No hay punto de discusión: el hambre de ficciones la
atiende, a plenitud, la televisión en nuestros días. El serial de televisión, primo hermano de la telenovela y
de la novela por entregas del periodismo decimonónico, ha captado los gustos
masivos. Yo lo entiendo perfectamente como expresión de una cultura que se ha
ido distanciando de la narración impresa para instalarse en lo audiovisual.
Algunos podrían sostener que en el fondo late la misma necesidad: la de matizar
la ordinaria vida cotidiana con historias que permiten al receptor —del medio
que sea— poner colores y diferencias en sus coyunturas precisas. Lo que le
ocurre a seres imaginarios, desde la raíz griega del phobos, bien podría
ocurrirnos a cada uno de nosotros, y por eso gozamos y sufrimos con ellos.
La oferta múltiple en la que los Estados Unidos se ha
aplicado en años recientes, no es exclusiva del país norteamericano: recuerdo
con entusiasmo las inglesas como Yo, Claudio, de 1976 y Principal sospechoso,
de 1992, que me permitió admirar a Helen Mirren, antes de que se ligara a la
imagen de la reina Isabel II, en su inolvidable versión cinematográfica de The
Queen. Eran tiempos en que se creía que todo lo británico venía con calidad (ya
habíamos recorrido períodos de su monarquía por iniciativas de la BBC, de
Londres).
Americanizados como somos, tal vez no hemos apreciado las
otras fuentes creativas de material televisivo. Yo ingresé al mundo de Henning
Mankell cuando encontré la serie sueca Wallander, construida a partir de las
novelas de este maestro del mundo policiaco, en esa interacción propia de
nuestro tiempo que no descarta el libro, simplemente invierte el orden. Lo
habitual es que la lectura de una narración vigorosa nos haga anhelar la
versión en imagen de esa historia (admitiendo los riesgos de la decepción
frente al producto de esos segundos y terceros creadores que son cada guionista y director de cine); ahora, un
producto audiovisual nos interroga por el punto de origen en un libro.
España no se quedó atrás —o tan atrás, no puedo discutir la
amplitud de lo que ese país ha hecho para su televisión— pero sí puedo recordar
la hermosa Verano azul, de los ochenta, que conmocionó el mundo infantil
español y, naturalmente, Cuéntame cómo pasó, que nos entrega en el presente su
decimoquinta temporada. ¿Cómo pudo ocurrir un fenómeno televisivo de semejante
envergadura?
Casa adentro
Satisfactoriamente puedo dar el testimonio de que la sigo
desde ese 2001 de su arrancada, cuando la ya mítica familia Alcántara se reunía
en torno del televisor para ver el descenso de Armstrong y Collins en la luna,
es decir, en 1969. La intención que ha mantenido fiel a su
audiencia desde entonces ha sido recorrer la historia de España, desde su
última etapa franquista hasta donde dé la sábana (en la actualidad, vamos por
1982). Los Alcántara encarnan una familia de clase media baja, con el clásico
origen de pueblo que por prosperar va a la gran ciudad, Madrid, y se instalan
en el imaginario barrio de San Genaro.
En ese espacio irán adentrándose en el molde de vida urbana que
paulatinamente desquiciará los valores tradicionales.
El punto de partida de esta minuciosa y dinámica manera de
historiar los fenómenos más notables de un país y del mundo, es ese señero
1969. Para entonces, el gobierno del “Caudillo por la Gracia de Dios” llevaba
treinta años y pese a la aparente tranquilidad general, las heridas de la
Guerra Civil seguían abiertas. Los Alcántara provienen de una familia de
republicanos, el padre y dos hermanos de Antonio murieron y fueron infamados como
“rojos” y esa mancha flota por encima de los esfuerzos del padre de familia.
Los hechos de la ficción son minuciosamente elegidos para que muestren la
Historia (esa que con mayúscula hace pensar en las marcas de una comunidad): el
padre se afana en el pluriempleo, porque las metas de cualquier familia son
adquirir un piso, en que el hijo mayor vaya a la universidad, en que se puedan
movilizar en un 600, el cochecito de la Seat que revolucionó a la sociedad
madrileña.
Las temporadas que avanzan hasta otro año emblemático —1975,
el de la muerte de Franco— nos permitieron degustar de esa clase de guiones
ágiles que van abriendo de capítulo a capítulo problemas específicos, cuya
resolución los ocupa al mismo tiempo que mantienen una veta mayor, la que prosigue
en horizontal hacia adelante. Así vimos
a Toni, el hijo mayor, insertarse en el inicial movimiento universitario que
exigía reformas; a Inés, la hija, practicar una tempranera vocación teatral
simultáneamente a enamorarse del párroco de San Genaro, su barrio; a Carlitos,
el pequeño, travesear con su pandilla de amigos.
