POR: ANAMARÍA GARZÓN MANTILLA*
Siempre he considerado que es un privilegio estar cerca de
personas capaces de crear. Aunque lo que pasa por sus mentes muchas veces es
territorio insondable, hay ocasiones en que dejan escapar pequeños gestos que
revelan sus procesos creativos, sus relaciones con la palabra y las formas.
Puedo presumir que conozco a Marcela desde hace varios años y siento una
alegría inmensa al pasar las páginas de su libro, Matrioskas, que reúne
veinticuatro cuentos.
Sé que en él se guardan múltiples capas de su cabeza y,
aunque una escritora no es sus personajes, no puedo evitar hallarla en sus
palabras y recuerdo con cariño el tiempo compartido y cómo en ese largo proceso
de aprendizaje que es la amistad, descubrí que Marcela tiene el don de la
palabra justa: la palabra justa para desatar la risa (quienes la conocen, en el
mundo 1.0 o 2.0, saben que su sentido del humor es exquisito: oscuro, distante
y sereno, sin estridencias), la palabra justa para avivar odios y fastidios
compartidos, la palabra justa para aplacar los miedos o entregarse a ellos sin
falsas fortalezas, la palabra justa para pelear contra el sinsentido, aunque al
final sólo quede resignarse y dar un paso al costado para lidiar con el
desatino del mundo y sobrellevarlo. Sobrellevarlo, sí, pero sin concesiones ni
entregas que dobleguen al espíritu. Y son esas palabras justas las que dan
forma a Matrioskas, que es producto de años de escritura y otros tantos de
revisión y reescritura; sobre todo eso, revisión y reescritura, pues Marcela es
dueña de un rigor implacable en su trabajo.
En muchos de sus cuentos, los personajes miran la vida desde
el borde, al filo del camino. Lo expresa mejor la protagonista de “Velorio”,
cuando dice: “A pesar de mi pésimo equilibrio, me he mantenido en la cuerda
floja demasiado tiempo. Con el deseo oculto de caer hacia los cocodrilos. Sin
la resolución de volver a tierra firme”. Y actúan desde ahí, como si estuviesen
protegidos por una cápsula de cristal que les separa de lo mundano, pero que a
la vez les vuelve vulnerables y ven entrar al mundo entero por sus ojos, sin
ser capaces de detener el caudal de estímulos. Se salvan de ese vértigo
reteniendo instantes, deconstruyendo lo recibido y deteniéndose en cosas que
parecen intrascendentes y poco prácticas, pero para ellos son el salvavidas que
les permite sobrevivir, no dejarse devorar por lo cotidiano y seguir caminando
a unos cuántos centímetros sobre el suelo, sin claudicar.
Hay personajes de Marcela que enfrentan la cotidianidad
desde una extrema conciencia del cuerpo y del dolor. Se saben medianamente
incapacitados para lidiar con lo corriente y en ocasiones tratan de actuar
normalmente, convirtiéndose en una pequeña legión que se infiltra en los
espacios cotidianos: aceptan citas, acuden a bares, comen en restaurantes de
moda. Fingen sensatez para olvidar el dolor, para no sucumbir ante la angustia
–o el aburrimiento– de las noches en blanco, para ocultar que se desintegran.
Son personajes que guardan una extrema fidelidad hacia sí
mismos. Si pensamos en “Matrioskas”, el cuento que da nombre al libro, nos
enfrentamos a una vocación implacable por explorar el cuerpo y desembarazarse
de recuerdos capa a capa como una Matrioska, precisamente, para llenarse de
vacío y empezar con la nada, desde cero.
Esa nada y ese arranque hallan también un asidero cuando
Marcela se mete en los terrenos de la virtualidad. La condición de lo virtual
permite la creación de una vida a la medida, y los placeres y juegos de
seducción guiados por el instinto y el intelecto son desfogue, refugio y campo
de experimentación. En ese territorio una misma, sujeta a las condiciones del
sistema 2.0, se da y recibe al otro, se
construye y fantasea con la posibilidad de que la construcción de esa persona
que escribe desde zonas remotas –cercanas o no– sea tan real como parece. En
ese campo, desvirtualizarse es romper la zona de confort, atreverse a romper la
matrioska. Unos se atreven y otros no.
(*) Texto leído en la presentación de Matrioskas en el Ochoymedio el 17 de abril de 2014.