue convocado a Hogwarts, el colegio más prestigioso de Magia y Hechicería.

Bajo el nombre de J. K. Rowling, la autora de ese libro naíf había metido su pluma en algunas de mis heridas y deseos secretos más enconados, que eran cosas que yo no compartía ni con mi diario. Harry había descubierto que era alguien extraordinario y, una vez que se transfirió a Hogwarts, descubrió que era sorprendentemente normal. Al menos, dentro del mundo mágico, que estaba lleno del mismo egoísmo y crueldad y de la misma oscuridad que el mundo muggle. Pero como éste, también tenía sus cosas buenas. Esas cosas buenas que faltaban en mi mundo de no ficción. Por eso cerraba la puerta de mi cuarto, me sentaba sobre mi pequeño escritorio de madera de cedro y, secuela tras secuela, me largaba a Hogwarts, donde el currículo escolar incluía materias como Cuidado de Criaturas Mágicas y Defensa Contra las Artes Oscuras, y donde había artefactos como la capa de invisibilidad que Harry recibió como regalo de un benefactor anónimo. O me transportaba a Hogsmeade, un pueblo cercano a Hogwarts donde se podía tomar cerveza de mantequilla en la taberna Las Tres Escobas. O a la modesta pero acogedora casa de los Weasley, la familia del mejor amigo de Harry, quienes lo acogieron como a su propio hijo, sometiéndolo a la misma rutina estructurada y al mismo afecto que a sus numerosos vástagos. 

Secuela tras secuela, la historia de Potter y sus compinches, Ron Weasley y Hermione Granger, muta en algo más universal. J. K. Rowling escribe sobre la orfandad y el deseo de pertenencia, sobre la desdicha de la soledad y la alegría de sentirse entre pares. Escribe sobre el paso de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la adultez. Sobre la caída a la oscuridad y sobre el escape hacia la luz; sobre el equilibrio entre ambos extremos del espectro. Rowling también escribe sobre el establecimiento de regímenes y sobre su caída. Sobre la burocracia que embarra a los gobiernos mejor intencionados. Sobre el peligro de los mandos medios y de las masas que solo siguen órdenes. 

Como descubriría muchos años después de subirme a mi escritorio de cedro y cerrarle la puerta al mundo, la adultez está plagada de miedos más feroces que los de la niñez. De más orfandad que aquella del sentirse extraterrestre en el patio del recreo. Aprendería que, como sucede al final del último libro de la saga original, Las Reliquias de la Muerte, nunca se sale de la orfandad y del desamparo, solo se llega a aceptarlos. Y así, la vida continúa, exactamente como continuó la de Harry Potter, quien pasó de ser el mago que derrotó al dictador oscuro a ser un empleado más del Ministerio de Magia. Un ciudadano común de un mundo extraordinario, quien se casó y tuvo hijos que luego se enfrentaron a los mismos terrores que él.

martes, septiembre 8

Una historia de crueldad y lucidez


La nueva editorial El Fakir homenajea, evidentemente, al escritor cuencano César Dávila Andrade. Pero no se trata solamente del nombre, sino que su presencia recorre activamente cada entraña de este proyecto. Como no podía ser de otra manera, la publicación inaugural de la colección Cabeza de Gallo (otro nombre “daviliano”) es la reedición ilustrada de “Vinatería del Pacífico”, un cuento de la primera etapa de este escritor.

Hay que resaltar el propósito y el formato de esta colección. Presentada como una serie de fascículos o folletos, estas publicaciones tienen un aire muy popular, en el mejor sentido de esta palabra. Desde su precio hasta su diagramación, vistosa y accesible, esta colección le devuelve al lector ecuatoriano algunas joyas menospreciadas o simplemente olvidadas de la obra de Dávila Andrade, y a la vez hace que la literatura regrese o, mejor dicho, traiga de vuelta la costumbre del cuaderno literario, del pequeño formato, del folletín. Esta edición atraerá tanto a jóvenes estudiantes que de otra manera verían en César Dávila Andrade a otro aburrido autor de la Gran Literatura Ecuatoriana, como a adultos curiosos que podrán saciar el bicho de la lectura con estos cuentos.

Ahora, en la contraportada de esta edición, se dice de Dávila Andrade que es el más cruento y más lúcido de los escritores ecuatorianos. No es una coincidencia, pero lo mismo puede decirse de esta historia. Rodrigo, el joven protagonista y narrador-testigo, parece un personaje salido de una picaresca e insertado misteriosamente en un episodio de alguna novela negra. Digo esto no solo porque la descripción de Rodrigo se contrapone a la trama que lo envuelve, sino porque desde el comienzo del cuento hay algunas pistas que lo dan a entender. Rodrigo es un chico de la calle, un sobreviviente, dice: "No temía el hambre. Sabía darme trazas y siempre pescaba algo, sobre todo en los mercados. Lo que temía era la noche azul y fría de los portales. El sueño insostenible en los quicios de las tiendas cerradas". A continuación, se describe a sí mismo como un guiñapo abúlico, desorientado y soñoliento a los 18 años apenas. Luego, al salir de una callejuela oscura, una señora a la que no puede ver lo increpa y le ordena que le lleve una carga. Al darse cuenta de que Rodrigo no puede, se lo lleva a su casa y lo atiende.

Escrita con una prosa notablemente naturalista, descriptiva y cruda, la historia de Rodrigo tiene una atmósfera oscura, casi fantástica. Una vez que esta pareja que lo acoge, Lauro y Lolita, y hacen que Rodrigo se reponga, lo toman a cargo como su ayudante. Él, quien se siente en deuda, acepta de buena fe los trabajos que le encomiendan. Ellos tienen como negocio una casera fábrica de vinos que les ha dado una pequeña fortuna. Todo cambia cuando Lauro le dice a Rodrigo que también debe acompañarlo en su trabajo nocturno: "Trabajo, o mejor, curo. Soy una especie de médico", y dice de los enfermos que él los cura con vino. Aunque no se da cuenta en ese momento, Rodrigo está atrapado como en una clásica historia de terror, incapaz de escapar porque eso sería traicionar a quienes le han ayudado; sus paisanos, dicho sea de paso.