Una formidable decisión de la serie fue introducir
actuaciones precisas de grandes estrellas del cine español. Fue una delicia ver
a Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vásquez, Agustín González (ya todos
fallecidos), al argentino Héctor Alterio, a la bella Emma Suárez (primera
tentación extraconyugal de Antonio). La reciente ganadora del Goya, Terele
Pavez, fue la madre de Antonio, con quien vimos la recuperación de una relación
adolorida y la muerte del personaje.
Ajustes en el camino
Cuéntame cómo pasó ha pensado en todo. La canción
“Cuéntame”, en voz de Ana Belén, fue el marco emblemático de su aparición. Con
el pasar de los años la serie se fue nutriendo de todas las voces juveniles y
profesionales del período, que han
formado una de las bandas sonoras más prolíficas y amplias de la televisión en
español. Recuérdese que un año antes de la arrancada —en 1968—, Massiel había
ganado el Concurso Eurovisión. En la década transcurrida, hemos escuchado a
Marisol, Los Brincos, Joan Manuel Serrat, Palito Ortega, Pérez Prado, Los
Panchos, Julio Iglesias y montones más. En la actualidad, la ronca voz de
Chabela Vargas le ha puesto más inquina a las escenas del adulterio del
sacrosanto padre de familia.
Durante tanto tiempo —trece años de trabajo con el núcleo
básico de los mismos actores— se han tomado muchas decisiones técnicas y
argumentales para darle vida a la serie. Por ejemplo, se ha introducido dentro
de la ficción el documental fidedigno sobre hechos de gran trascendencia —el
atentado contra Carrero Blanco, en 1973;
la muerte de Franco, en 1975— de tal manera que los personajes parecen
insertados en los grupos de la calle; se los ha hecho viajar a París, a Moscú,
a Londres, se los ha llevado a ciertos momentos de suprema fantasía (el
encuentro de Antonio con los Reyes Magos).
El destape —ese largo proceso de modernización y apertura—
que llevó la píldora anticonceptiva, el rock, las drogas suaves, la educación
de la mujer, fue sacudiendo la vida de los Alcántara. La adicción de Inés los
hizo sufrir las penas del infierno, los afanes periodísticos de Tony lo han
aproximado al peligro: Carlos hizo su servicio militar como cada varón español
y, por último, sufrió encarcelamiento injusto por una inculpación manipulada.
Los guionistas —desde el trabajo puntero de Eduardo Ladrón de Guevara— empujan
los hechos bajo el rasero de autoridades que ponen la última palabra. Hoy se
sabe que el triunfo de Felipe González al que asistimos en esta 15° temporada
fue reducido en los textos para que los problemas personales tengan más
relevancia que los políticos.
Una realidad convincente de Cuéntame es que los actores han
crecido y madurado frente a los ojos del espectador. El delgado e inexperto conserje que era
Antonio Alcántara se convirtió en agente inmobiliario, luego en político del
gobierno de Adolfo Suárez hasta devenir en cultivador de viñas, su lapso le ha
pintado bigote, barba, sienes plateadas. La exquisita Ana Duato, cuya elegancia
natural tiene que dominarse para que florezca en ella la luchadora madre de
familia que consigue una carrera universitaria y vence un cáncer de mama,
exhibe ahora un rostro con arrugas. Carlos, a quien vimos de pantalón corto y
haciendo pillerías en su barrio, a su profesor y a su párroco, pasó por una
adolescencia típica y se problematizó enormemente en su tránsito por la cárcel.
Ya tiene suficiente vida para convertirse en escritor. María Galiana, la actriz
de Solas —primera película de Benito Zambrano— que dejó su cátedra de
literatura para moverse en escenarios y pantallas, se ha convertido en una real
anciana.
Si los premios dicen algo, Cuéntame ha figurado en numerosas
listas de reconocimiento nacionales e internaciones (tanto en New York como en
Italia y Bulgaria) y el año pasado, en una competición interna, sacó el primer
puesto de las preferencias del público
general que la reconoce como “la mejor serie de todos los tiempos” en España.
Con todos estos méritos debo testimoniar que no son muchos
los ecuatorianos que se prendaron de la familia Alcántara, lo afirmo desde la
inexperta apreciación de televidente de corrillo. Son escasos los círculos
donde he podido dialogar sobre las incidencias de su largo camino. Ahora me
conformo con tuitear mis observaciones al calor de mi apasionado seguimiento de
la serie. Es que yo soy fiel a los Alcántara, hasta las últimas consecuencias.