miércoles, diciembre 18

Los culpables de Villoro


Tal vez la culpa sea el factor más religioso y palpable que se hereda al nacer en esta región del planeta; nos educaron con la culpa, crecimos y dejaremos este mundo con ella. El quinto libro de cuentos de Juan Villoro nos remite de cierto modo a esta idea valiéndose del relato hablado en primera persona.

Lacan decía alguna vez que sólo se puede ser culpable de haber cedido en el deseo. Los personajes que componen Los culpables arrastran todo el tiempo una culpa “post derrota”, asumen sus errores como un acto de redención que se traduce hacia lo que significa ser latinoamericano. Villoro hace hablar a sus personajes desde la llaga que implica haber nacido en un país violento, machista y flagelado fuertemente por el narcotráfico.

Un mariachi tricófílo es quien encara la primera historia de este libro; la figura de este cantante bordea constantemente lo paródico. No sería descabellado plantear la idea de este personaje como un antimariachi: el cantante de Villoro sueña que maneja un Ferrari y atropella sombreros charros, rompe con los preceptos de lo “mero mexicano” y filma películas independientes en donde besa a otro hombre –sin ser homosexual, nada más para que todos vean que hay que ser lo suficientemente hombre como para besar a otro hombre. Se hace palpable lo introspectivo del cuento conforme el personaje va recordando como incursionó en la canción ranchera: “Mi madre murió cuando yo tenía dos años, es un dato esencial para entender por qué puedo llorar cada vez que quiero”, dice el mariachi.

“Patrón de espera” es quizás el relato más intimista; aborda el problema de una relación de pareja que parece haber quedado en pausa mientras el narrador vuela por negocios, suplicio que daría pie a que éste cometa una infidelidad. “¿Extraña Clara anticipar mis aviones perdidos como los gatos anticipan los temblores? ¿Qué extraña cuando extraña a Unica, nuestra gata? ¿Qué hora es en mi país? ¿Alguien más pierde un vuelo?” El narrador se siente culpable de no llegar a tiempo para impedir que su novia le sea infiel a él también; su culpa radica en que el azar de los aviones no le juegue una mala pasada, mas no en cómo procedió siendo infiel en uno de los intersticios de su vuelo.

“El silbido” narra la decadente carrera de un futbolista que se retira a jugar a un equipo de segunda categoría en el desierto mexicano. Una zona tomada por mafias chinas y atentados por disputas de territorios es el escenario de este jugador que nunca supo concretar los puntos clave de su carrera. Él sacrifica la gloria de su equipo por un gesto de amistad, y dice: “salí del campo y comenzó mi vida”, asumiendo la derrota como un punto para volver a comenzar.

El cuento “Los culpables” recae sobre la distancia que separa a dos hermanos que se ven vinculados en un lío amoroso mientras escriben un guión de cine que los convierte cada vez más en monstruos. En “El crepúsculo Maya” se repite la premisa de la deslealtad sexual; el narrador le hace pagar una mala jugada a un amigo suyo del pasado. Una iguana se convierte en el símbolo exótico y leitmotiv de la historia. El relato del final del libro intenta retratar el contexto violento sobre los secuestros exprés en la ciudad de México, un relato de tipo policiaco en donde se caricaturiza la visita de un periodista norteamericano que intenta darse fama escribiendo historias amarillistas sobre la violencia y la de su amigo, un guionista mexicano, quien  le sirve de guía por toda la ciudad. En esta historia se vuelve a topar el tema de las relaciones sentimentales que rozan lo imposible.

“Necesito lo que odio”, dice en algún momento uno de los personajes de Villoro, y con esta contundente frase se podría hacer un esbozo acerca de lo que une a todos estos personajes. Los culpables de este libro no proceden de la congoja que trae consigo el concepto católico, sino que buscan regodearse en ella; la purificación consiste en redimirse y elever el remordimiento como un factor necesario en sus vidas. Aquí los personajes sufren y hurgan en su pasado para sabotear su presente, su dignidad radica en el desconsuelo. La manera en la que están narradas estas historias nos convierte en testigos de lo inevitable: la incriminación como un acto de apología, como una catarsis necesaria.