miércoles, enero 9

Abdón Ubidia y porcelana invernal


POR: FRANCISCA MARTÍNEZ.
Bajo esa luz, casi irreal, la ciudad parecía haberse vuelto de porcelana. (…) contemplando ese paisaje y pensando que uno puede llegar a amar una ciudad como se ama a una mujer. 
Abdón Ubidia-Ciudad de invierno. 
¿Qué podríamos decir de un hombre que puede observarlo todo? Más o menos esa sería la interrogante principal que el lector tendría taladrando en su conciencia. Digamos que el personaje principal del relato de Ubidia, Ciudad de invierno, es un observador insistente: recorre las calles de Quito con la rutina atrapada entre el grito y la resignación; es un ser tan común y citadino, que podría decirse que al principio de la narración no pasaría del hombre con rasgos de cansancio y misantropía propia del devenir de cualquier gran ciudad. Desde las primeras páginas de esta nouvelle llegamos a la conclusión de que se defiende en los espacios. Con esto me refiero a que tenemos un macrocosmos, la ciudad de invierno, y un microcosmos, el hogar del narrador y todos estos puntos espaciales en los que se mueve la típica clase media de cualquier parte del mundo. En un sentido mucho más metafórico, los celos y la conciencia se convierten en el lugar de los ataques de la voz. Pero, ¿qué nos cuenta Ubidia?

El autor en cuestión nos traslada a una ciudad con diferentes puntos de vista, es una ciudad móvil que sigue estancada: las estaciones manipulan los estados de ánimo, la monotonía consume a los habitantes, pero es ahí donde la mirada del narrador se mueve en un círculo especial: la cafetería que frecuenta con sus amigos. Éstos son motivo de su desarraigo afectivo. Es en este lugar tan microscópico donde la tragedia (según ésta voz) iniciará. Santiago, su mejor amigo desde la adolescencia, deberá enfrentarse a los órganos de justicia por un posible desfalco. Nuestro personaje sabe cómo es Santiago: alienado de cualquier dura realidad y sobre todo un donjuán empedernido. Al principio, esta noticia simplemente recorre su reducido círculo de amistades como un chisme, más no un indicio de altruismo al que más adelante se verá obligado. Santiago entra en el espacio, también sumido en la rutina. Santiago es impertinente para la paz impuesta con el paso de los años en aquel hogar. Su amigo se convierte en un caos mental.

Ahora nos enfrentamos a los espacios y cómo encierran a la voz narrativa. Casi me aventuraría a afirmar que es un rasgo romántico: el acto reflejo del estado de ánimo en los escenarios del cuento. Como anteriormente dije, la ciudad de invierno es la metáfora de una Quito recién nacida, casi proclive al esnobismo propio de las mejoras e incremento de las necesidades poco indispensables para el habitante. Desde este locus nos habla el narrador. Él se regodea en estos espacios poco agradables. Él es tan normal como los días de la semana. Pero se convierte en su peor enemigo. Retomando un poco del romanticismo y todo lo que tiene que ver la expresa exaltación del yo y sus confesiones, he ahí un poco de la nouvelle lírica. Existe confesión, hacinamiento y sobre todo hay una psiquis que martilla al son de la perturbación auto impuesta y provocada. El narrador es un volcán de celos dormido. Su mujer, Susana, junto a su familia son lo único seguro e inamovible que tiene este personaje. La ciudad es un círculo vertiginoso, con códigos sociales que éste rechaza.  El espacio circundante y global no es sano; está en constante degradación. Sin embargo, Susana no. Santiago, el amigo que es el molde fabricado por las últimas tendencias es la degradación e incubadora de lo que el narrador llamaría «dobles pensamientos».