Aunque no se nombre la ciudad donde ocurre esto, queda claro que se trata de Guayaquil por la mención a la ría. Esta ciudad, entonces, se convierte en un teatro grotesco y asfixiante habitado por hombres que recuerdan a zombis y que aparecen siempre a la medianoche. No vale contar más del argumento de este breve cuento. Basta con decir que se vuelve inevitablemente cruento y no es sino gracias a la lucidez de Rodrigo que estos personajes obtienen una especie de salida decorosa. La maestría narrativa de César Dávila Andrade parece rendir homenaje a otro gran escritor que él admiraba. El narrador-testigo de este relato comparte más de una característica con el de “Un hombre muerto a puntapiés”, de Pablo Palacio, solo que mucho menos cínico y más ingenuo, no puede negar su sensibilidad y su firmeza ante el extraño suceso que le toca vivir.

martes, julio 21

Literatura en pequeñas dosis


Internet es la plataforma perfecta para anécdotas inverosímiles cuyo objetivo no es contar una historia, sino dejar una moraleja. Hay una sobre Tolstói, el gran escritor ruso, que sirve para hablar del género de la minificción (también conocido como micronarrativa o ficción breve). En una ocasión, cuando el anciano autor ya había publicado sus extensas novelas, un periodista le preguntó por qué no escribía microrrelatos. Porque son muy aburridos, lo despachó Tolstói.

Ese lugar común es el refugio de quienes descalifican como literatura cualquier narración que no sea, al menos, un cuento —sería preferible que solo haya novelas. Detrás asoma la ilusión de que escribir breve es fácil y de que las lecturas veloces resultan pobres e inofensivas. Muy al contrario, este género exige una atención especial para no ser un mero ingenio, una curiosidad divertida como cualquier otra. Esto lo sabe muy bien el escritor mexicano Alberto Chimal. En un excelente artículo a favor de este vilipendiado género, él invirtió la anécdota de Tolstói —usada antes por un escritor español para demostrar que los microrrelatos "no son más que chorradas"— y la convirtió en un auténtico ejemplo de su cualidad literaria:

—Señor Tolstói, ¿por qué no escribe minificciones?
—¡Porque son muy difíciles!

No se trata de lograr solo la concisión, sino de eliminar el palabrerío, agregar énfasis, crear una paradoja y jugar con el conocimiento del lector. Ya lo dice un refrán ruso: “brevedad, hermana del talento”.

Para saber más de este género, escuchar a sus autores y leer sus obras, existe el festival Ciudad Mínima, que este año realizará su cuarta edición durante la Feria Internacional del Libro de Guayaquil (del 12 al 15 de agosto en el Centro de Convenciones). Los lectores podrán conocer a la española Patricia Esteban Erlés, cuyo libro Casa de muñecas explora, entre cien textos y diez habitaciones, los peores miedos infantiles; o al argentino Raúl Brasca, uno de los promotores e investigadores de la minificción más influyentes de Latinoamérica. Y de Ecuador estará Marcelo Báez, prolífico autor y ganador de ocho premios nacionales de literatura, cuyos relatos están incluidos en varias antologías internacionales de micronarrativa. Estos escritores participarán de conversatorios, darán talleres sobre el género y presentarán sus libros durante la feria.

Mientras tanto, se puede aprovechar este tiempo para terminar de leer el cuento de Augusto Monterroso titulado “El dinosaurio”.

Cortesía del Festival Ciudad Mínima

martes, febrero 10

Guía básica de libros prohibidos

Santo Domingo y los albigenses, Pedro Berruguete

El arte se ha tenido que enfrentar muchísimas veces con el gobierno y con su censura. Términos como “obsceno” o “inmoral” son ampliamente subjetivos y sufren de una vaguedad que hace muy difícil determinar con rigor qué puede considerarse –o no– como tal. Sin embargo, esto no fue obstáculo para que, a través del tiempo, el poder estatal censurara distintas obras de arte, muchas que en nuestro tiempo se consideran clásicos indispensables.

La literatura nos hace libres, apasionadamente libres. Por eso, en honor a los autores que decidieron desafiar no solo a gobernantes y a sus leyes injustas, sino al –muchas veces hipócrita– conservadurismo de sus respectivas épocas, aquí va un listado de las obras que estuvieron adelantadas a su tiempo (y sufrieron las consecuencias por ello):

El Decamerón (1351 – 1353), de Giovanni Boccacio. Un libro de cien relatos contados por un grupo de siete mujeres y tres hombres que se refugian en una villa aislada en las afueras de Florencia para escapar de la Peste Negra. Se considera una obra maestra de la prosa italiana clásica en sus inicios y ha tenido un impacto incalculable en el mundo de la literatura. Fue agregado al Index librorum prohibitorum, el listado de libros prohibidos de la Iglesia Católica, quemado en Italia en 1497 y 1553 e incautado por la fuerza policial estadounidense en 1934. Luego de varios procesos judiciales, el libro puede circular libremente por Estados Unidos desde 1954.

Memorias de una mujer de placer o Fanny Hill (1748), de John Cleland. Cuenta la historia de una adolescente de 15 años que llega a Londres y abraza la prostitución como profesión. Esta novela es considerada la primera prosa pornográfica inglesa y la primera pornografía que usa la forma de novela –además de ser uno de los libros más perseguidos en la historia. Un año después de su publicación, Cleland y sus editores fueron arrestados bajo el cargo de “corromper a los súbditos del rey”. Durante el juicio, John Cleland tuvo que abjurar su propia creación y pasarían 221 años hasta que fuera considerado legal leerlo en Inglaterra. A principios de 1800, el libro llegó a Estados Unidos y fue objeto del primer juicio por obscenidad en dicho país. Recién desde el año 1966 puede ser publicado sin mayor problema en Norteamérica.

Cándido o el optimismo (1759), de Voltaire. Una sátira que cuenta todos los infortunios de Cándido, el protagonista principal, quién a pesar de todo lo que sucede en su vida, trata de mantener su optimismo en alto. Con esta obra, Voltaire trata de refutar –y ridiculizar, si se quiere– el principio de optimismo del filósofo Gottfried Leibniz: “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Esta novela, que retrata muy crudamente el mundo del siglo XVIII, fue ampliamente prohibido en Europa por contener blasfemia religiosa, sedición política y hostilidad intelectual. En Estados Unidos, intentos de censura sobre este libro perduraron hasta el siglo XX, siendo el último perpetrado por la aduana estadounidense, evitando que los libros llegasen a su destino final: una clase de francés en la Universidad de Harvard.

