POR: TATIANA LANDIN.
La obra Machos se presentó en el teatro Fedenador bajo la dirección de Cristoph Baumann el pasado 31 de enero y 1 de febrero en Guayaquil. (Fotografías cortesía de Dolores Ochoa.)
Aprovechar la oferta
de entretenimiento en Guayaquil es
sencillo, sólo basta revisar las
opciones que abren los principales
teatros y entidades culturales. Se trata solamente de elecciones propias, muy pocas veces el
espectador se puede dar el lujo de descartar y entrar en conflicto por las posibilidades de elegir. Esto pudo ocurrir en viernes
31 de enero y sábado 1 de febrero, días que obligaban a escoger entre el musical Enredos, la comedia Monogamia y la
obra quiteña Machos.
La elección se inclinó por Machos, que venía con el prestigio de algunas temporadas presentadas en Quito desde el 2013, en las que recogió
amplia taquilla.
Machos es la versión de la obra Hombres del dramaturgo
español Sergi Belbel. En nuestro país se
llevó a escena bajo la dirección de Cristoph Baumann y contó con las
actuaciones de Cristina Rodas, Sonia Valdez, Aurora Feliú y María Beatriz
Vergara. En una sala no aprovechada totalmente (imposible llenar ese enorme
espacio con escasa publicidad, o acaso por
la proverbial pereza guayaquileña para ser espectador dramático), en el
teatro Fedenador. Para empezar, fue una buena decisión que voces en off
ambientaran la espera con frases célebres en torno al hombre seductor y hasta
con la aparición de las imágenes de Don
Juan y Casanova, entre otros clásicos
símbolos del arquetipo de la seducción.
¿Qué consigue una representación que cambia a sus actores?
Alguna vez en Madrid se representó La casa de Bernarda Alba con un varón en el
papel de la tiránica madre de la familia andaluza que conforma la famosa pieza de García Lorca.
La crítica dijo que el peso patriarcal de la protagonista solo podía darlo un
hombre. En esta obra cuatro mujeres representan a muchos hombres en
afán de que esa “construcción social” que es la masculinidad aflore en una serie
de aspectos conductuales, imaginarios y situaciones comunes. Las mujeres ven
“cómo son” los hombres y se los dicen con representaciones que pueden funcionar
como espejos para el autoanálisis de cada miembro del sexo masculino.
Lo novedoso de esta representación es la armonía entre la
intención cómica y el realismo de los diálogos: hay una buena sintonía entre las cuatro actrices que conversan divertidamente alrededor de los conflictos clave de la vida
de los varones.
La escenografía sencilla confía en la
fuerza interpretativa de las actrices, y el espectador pronto se da cuenta de
esas capacidades. El coro de tres mujeres fue uno de los grandes aciertos de la
obra porque supuso la sincronización de
las voces actorales ante un sketch que giraba en torno a los reclamos, que iban
desde la impotencia sexual y la falta de preocupación afectiva de un hombre
mayor que representaba al esquema manipulador masculino. Este recurso del
teatro clásico estuvo muy bien aprovechado en una obra actual.
Las actrices muestran su versatilidad de actuación porque —como ocurre en el teatro contemporáneo— tienen el reto de interpretar más de
un rol. La obra pone en despliegue las grandes posibilidades de comunicación y
fuerza creativa que el teatro exige. Así, las intérpretes pasan de caracterización en caracterización:
de baile, de lenguaje, de canto, de gestos que comprometen su fuerza creativa, porque quién más puede
darle vida a su propio papel sino es el intérprete. Por ese poder cada personaje pasa a ser único en cada
puesta en escena. Quién podrá olvidar a Cristina Rodas haciendo el papel de un
“bobo”. Con sus propias palabras: “No
soy un soplón”. O representando al hombre calvo que baila tango en el escenario.
Sin duda hay poder, es evidente que ella está poseída por la fuerza que sólo enciende un buen comunicador.
La dirección dinámica y creativa de Christoph Baumann despliega en siete sketches una innovadora forma de combinar expresiones teatrales que antes se daban por
separado: comedia, drama y melodrama entre el tango, la música que sirve para
ambientar las acciones y acelerar el ritmo en la escena. Esa medida es uno de
los méritos notables de esta obra. Y plantea una visible diferencia al
preferir calidad y reconocimiento del humor que no raya en lo
grotesco o en lo light y que tan de moda
está en nuestros días en los canales de
tv nacionales. La escena local está saturada de bromas que apelan al género,
al erotismo y al cuerpo.
La asistencia de la
noche aplaudió y se mostró receptiva a esta calidad de teatro, cuya visita hace bien a Guayaquil. Parte de nuestra
ciudad espera el enriquecimiento de la
oferta cultural, que se tarda en despegar más por problemas de público que de
artistas capaces y originales.