POR: FRANCISCA MARTÍNEZ.
Bajo esa luz, casi irreal, la ciudad parecía haberse vuelto de porcelana. (…) contemplando ese paisaje y pensando que uno puede llegar a amar una ciudad como se ama a una mujer.
Abdón Ubidia-Ciudad de invierno.
¿Qué podríamos decir de un hombre que puede observarlo todo?
Más o menos esa sería la interrogante principal que el lector tendría
taladrando en su conciencia. Digamos que el personaje principal del relato de
Ubidia, Ciudad de invierno, es un observador insistente: recorre las calles de
Quito con la rutina atrapada entre el grito y la resignación; es un ser tan
común y citadino, que podría decirse que al principio de la narración no
pasaría del hombre con rasgos de cansancio y misantropía propia del devenir de
cualquier gran ciudad. Desde las primeras páginas de esta nouvelle llegamos a
la conclusión de que se defiende en los espacios. Con esto me refiero a que
tenemos un macrocosmos, la ciudad de invierno, y un microcosmos, el hogar del
narrador y todos estos puntos espaciales en los que se mueve la típica clase
media de cualquier parte del mundo. En un sentido mucho más metafórico, los
celos y la conciencia se convierten en el lugar de los ataques de la voz. Pero,
¿qué nos cuenta Ubidia?
El autor en cuestión nos traslada a una ciudad con
diferentes puntos de vista, es una ciudad móvil que sigue estancada: las
estaciones manipulan los estados de ánimo, la monotonía consume a los
habitantes, pero es ahí donde la mirada del narrador se mueve en un círculo especial:
la cafetería que frecuenta con sus amigos. Éstos son motivo de su desarraigo
afectivo. Es en este lugar tan microscópico donde la tragedia (según ésta voz)
iniciará. Santiago, su mejor amigo desde la adolescencia, deberá enfrentarse a
los órganos de justicia por un posible desfalco. Nuestro personaje sabe cómo es
Santiago: alienado de cualquier dura realidad y sobre todo un donjuán
empedernido. Al principio, esta noticia simplemente recorre su reducido círculo
de amistades como un chisme, más no un indicio de altruismo al que más adelante
se verá obligado. Santiago entra en el espacio, también sumido en la rutina.
Santiago es impertinente para la paz impuesta con el paso de los años en aquel
hogar. Su amigo se convierte en un caos mental.
Ahora nos enfrentamos a los espacios y cómo encierran a la
voz narrativa. Casi me aventuraría a afirmar que es un rasgo romántico: el acto
reflejo del estado de ánimo en los escenarios del cuento. Como anteriormente
dije, la ciudad de invierno es la metáfora de una Quito recién nacida, casi
proclive al esnobismo propio de las mejoras e incremento de las necesidades
poco indispensables para el habitante. Desde este locus nos habla el narrador.
Él se regodea en estos espacios poco agradables. Él es tan normal como los días
de la semana. Pero se convierte en su peor enemigo. Retomando un poco del
romanticismo y todo lo que tiene que ver la expresa exaltación del yo y sus
confesiones, he ahí un poco de la nouvelle lírica. Existe confesión,
hacinamiento y sobre todo hay una psiquis que martilla al son de la
perturbación auto impuesta y provocada. El narrador es un volcán de celos
dormido. Su mujer, Susana, junto a su familia son lo único seguro e inamovible
que tiene este personaje. La ciudad es un círculo vertiginoso, con códigos
sociales que éste rechaza. El espacio
circundante y global no es sano; está en constante degradación. Sin embargo,
Susana no. Santiago, el amigo que es el molde fabricado por las últimas
tendencias es la degradación e incubadora de lo que el narrador llamaría
«dobles pensamientos».