Confesiones (1782), de Jean-Jacques Rousseau. Una de las primeras grandes autobiografías de la historia. El libro comienza con la reconocida frase: “Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadoras. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a decir que no soy como ninguno de cuantos existen”. Cuenta los detalles más íntimos y vergonzosos de la vida del autor –aunque muchos resultaron ser falsos. No obstante de haber sido publicada 4 años después de la muerte de Rousseau, éste había leído varios de sus manuscritos públicamente, lo que le ganó rechazo social, varias amenazas del gobierno y persecución policial.

Justine (1791) y Juliette (1797), de Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido como el Marqués de Sade. Justine fue escrita en dos semanas, mientras el Marqués se encontraba preso en la Bastilla. Esta novela se basa en la historia de una mujer, Justine, quien en su búsqueda de la virtud, lo único que encuentra son incitaciones al vicio e infortunios. Juliette es la hermana de Justine, quien a diferencia de ésta última, es una ninfómana asesina y vive una vida de éxitos y felicidad. Napoleón Bonaparte ordenó la detención del autor de Justine y Juliette, y como resultado, el Marqués de Sade fue encarcelado durante los últimos 13 años de su vida. Napoleón llamó a Justine “el libro más abominable engendrada por la imaginación más depravada” y se ordenó su destrucción en 1815. Con ambos libros, el Marqués de Sade satiriza la crueldad de la Francia del siglo XVIII.

Hojas de hierba (1855), de Walt Whitman. Un libro de poemas que reflejan la filosofía de vida del autor. Whitman fue despedido de su trabajo en el Departamento del Interior después que el Secretario del Interior, James Harlan, lo leyera y lo considerara ofensivo. El libro fue prohibido en Boston, Massachussets por su contenido sexual explícito y se solicitó la supresión de varias partes; algo que Whitman rechazó, encontrando editores que publicaron las siguientes ediciones de su libro de forma íntegra.
Ilustración de Ephraim Rubenstein
La sonata a Kreutzer (1889), de Leo Tolstói. Una novela que explora el ideal de la abstinencia sexual y la experiencia de los celos. Prohibida en Rusia inmediatamente luego de su publicación –aunque circuló amplia y clandestinamente en ese país. En 1891, el Servicio Postal de Estados Unidos prohibió los envíos de la novela o de fragmentos de la misma. Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos diría de Tolstói: “es un pervertido sexual y un desvirtuador de la moral.”

La metamorfosis (1915), de Franz Kafka. Novela que cuenta la historia de Gregorio Samsa, un joven que se despierta una mañana convertido en un bicho gigante. El libro fue prohibido tanto durante el Régimen Nazi como en la Unión Soviética por ser considerado “decadente”. En Praga, ciudad natal del autor, la prohibición del libro –y de toda la obra de Kafka– se levantó completa y definitivamente en 1989.

Ulises (1918-1922), de James Joyce. Considerada una de las mejores novelas inglesas de la historia, relata el paso por Dublín de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, haciendo varios y brillantes paralelismos con La Odisea de Homero. En 1920, ejemplares de la revista donde se publicaban fragmentos de esta novela fueron incautados y quemados por la Oficina Postal de Estados Unidos por su contenido “impuro y lujurioso”. Fue publicado completo por primera vez en París en 1922 y se prohibió su entrada a los Estados Unidos el mismo año. Objeto de uno de los juicios más relevantes sobre libertad de expresión en la historia: EE.UU. vs. Un libro llamado Ulises. En este proceso de 1933, el Juez John M. Woolsey determinó que novela era “trascendente”, y que “convertía la suciedad en arte”, levantando su prohibición y censura.

El amante de Lady Chatterley (1922), de D.H. Lawrence. Novela que describe la relación amorosa de una mujer casada de clase alta con un hombre de clase trabajadora. Escandaloso por sus descripciones explícitas sexuales y por exponer el tabú de “relaciones entre distintas clases sociales”, lo que era considerado “corrupción de los valores públicos”. El libro fue objeto de distintos procesos judiciales en Reino Unido, Estados Unidos, Australia, Canadá, Japón, India, entre otros países. En Reino Unido, la versión completa no se pudo publicar legalmente sino hasta 1960.

Trópico de Cáncer (1934), de Henry Miller. Una novela que relata, entre realidad y ficción, la vida del artista en París. Publicada en esa misma ciudad, con cubiertas que dictaban “Prohibida la importación a Estados Unidos y el Reino Unido”. El libro permaneció prohibido en Estados Unidos por 27 años. Fue declarado no obsceno por una corte estadounidense en 1961; corte que además sentó el precedente de que “ningún libro puede ser prohibido a menos que sea completamente irrelevante para la sociedad”.

La llama de la literatura es difícil de apagar. Es por eso que a pesar de todos los esfuerzos de las autoridades públicas por convertirse en policía de la moral, la gran mayoría de las veces el ingenio literario ha salido vencedor; y aunque la lucha contra la censura haya sido –y siga siendo– ardua, hoy en día tenemos todas estas obras al alcance de nuestras manos. ¿Añadirías algún otro libro a esta lista?

Primera edición de Hojas de hierba, de Walt Whitman

martes, septiembre 16

Nadie es más sentimental que Rodrigo


Tardei, tardei, tardei, mas cheguei enfim.

Cavalo es el más reciente proyecto solista del músico brasileño Rodrigo Amarante. El exintegrante de Los Hermanos ya había explorado un estilo más propio con la creación de Little Joy —junto a Fabrizio Moretti, baterista de The Strokes, y la cantante Binki Shapiro—, pero es con Cavalo que ha podido crear algo completamente suyo, como es evidente a lo largo del álbum.

Para quien conocía a Rodrigo en la época de Los Hermanos, podía darse cuenta de qué canciones eran compuestas por él y cuáles por Marcelo Camelo. Las de Camelo apuntaban a una aceleración contagiosa, un ritmo catchy, tenían una estructura más simple con un dramatismo contenido y generaban en quien las oía una rápida identificación. Canciones algo generales que agradaban a la gran mayoría con facilidad, pero que se presentaban en bruto, sin ser pulidas.

En Rodrigo es notoria una mayor sensibilidad tanto en la letra como en la melodía. Hay un mayor cuidado, un mayor preciosismo. También es posible ver, aún en su estado más embrionario, una especie de confesión a través de la música, extremadamente sutil. Amarante no se limita a hacer las canciones que la gente quiere oír, sino que deposita en lo que canta una parte de sí mismo y lo presenta de la forma más pura posible. Es exactamente esto lo que demuestra en Cavalo.