Los dobles pensamientos se ponen como manifiesto de una realidad alterna que el narrador fabrica para hacer válida la reducción de su espacio mental. Éstos lo llenan y él no pretende abandonarlos así se demuestre lo contrario. Susana y Santiago comienzan a aparecer como sujetos de tortura psicológica y como pretexto para que la voz narrativa empiece a probar, lo que yo llamaría, una doble personalidad. Recordando un poco a Otelo –Ubidia cita a Otelo al inicio del relato–, éste tiene a su fiel servidor Yago; y es este quien comienza a elaborar una historia alterna entre Desdémona y Cassio; por supuesto, inteligentemente. Yago es un estratega que une las piezas para que estas no dejen un cabo suelto que eche a perder todo lo que ha urdido. El narrador de la historia de Ubidia es precisamente todo lo contrario: en él reposan tanto Yago como Otelo: «La solución se me vino un poco más tarde, casi con el sueño. Tenía los párpados ya adormilados cuando se me ocurrió creer que lo anterior no era sino un gran amasijo de fabulaciones mías por demás improbables, dictadas por mis celos. Y también dictadas por el insomnio. Pero si a tanto me movían los celos quería decir que yo había menospreciado mi amor por Susana». Necesita ver entre los hechos y de ahí sacar una conclusión para sostener lo alterno. La narración de esta voz representa el pensamiento que trabaja a revoluciones por segundo; el pensamiento paranoico que siempre estará en su propia contra: «Y evitaba verme. «¡Estúpida, qué pretendes!», quise decirle. Callé. Tampoco era el momento de abofetearla» (…) «Nadie concibe el amor sin celos. Susana no lo concebiría tampoco. ¿Entonces había que interpretar su comportamiento de esos días, de apenas un minuto atrás, como una llamada, como un reclamo de amor? Todo calzaba perfectamente. Como las piezas de un mosaico. En la imaginación de Susana no podía haber un rival mejor que Santiago: era mi contrapartida perfecta».

Este alter ego nacido de los constantes formulaciones, el Yago creado para encontrar una salida al abandono propio al que la ciudad lo somete. El narrador se ve atrapado en su estrechez mental y no se cansará de buscar la razón a lo que él ha creado para darle un poco de acción a su vida: «El estallido vino a propósito de la camisa celeste. Esa mañana se me ocurrió ponérmela. No hubo manera, le faltaban dos botones. Un botón, hasta era tolerable ¡pero dos botones, era inadmisible! En ese instante no le dije nada a Susana y resolví guardarme la furia. Pero luego recordé lo de los niños. No los había llevado a vacunarse. De llevarlos, ellos mismo me lo habrían contado. Entonces reclamé por las vacunas de los niños. Y luego por la camisa celeste». La ciudad es un factor inoperante, y por eso mismo es que el narrador se sentía inoperante. Una nueva fantasía, una realidad paralela le daría la razón. Es un personaje complejo: es un observador insistente, y este es su principal error: ¿por qué observar hasta gastar la superficie? Básicamente ver más allá era su alimento.

La ciudad es lo que abona a la esclavitud, ya que es la misma fotografía que el narrador ve al despertarse. Nada cambia, y eso es lo que lo lleva a cambiar la realidad en el único pedazo de ciudad en donde no se ve lo mismo: su casa. Santiago al igual que Cassio es un simple títere de la imaginación de su amigo. Éste lo rebaja al papel de rival, todas las acciones descritas parecen hasta exageradas y acomodadas a lo que se quiere ver.

El relato gira en torno a la visión: aquella que simula la muy humana, y regular, y la que está enardecida por los celos. Es por eso que también la voz entra en zona de riesgo: no se sabe si lo que dice es real o pura ficción dentro de la gran ficción. Por decirlo de otra forma: el narrador caería en la ligereza de ser el arquetipo del celoso. Lo que en realidad no disgusta porque es verosímil y la intención es darle ceguera tanto al que narra como al lector. Es una visión difusa todo el tiempo por lo que también hay cabos sueltos. El narrador decide dar su estocada final quitándole la felicidad a Susana al denunciar a Santiago. Pero, ¿realmente Susana y Santiago tenían algo? ¿realmente todo lo que el narrador acomodó para que le creyéramos debía tener el final que tiene? El narrador solo se encarga de contarnos su tragedia personal: una historia de engaño, toma una solución y huye. Nada se descubre, todo queda como en una ley de etcétera: queda a juicio del lector. El masoquismo inducido por su propia mano es la adrenalina que el narrador busca.

Ciudad de invierno es un relato que crece a medida que el narrador se abandona por unos celos mal infundados. Se suelta en su capacidad de observación, en su análisis diario sobre su situación dentro de la ciudad de su futuro invierno de la culpabilidad. No necesita justificación para sus acciones, simplemente la ceguera de la ejecución es la que lo domina. Ciudad de invierno maneja una narración lúcida a pesar del caos que representa. Es más, me parece muy prolijo para una voz tan sometida a los celos. Al igual que Yago, es un estratega, pero como Otelo, es la víctima de la presión de la sesudez que implica atar cabos y buscar pruebas del engaño. En lo personal, Ciudad de invierno es la metáfora del tiempo gastado, del cambio innecesario e incómodo; de la adultez y la vida matrimonial crónica, que con solo once años de recorrido se cree acabada. Pero siempre hay cabida a la necesidad de acción aunque esta devenga en perturbación.