Los dobles pensamientos se ponen como manifiesto de una
realidad alterna que el narrador fabrica para hacer válida la reducción de su
espacio mental. Éstos lo llenan y él no pretende abandonarlos así se demuestre
lo contrario. Susana y Santiago comienzan a aparecer como sujetos de tortura
psicológica y como pretexto para que la voz narrativa empiece a probar, lo que
yo llamaría, una doble personalidad. Recordando un poco a Otelo –Ubidia cita a
Otelo al inicio del relato–, éste tiene a su fiel servidor Yago; y es este
quien comienza a elaborar una historia alterna entre Desdémona y Cassio; por
supuesto, inteligentemente. Yago es un estratega que une las piezas para que
estas no dejen un cabo suelto que eche a perder todo lo que ha urdido. El
narrador de la historia de Ubidia es precisamente todo lo contrario: en él
reposan tanto Yago como Otelo: «La solución se me vino un poco más tarde, casi
con el sueño. Tenía los párpados ya adormilados cuando se me ocurrió creer que
lo anterior no era sino un gran amasijo de fabulaciones mías por demás
improbables, dictadas por mis celos. Y también dictadas por el insomnio. Pero
si a tanto me movían los celos quería decir que yo había menospreciado mi amor
por Susana». Necesita ver entre los hechos y de ahí sacar una conclusión para
sostener lo alterno. La narración de esta voz representa el pensamiento que
trabaja a revoluciones por segundo; el pensamiento paranoico que siempre estará
en su propia contra: «Y evitaba verme. «¡Estúpida, qué pretendes!», quise
decirle. Callé. Tampoco era el momento de abofetearla» (…) «Nadie concibe el
amor sin celos. Susana no lo concebiría tampoco. ¿Entonces había que
interpretar su comportamiento de esos días, de apenas un minuto atrás, como una
llamada, como un reclamo de amor? Todo calzaba perfectamente. Como las piezas
de un mosaico. En la imaginación de Susana no podía haber un rival mejor que
Santiago: era mi contrapartida perfecta».
Este alter ego nacido de los constantes formulaciones, el
Yago creado para encontrar una salida al abandono propio al que la ciudad lo
somete. El narrador se ve atrapado en su estrechez mental y no se cansará de
buscar la razón a lo que él ha creado para darle un poco de acción a su vida:
«El estallido vino a propósito de la camisa celeste. Esa mañana se me ocurrió
ponérmela. No hubo manera, le faltaban dos botones. Un botón, hasta era
tolerable ¡pero dos botones, era inadmisible! En ese instante no le dije nada a
Susana y resolví guardarme la furia. Pero luego recordé lo de los niños. No los
había llevado a vacunarse. De llevarlos, ellos mismo me lo habrían contado.
Entonces reclamé por las vacunas de los niños. Y luego por la camisa celeste».
La ciudad es un factor inoperante, y por eso mismo es que el narrador se sentía
inoperante. Una nueva fantasía, una realidad paralela le daría la razón. Es un
personaje complejo: es un observador insistente, y este es su principal error:
¿por qué observar hasta gastar la superficie? Básicamente ver más allá era su
alimento.
La ciudad es lo que abona a la esclavitud, ya que es la
misma fotografía que el narrador ve al despertarse. Nada cambia, y eso es lo
que lo lleva a cambiar la realidad en el único pedazo de ciudad en donde no se
ve lo mismo: su casa. Santiago al igual que Cassio es un simple títere de la
imaginación de su amigo. Éste lo rebaja al papel de rival, todas las acciones
descritas parecen hasta exageradas y acomodadas a lo que se quiere ver.
El relato gira en torno a la visión: aquella que simula la
muy humana, y regular, y la que está enardecida por los celos. Es por eso que
también la voz entra en zona de riesgo: no se sabe si lo que dice es real o
pura ficción dentro de la gran ficción. Por decirlo de otra forma: el narrador
caería en la ligereza de ser el arquetipo del celoso. Lo que en realidad no
disgusta porque es verosímil y la intención es darle ceguera tanto al que narra
como al lector. Es una visión difusa todo el tiempo por lo que también hay
cabos sueltos. El narrador decide dar su estocada final quitándole la felicidad
a Susana al denunciar a Santiago. Pero, ¿realmente Susana y Santiago tenían
algo? ¿realmente todo lo que el narrador acomodó para que le creyéramos debía
tener el final que tiene? El narrador solo se encarga de contarnos su tragedia
personal: una historia de engaño, toma una solución y huye. Nada se descubre,
todo queda como en una ley de etcétera: queda a juicio del lector. El
masoquismo inducido por su propia mano es la adrenalina que el narrador busca.
Ciudad de invierno es un relato que crece a medida que el
narrador se abandona por unos celos mal infundados. Se suelta en su capacidad
de observación, en su análisis diario sobre su situación dentro de la ciudad de
su futuro invierno de la culpabilidad. No necesita justificación para sus
acciones, simplemente la ceguera de la ejecución es la que lo domina. Ciudad de
invierno maneja una narración lúcida a pesar del caos que representa. Es más,
me parece muy prolijo para una voz tan sometida a los celos. Al igual que Yago,
es un estratega, pero como Otelo, es la víctima de la presión de la sesudez que
implica atar cabos y buscar pruebas del engaño. En lo personal, Ciudad de
invierno es la metáfora del tiempo gastado, del cambio innecesario e incómodo;
de la adultez y la vida matrimonial crónica, que con solo once años de
recorrido se cree acabada. Pero siempre hay cabida a la necesidad de acción
aunque esta devenga en perturbación.