Sin limitarse a su idioma materno, Rodrigo también incluyó en este álbum cuatro composiciones en inglés y una en francés, exhibiendo su versatilidad lingüística. De entre las once canciones que trae el disco, las siguientes son las que vale la pena destacar.
Nada em Vão es la pieza que abre este (re)encuentro y se muestra como el autor: simple, sin grandes pretensiones. Una canción no muy compleja, pero con la firma de su creador muy presente. Nos advierte que lo mejor está por venir y que esto es solo una especie de aperitivo ligero para estimular el apetito.

Irene es, probablemente, la canción que mejor nos muestra a Rodrigo. Las notas iniciales hacen prever una canción melancólica y es precisamente eso lo que nos es dado. Aquí, queda claro que la tristeza que lo acompañó durante gran parte de sus composiciones anteriores no desapareció, solo está más enraizada en él, siendo algo más natural que nunca.

Casi como si escondiera esta revelación fortuita de sí mismo, Amarante sigue con una melodía con un obvio ritmo bahiano que confirma, en caso de que hubiese alguna duda, que el tema de lo brasileño es una de las marcas más claras del cantante. Maná viene a contrapesar Irene como un modo de manifestar que tiene más para ofrecer que la tristeza.

El inicio de piano de Fall Asleep puede hacernos caer en el error de que sigue una nueva composición melódica; sin embargo, no es justamente eso. A semejanza del título, funciona casi como una verdadera canción de cuna por los mejores motivos: conduce a quien la escucha por un estado de paz que está permanentemente rozando la tristeza, pero que nunca podrá ser descrito como realmente triste. Al mismo tiempo, la voz de Rodrigo, calmada como siempre, dispone el tono para oír lo que tiene para decir por completo y sin interrupciones.



La capacidad del músico brasileño para moverse libremente en la frontera de la desdicha es algo que le es inherente, y es eso lo que The Ribbon viene a comprobar. Esto parece lo más cercano que Amarante tiene a una canción de amor —o una casi-canción de amor—, sobre todo si quien la escucha se deja guiar por la historia que Rodrigo va hilando entre las frases entrecortadas.

Cavalo, la canción que da nombre al álbum, es una balada imponente con notas negras que la seguirán hasta el final. También nos hace compañía la voz de un joven que recita versos en japonés durante los intervalos en que Rodrigo no canta, y que aumenta aún más la fuerza de una canción ya enérgica. Es, además, notablemente oscura, con un peso que las otras no presentan. Tal vez por su firmeza no tenía sentido darle otro nombre al disco.

Tardei es el tema de despedida, quiebra la línea melancólica de las canciones anteriores, pero no por completo. Amarante termina aquí su exposición, despidiéndose en los últimos versos (Desceu pelo rio, Da terra p’ro mar, Um fio de terra que me leva) de manera abrupta, tanto que nos hace sentir que quedó mucho más por decir.

Es en Cavalo que podemos, finalmente, apreciar al Rodrigo que estaba aguantando, tímido, entre sus Hermanos. Este álbum es la maduración de un artista que nunca fue del todo inmaduro. Rodrigo Amarante se abre y el resultado es, por lo menos, soberbio. Escucharlo es dejar que se acerque —a pasos firmes, pero todavía con algún recelo que no se ha ido— y conocer lo que él tiene para decir. Para quienes ya lo conocían, este es un reencuentro con el joven que ahora es un hombre y que consigue expresarse más clara y sentimentalmente. Porque, al final, ¿hay alguien más sentimental que él?

Traducido del portugués por Miguel Muñoz.

miércoles, noviembre 20

Esperando a Tizón


(1)

Esperar es un arte con los ojos abiertos. Toda espera tiene algo de ahogo y también de salvación. Siete años de buceo no son nada. Una pierna de tiempo. Medio pulmón de historia. Un sexto libro. Para quienes conciben la escritura como territorio de la epifanía, Técnicas de iluminación viene a corroborar una sigilosa certidumbre que revoloteaba las letras españolas: Eloy Tizón es uno de los grandes. Ahí donde lo ven, tan con gafas y visionario. El autor nació en Madrid y en unos cuantos lugares más. Ha publicado esto y lo otro, pero casi no se acuerda. Da clases por ahí para aprender. Ha ganado y perdido. Se ha hecho joven. Fin de la biografía. Lo demás es vida. Es decir, prosa. Estamos ante alguien que nos muestra cómo cada palabra entonada en su lugar, o acaso musicalmente desplazada de su lugar, adquiere una capacidad reverberante. Tizón escribe con eco. Quizá por eso uno atiende a sus libros con una especie de trascendencia auditiva: sabiendo que todo milagro empieza en el oído y termina en la boca. Al leerlo se asiste no tanto al nacimiento de una historia como a la formación de un ritmo. De una respiración que será la palanca del cuento. El aliento que empañará un argumento a medias. Hay quien trae una historia y quien sale a buscarla. Tizón es de los segundos. Sus personajes se mueven al ritmo de sus preguntas, hasta toparse de bruces con el texto que los nombra.

(2)

En uno de sus incesantes aforismos, sostuvo Valéry que la sintaxis es una facultad del alma. Eloy Tizón suscribe esta idea y, sobre todo, la ejerce. En su poética incluida en El arquero inmóvil, el autor señalaba la importancia de la voz como eje de la prosa. Sus cuentos no cuentan: cantan. No miran: parpadean. Voz, tacto y visión conforman la sinestesia subterránea que atraviesa toda su obra. En su centro parece despertar un personaje hablador que poco a poco absorbe la trama y captura al oyente. Antes de cumplir treinta, Tizón publicó un primer libro que se ha hecho legendario a costa de los siguientes. Se trata de un honor envenenado y de una sutil injusticia: su segundo libro de cuentos, Parpadeos, no tenía por ejemplo nada que envidiarle a Velocidad de los jardines, y sí quizás algunas cosas que enseñarle. Pero en Técnicas de iluminación, su sexto primer libro, el autor se supera y nos abruma de lenguaje, de cosquilla, de tristeza. Una tristeza rara, capaz de reírse de golpe, como una superviviente. O de bailar a ritmo de Walser, en un compás ternario de sujeto, verbo y revelación. Con esa convicción fanática de quien no quiere saber adónde va. Eloy Tizón camina, balbucea. Ser su contemporáneo es una suerte.


miércoles, septiembre 18

Una antología trucha



Trucho es la primera de una serie de pequeñas antologías de cuentos que la revista Traviesa comenzó a publicar este año. Curada y prologada por el escritor argentino Federico Falco, Trucho está conformada por cuatro relatos breves de cuatro autores de diferentes nacionalidades: el chileno Diego Zúñiga, el mexicano Federico Guzmán Rubio, el colombiano Javier González y el argentino Hernán Vanoli.

Resaltar el país de origen de cada uno resulta un poco inútil. Recorriendo Latinoamérica de norte a sur, la antología muestra que el concepto de lo trucho es más o menos similar en todo el territorio. Y algo más interesante: esta noción, que oscila entre la copia y el defecto, es esencialmente latinoamericana.

El prólogo de Falco, “Truchada”, puede leerse, primero, como un relato más; luego, como investigación en torno a lo trucho —que va desde la antigua Roma hasta la era contemporánea—; y, finalmente, como una precisa y condescendiente reseña de los cuentos que la preceden.

Un objeto de mucho valor tiene muchas más probabilidades de ser falso si es encontrado en un país latinoamericano. Esto se dice en “Omega”, el cuento de Zúñiga. El niño que lo protagoniza encuentra un reloj de esa marca y ve su vida cambiar, pero no para mejor. No por la falsedad del objeto sino por la de su portador. El reloj del cuento nunca funciona pero el simple gesto de mostrarlo puede convencer a los demás de la valía de quien lo lleva. Eso es lo que importa.

En “Las mañanitas”, Guzmán Rubio explora la caricatura de lo mexicano en los Estados Unidos. No se trata solo de objetos, ni de la gastronomía, se trata de personas. El retrato de la inestable movilidad social americana es leído como una historia de suspenso, aunque esto se deba, seguramente, a una sensación de complicidad. Aquí una familia de mexicanos "trucha" su mexicanidad en aras de un sueño americano que es duro y requiere siempre de trabajo, dejando a quienes lo buscan en una alerta constante que solo se detiene en situaciones como la que tiene el narrador en las últimas líneas del cuento.

T. S. Eliot escribió que los buenos poetas roban y convierten lo robado en algo mejor, o al menos en algo único, diferente de aquello de donde fue extraído. Con disculpas de los puristas, esto que dice Eliot puede ser traspuesto para una lectura de “La marca”, el cuento de González, que gira alrededor de Marilyn, una diseñadora de ropa que copia todo pero con buen gusto. “Una moda copiada que imponía moda”, se dice en el relato. Una sucesión de fragmentos breves y descriptivos le sirve al narrador para construir la historia de una empresa de la que no sabemos el nombre, solo se menciona a “la marca”, que está, más que en el armario, en la vida de todos los protagonistas.

“Dos sables láser”, de Vanoli, consiste en varias entradas discontinuas del diario personal del protagonista. Con un realismo delirante, el cuento va de lo meramente narrativo a lo teórico: una definición de lo trucho utilizada por Falco en su prólogo proviene de una explicación que le da el protagonista a su padre. El personaje que escribe el diario cambia conforme se va avanzando en la lectura, en un punto podría decirse que es "truchado" por su compañero de habitación —que se apellida Vanoli—, pero la copia resulta fallida, no cumple las expectativas. Irónico, desbordante y mordaz, el relato de Vanoli destaca como el de mejor factura, el que permite lecturas más diversas. En este caso, el prólogo de Falco reduce las posibilidades de interpretación al detallar los temas.

Las antologías de Traviesa funcionan con precisión porque agotan el tema —siempre único— y no al lector. Responden a la obsesión de sus curadores y le añaden marcas al mapa de la literatura latinoamericana reciente. Sin embargo, y de acuerdo al prólogo de Falco, ésta no deja de ser una antología trucha mientras el lector no se apropie de este "puntapié para la discusión" y, además, no se sirva de esta gratificante excusa para conocer el resto de la obra de estos cuatro grandes escritores.


miércoles, septiembre 11

Un bolsillo en el corazón para David Foster Wallace



Salgamos de lo obvio: David Foster Wallace es un monstruo. Monstruo por ese coloso que es Infinite Jest o por esos ensayos suyos en los que te recomienda una novela algo desconocida, y ni siquiera una novela completa, sino partes de ella, y lo hace con tal convicción que te dan ganas de tatuártela en el cuerpo. Así de poderoso es el efecto de Foster Wallace. Uno se maravilla con las volteretas que va haciendo con el lenguaje y la manera en que va iluminando los rincones más cotidianos y anodinos en cada una de sus obras.

Son los ensayos los que llevo siempre conmigo en mi Kindle, a los que vuelvo en sus múltiples subrayados. Soy una convencida de que uno va dejando una pequeña cartografía personal en todo aquello que subraya y en los ensayos de Foster Wallace se encuentran varios archipiélagos con fragmentos de estos últimos años. De todos sus ensayos, el que tengo guardado en el corazón, doblado en veintiún mil pedacitos, es “The Nature of the Fun”, compilado en su último libro de ensayos Both Flesh and Not. En él, David Foster Wallace compara la escritura con llevar de un lado a otro a un niño deforme e insoportable. Eso, esa presencia incómoda, es lo que escribimos. Y debemos aprender a quererlo, aunque no funcione al principio, aunque nos avergüence. 

Foster Wallace se preocupa, en los ensayos de ese libro, de rescatar novelas que han quedado en el olvido, de llamar la atención sobre las nuevas generaciones de escritores, producto de un circuito de talleres o maestrías en escritura creativa que, en medio de muchos guiños de erudición, no son capaces de poner sobre la página ese infinito miedo a la muerte que es lo que nos vuelve más humanos. Esa fragilidad, esa vulnerabilidad siempre a punto de quebrarse. En “The Nature of the Fun”, David Foster Wallace da un consejo para quien quiere escribir: disfrútalo. Simple, sí, pero perfecto y fulminante como un relámpago. La escritura, la literatura, es honestidad descarnada, a veces bastante monstruosa, pero es un regalo, algo que sigue brillando en un mundo que, como bien lo supo David Foster Wallace, a veces puede ponerse bastante oscuro.


Cinco minutos con David Foster Wallace


El David Foster Wallace fractal. El que se expande en un juego de repetición/creación hasta obtener una estructura final complicada, extensa, que se puede asir, que es impresionante. Una obra que es obra de la acumulación, y esta acumulación, en esta suerte de escritor que parecía no echar a la basura ningún papel, ninguna idea, y coleccionar hasta pies de página, es lo que atrapa y repele. Y esa necesidad de sumar oraciones, ideas, explicaciones, nociones, historias detrás de historias (posmodernismo para el pueblo) nos habla de una experiencia temporal para el lector, y nos coloca en posición de preguntarnos: ¿qué demonios pasaba por su cabeza para dedicarse a estos proyectos tan grandes, tan extensos?

No hay que responder la pregunta.

Es torpe hacerse una pregunta.

No hay torpeza para un lector de David Foster Wallace.

Especialmente cuando caes en el terreno en el que menos se lo espera: en ese espacio en que su obra dura poco, en el que las páginas de algún cuento o ensayo se cuentan con los dedos de las dos manos. El David Foster Wallace que se lee en cinco minutos tiene la potencia de esa obra que dura mil páginas. 

Siempre que me preguntan sobre David Foster Wallace empiezo por esto, por los textos cortos que suelen contener, entre otras cosas, ese universo en eterna construcción, que es lo que termina por definir todo su trabajo. Empiezo por el final, por lo menor, por lo menos impactante, pero que se sigue expandiendo en tu cabeza cuando cierras el libro y piensas en las líneas de, digamos, “Encarnaciones de niños quemados”, cuento incluido en Extinción (Publicado originalmente en inglés como Oblivion, en 2004), el último libro de relatos que publicó antes de acomodar de mejor manera todo lo que estaba escribiendo y colgarse. 

El padre arregla la puerta de un inquilino y llega el grito. Corre y ve al niño mojado, rojo, gritando. De él sale vapor. La madre también grita. La desesperación gana y todo va y viene. Ir y venir, la marea de la desesperanza. Nos movemos con ese narrador que solo documenta desde la distancia, desde la cabeza de los seres que estamos contemplando, desde afuera y adentro. Esa distancia te desbarata. La cercanía te golpea. Esa distancia es el agua caliente que ha quemado y que sigue quemando. Lees, son dos páginas y algo más. Sabes que eso que pasa mientras avanzas con tu lectura es también la construcción del ciclo vital del agua. Piensas que eres líquido, que eso está en ti, también. Asumes el contacto y lo frágil que puede ser el tránsito de una etapa a otra. El padre recuerda, la voz que nos cuenta todo sabe lo que va a venir después. Reprochamos, porque es necesario hacer del reproche otra de las etapas de transición de la vida, que se escapa. ¿Por qué ese suplicio? El agua es también horror y sabes que David Foster Wallace no abandera la gran literatura por ser gran literatura. Hay algo ahí con esos géneros pequeños o menores que él trata con el mayor de los respetos. Es la vida, se trata de eso. También de la muerte.

“Encarnaciones de niños quemados” no se puede leer sino como un cuento enmarcado en el horror, con un narrador que avanza como el cauce de un río, en un solo párrafo gigante, que cuenta y nos lanza un puñete como si fuera una frase cualquiera. “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”. El cuento se difumina, no profundiza en el dolor porque ya lo sabemos, le abrimos el camino en nosotros. Porque un niño quemado siempre nos va a destrozar la calma, va a doler. La narración es el flujo del agua que no es vital. El mismo flujo que nos da un final que consigue hacernos respirar con la dificultad de una mano agarrándonos del cuello. 

Siempre que hablo con alguien que no ha leído a DFW, sea por la razón que sea, le recomiendo este cuento. Luego le digo que lea “La filosofía y el espejo de la naturaleza”, del mismo libro. Después le pido que siga con el resto.

Luego viene Entrevistas breves con hombres repulsivos. Y termino con La niña del pelo raro

Sí, parto de sus relatos. Porque en ese juego de falsa concreción se esconde todo ese deseo de abarcar una experiencia completa a través de momentos. Desde un punto A que se expande hacia todos los puntos B, C, D, E, F, G existentes, uno sobre otro, como una colcha de retazos que más que conseguir dar un sentido único, consiguen devolverle a la experiencia de la lectura la idea de que la longitud es lo menos importante. Existen estas cosas cada vez más pequeñas que se van abriendo y que nos hacen medir el hecho narrativo desde otra perspectiva. Un niño pequeño pensando en su adultez, o un adulto pensando en la adultez de un niño quemado, cuando el vapor se ha tragado todo. Y en ese intento de medición de los daños, se recupera algo. No solo se trata de leer más, se trata de que esa lectura se vuelva más y más grande, sobre todo cuando cierras el libro.

A veces, en serio, me pasa que prefiero el David Foster Wallace de estos cuentos, o el de su ensayo sobre el humor en Kafka, o su texto sobre la biografía de Tracy Austin.

Cinco minutos con él son suficientes.


El rey pálido: cinco apuntes sobre una novela inacabada



UNO. El rey pálido es una obra incompleta (David se suicidó en el 2008, escribiéndola; o quizás no, tal vez dejó de escribirla unos días antes y la abandonó como se abandona lo que ya no se puede continuar, es decir, con alivio).

Las novelas redondas, perfectas circunferencias con un agujero en el centro, fingen no ser sinécdoques, pequeñas representaciones; quieren ser mundo, quieren ser organismo.

Las novelas voluminosas, fragmentarias, inacabadas, como 2666, como El rey pálido, desechan el compás y dibujan un círculo a pulso para que en el papel no quede más que la no-geometría y aparezcan, arrastrándose, las figuras-tubérculos —multiformes, pluricelulares, de latidos violentos, de pulmones-globo—.

DOS. Escribir sobre el tedio, sobre la deshumanización, sobre el mecanicismo y la instrumentalización en el sistema burocrático moderno, escribir a través de un catalejo que apunta a la agencia tributaria, pensar el tedio, ser el tedio, mutar en el héroe de escritorio y mirar el reloj que parece una pintura de Dalí y mirar el tiempo derretido, ser el tiempo derretido, escribir sudando, escribir y sudar como cerdo con corbata, ser cerdo con corbata, ser la novela que escribes.

Única interpretación posible: El rey pálido es una muy larga carta de suicidio.

TRES. ¿Es coherente consigo misma una novela sobre el tedio que es interesante? ¿El aburrimiento forma parte del espectáculo de la imagen del mundo? ¿Es el tedio el hilo que nos conecta, como piezas de un mismo engranaje, y que tira de nosotros día tras día, hasta el final, agazapado en cada acción inveterada?

La clave burocrática subyacente es la capacidad de soportar el aburrimiento. Para operar con eficiencia en un entorno que descarta todo lo que es vital y humano. Para respirar, por así decirlo, sin aire. La clave es la capacidad, ya sea innata o condicionada, para encontrar el otro lado del trabajo de a pie, de lo nimio, de lo que no tiene sentido, de lo repetitivo y de lo absurdamente complejo. Para ser, en pocas palabras, inmune al aburrimiento. (…) Es la clave de la vida moderna. Si eres inmune al aburrimiento no hay literalmente nada que no puedas conseguir.(*)

El rey pálido redescribe una verdad que por repetición se ha invisibilizado: que somos papeleo, números, activos y pasivos, sistema, burocracia, y nos hace verla como si fuera exterior a nosotros mismos, como si fuera un bicho sobre la mesa, inquieto, repulsivo, pero luego entendemos que no, que esa fealdad reposa dormida en nuestra carne, que somos la fealdad de la funcionalidad de la urbe y que no hay belleza; que no hay belleza en esa verdad.

CUATRO. En El rey pálido las historias que se entrelazan no tienen un clímax. Es una novela para lectores que no buscan circunferencias, sino deformidades. Es una novela para lectores que disfrutan de la escritura de otros, de la cadencia, de la búsqueda de un lenguaje expresivo, un lenguaje que realmente diga algo dentro del caos de los calcos, de las repeticiones, de los vaciamientos de la palabra.

CINCO. Una novela siempre es el ensayo de la novela que el autor en realidad quería escribir. El mejor de los ensayos es sólo la silueta oscurecida de un intento mucho más complejo, y esa complejidad está destinada a escaparse, a desvanecerse entre las líneas de aquello que se logró hacer; y aquello que se logró hacer es, a veces, mejor que lo que originalmente se pretendía escribir. He ahí el misterio.


(*) David Foster Wallace, El rey pálido. Editorial Mondadori, págs. 444-445

miércoles, junio 12

La palabra amenazada

POR: LEIRA ARAUJO.


Violencia y lenguaje

Ivonne Bordelois plantea, en La palabra amenazada, una nueva estructura del pensamiento a partir del lenguaje, en el cual la palabra como tal goza de independencia y sobre ella se construyen criterios, conceptos y metáforas para explicar su funcionamiento. Así como el ser humano genera violencia desde el instante en el que piensa en este concepto y lo verbaliza, a su vez se violenta a la palabra con  “el prejuicio que la define exclusivamente como un medio de comunicación” (Bordelois, p. 11) negándole las infinitas posibilidades ligadas a lo lúdico, a la poesía, a la experimentación dentro del campo lingüístico. Incluso, en este juego con la palabra se produce placer, se experimenta goce estético, e Ivonne Bordelois establece un nexo entre este acto y el erotismo.

“Entre la lengua parlante y la oreja escuchante hay una relación análoga a la que existe entre el falo y la vulva.” (Bordelois, p. 12)  Y esta libido gracias al sistema simbólico puede trasladarse a las palabras y al sentido que se construye al anexar unas con otras, al contextualizarlas, al crear; prevaleciendo este carácter sobre otras particularidades de la palabra.  A través de la palabra también se descubre, no es fortuito por ello que los etimólogos encuentren placer en hallar nexos entre palabras con sentidos radicalmente opuestos pero que provienen de una misma raíz, que a través de los años han sido modificadas para el uso y las necesidades humanas; siendo nosotros en nuestra cotidianidad los principales agentes de violencia sobre ellas.  Mas, no siempre fue así, utilizado como objeto cualquiera, y destaca a los poetas como Shakespeare o Marlowe, que se atrevieron a contemplar  la belleza y a escuchar las palabras, a tomarlas como nuevas, a valorar las posibilidades que les brindaban, a encontrarles el valor fonético, simbólico, literario dentro de su lengua particular: el inglés.

Poesía y lenguaje

La palabra no puede ser efímera. Keats propuso que todo lo que es bello de verdad, perdura y dentro de ese sentido, lo ha hecho en cualquier etapa histórica. Bordelois cita versos de Lorca y de Neruda, ratificando que en lugares diversos, de autores diferentes, en géneros y estilos variados y situaciones políticas, la palabra es lo único que perdura gracias a la poesía. Parafrasea a Alfonso Reyes porque la poesía “es el baile del habla” (Bordelois, p. 86) exigiéndonos disfrutarla sin necesidad de intentar comprenderla como queremos capturar el sentido de todo lo que nos rodea, porque la poesía no es definible.

Se destaca que la poesía retoma la experiencia inerte: las particularidades de un día que se escapan, los detalles de la vida en sí y que combinada con silencios produce la verdadera recepción de belleza en un lector. La poesía no está dirigida al lector, sino al lenguaje; pero se construye nuevamente gracias a la interacción con un lector. Y aquí, en el carácter subjetivo de la palabra y su uso, se llega a una conclusión: “Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayores debilidades” (Bordelois, p. 89) pues se puede ocultar en ella a modo de panfleto, descargas políticas, y demás consideraciones ajenas del todo al sentido poético y al énfasis lírico de un poeta que sólo escribe para contemplar y crear algo bello e intangible que genere algo en un lector.

Este texto busca la apertura de los lectores ante la palabra como algo más que parte del lenguaje, de un idioma, de un medio de comunicación. La palabra debe jugar y debe ser usada en el juego poético, pues a través de éste la belleza continúa perpetuándose, transmitiendo y generando emociones, contando lo que no se comunica, lo que se aprehende, lo que se adhiere a nuestra conciencia como un flujo de realidad no contemplada y eso es algo universal e ilimitado.

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Bordelois, I. (2003). La palabra amenazada. Libros del Zorzal, Buenos Aires. (Páginas 11-12, 86-89) 

miércoles, febrero 20

El enfermo Molière - Rubem Fonseca



POR: PILAR CALDERÓN.

Precisamente el diecisiete de febrero se recuerda el aniversario de la muerte del dramaturgo francés Jean Baptiste Poquelin, conocido por todos como Molière. De los datos que he podido observar en la red, la muerte ocurrió en el año 1673 durante el período del Luis XIV, el Rey Sol. Molière se desvaneció mientras actuaba El enfermo imaginario, era la cuarta presentación, y sería la última; al trasladarlo a su domicilio muere por razones no establecidas. 

Rubem Fonseca, escritor brasileño contemporáneo en la novela El enfermo Molière, (Norma, 2003) menciona y se apropia de la historia de Molière acercándolo al lector a la época, vida y génesis de sus comedias, a través de la intertextualidad. El efecto recreativo a través de la alusión a los textos clásicos recrea un texto matizado en obra teatral, biografía y encadenamiento detectivesco.

La novela es narrada por el marqués anónimo, quien admira al gran dramaturgo e intenta seguirle los pasos. De ahí se desprende la historia  cuyo escenario aristócrata en Versalles nos introduce a los amores clandestinos, las intrigas palaciegas, las reuniones literarias, los prejuicios religiosos, los celos profesionales, situaciones de las que Molière ha sido protagonista y las has traslado a la ficción. El Marqués emula al amigo, lo homenajea escribiendo desde su particular estilo. La sospecha del envenenamiento del ilustre dramaturgo obliga al marqués a ponerse el traje de Molière, al escribirlo vislumbramos la vida, una época y a la vez, desciframos una propuesta  de escritura.

miércoles, enero 30

Zancadillas irónicas en el cuento 'Las mujeres miran las estrellas' de Pablo Palacio.

POR: PILAR CALDERÓN.

Al retornar a la obra de Pablo Palacio me identifico con las palabras de Barthes (S/Z) acerca de la relectura,  “no es ya consumo, sino juego (ese juego que es el retorno de lo diferente)”, así, percibo el extrañamiento, las palabras al sonarme  diferentes marcan el sesgo literal, lo  sígnico me traslada a una mirada singular, hacia el discurso en la superficie, como si las palabras estuvieran ahí dispuestas a ser intercambiadas y remodeladas; parecería que fueran solo cascarón, pero no, al discurrir por los modos narrativos aquellas tienen sentido, ¡claro!, lo justo para construir la  ironía, el recurso/resultado narrativo   para desestabilizar lo convencional.

      Por cierto, al describir mi experiencia en la obra de Palacio surgen los rasgos del vanguardismo del cual él es uno de los representantes en  Latinoamérica. Las diversas tendencias del vanguardismo que se originan en Europa a partir  de las dos primeras décadas del siglo XX coinciden en la libertad y apertura hacia nuevas formas artísticas, se produce la ruptura en cuanto a la recepción del producto artístico, la mirada, la perspectiva cambia, en lo pictórico, y en lo literario el lenguaje busca también dislocar el discurso canónigo.

      Ahora bien, ¿qué aspectos de las narraciones de Pablo Palacio podrían persuadir al lector actual?

Examino el cuento La mujeres miran las estrellas, publicado en la revista Hélice el año 1926 y  narro:

      El historiador  cuarentón Juan Gual en el estudio de su casa  pretende razonar de cabeza sobre los  folios, junto a él, yace  el  copista; sí, hasta el último aliento el historiador no pierde detalle de los sucesos, cual repetición inútil oraliza los datos, pero todo el esfuerzo intelectual, (el narrador dice que mejor son los locos) se diluye en pensamientos lascivos producto de la insatisfacción debido a  su disfunción viril; la falta   lo avergüenza especialmente ante su joven esposa que “tuerce” ;-0 miradas hacia el joven copista (¿no dije que era joven?). Entonces,  Juan Gual requiere urgentemente alguna receta casera que lo cure no solo del “vigor” sino  de  ingenuidad,  ya que la esposa espera un hijo y no es precisamente de él.

        La reseña anterior puede estar sujeta a cambios,  lo que interesa destacar es el método incisivo (particular mirada) del narrador distribuyendo las palabras literales y extrañas combinaciones sobre la trama con el fin de desestabilizar en la ironía los prejuicios y orgullos de Juan Gual. El punto de vista del narrador pone en evidencia a través de los recursos del lenguaje las sombras de Juan Gual y particularmente  la versatilidad en las combinaciones lingüísticas (lo literal del significante  equilibra el  sentido en la  ironía) que instituyen lo literario. 

De la mano de  Las mujeres miran las estrellas, presento algunos aspectos que muestran la poética de Pablo Palacio a partir de mi lectura:

-La dislocada y perturbada alegoría en el siguiente párrafo: 

      Juan Gual, dado a la historia como a una querida, ha sufrido que ella le arranque los pelos y le arañe la cara.

-El baño vanguardista: Tropos audaces 

“Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maníacos, y el maníaco es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón.”
  
-Exploración irónica del narrador, da en el blanco y acierta:

Pero el hombre de estudio no ve estas cosas o permanece escarbando en las narices del tiempo la porquería de la fecha o hilvanando la inutilidad de una imagen, o abusando inconsiderablemente de los sistemas inductivo y deductivo.

-Los  significantes del cubismo, todo se vuelve plano como un mensaje de texto: 

El historiador Juan Gual Del gran trapecio de la frente le cuelgan la pirámide de la nariz y el gesto triangular de la boca, comprendido en el cuadrilátero de la barbilla.
 El señor Gual endereza su pequeño cuerpo y va a besar en la frente a su mujer. Esta mujer, clavando una mirada oblícua en Temístocles, hace de su boca un paréntesis.

-Oda a la mirada bien mirada que se convierte en reflexión filosófica:

Siempre estamos mirando a la ventana, que pase el buen tiempo. Aguardamos que caigan las soluciones del tiempo mismo. Sentados en nuestras butacas contemplamos el cinematógrafo de nuestros hechos. Miramos hacia arriba para encontrar la claraboya por donde hemos de salirnos, pálidos y azorados, y ser espectadores del propio drama estupefactos, si es posible, si la vida lo permite.
-La ironía indigesta parcialmente  a Juan Gual, el cinismo aflora y la reputación está salvada:

El señor Gual se traga algo tan voluminoso que parece una cuartilla de monólogo, y continúa, más difícilmente debido al atragantamiento.
-Eso de la muchacha…ya pasó. (…) Sólo los perros son fieles…para con los hombres. Sólo los perros: lo perros.
Silencio.
Este es el sello narrativo de Palacio la relectura siempre dará  otra oportunidad   para seguir mirando las estrellas.