Escribimos repetidamente sobre el hombre y su obra, sobre
Julio Cortázar y el conjunto de textos que salió de sus manos, desde el año
pasado, por la sublimación que le hemos echado encima a los aniversarios.
Necesitados de ritos y de códigos, nos hemos convertido en animales
celebrantes, y no digo que esté mal. Celebremos, pues. Celebremos el talento,
la honestidad, la entrega sin tregua a la literatura y al culto de las ideas de
ese tierno gigante, lúcido como un faro, que fue Cortázar. Me he habituado a pensar en él, en su ronca
voz en la que resonaban sus erres guturales, en su mirada triste, en sus dedos
manchados de tabaco, pero más que nada, sigo el hilo de sus ideas que luego de
una buena inmersión en la más famosa de sus obras, me asaltan a la vuelta de la
esquina.
Rayuela es, entre muchas cosas, la historia de un imposible.
Ese imponderable, ese afán que no encuentra nombre dentro de los idiomas del
mundo, está construido con palabras a costa de dudar precisamente de la
capacidad lingüística de los seres humanos. Tarea de Sísifo la del escritor,
empujar la piedra de la lengua hacia una cúspide para que todo lo que consiga
expresar ruede a la pendiente de la incompletitud, de la desnaturalización de
la cosa o acción mencionada.
Este tema se agita en la entraña de la novela —¿debo
admitirle a Morelli, el escritor que habita en sus páginas, llamarla
antinovela, hasta contranovela?—, se pone a prueba en medio de las puteadas de
Horacio, Ossip, Perico y demás miembros del Club de la Serpiente, tan perdidos
como el protagonista en los ríos metafísicos de sus discusiones y cavilaciones.
Su carácter discutidor, que avanza dando vueltas y no en línea recta es uno de
los rasgos más atractivos y actuales de una historia en la que pasan pocas
cosas para el números de páginas que ostenta el volumen. En este libro las
conversaciones de los personajes —intelectuales de los cincuenta,
existencialistas, independentistas, buscadores permanentes de las razones de
ser más allá del hecho biológico de nacer y del hecho social de convivir—
parecerían no llegar a nada. Pero cuando levantamos la cabeza en el hoy del
hoy, nos preguntamos… ¿acaso hemos llegado a algo? ¿Estamos satisfechos de
habitar enquistados en la Gran Costumbre, esa que ahora, al menos en Ecuador,
se plantea como ideal y se llama el Buen Vivir?
Defiendo por tanto la actualidad de Rayuela. Su carácter
instigador, su empujón vital para sacarnos del apoltronamiento de la vida
cotidiana, donde hasta leer puede haberse convertido en una actividad
adocenante (más que nada al aire de los anchos novelones negros o dizque
históricos a los que apuntan los best-sellers). Detrás de ese rasgo viene su
propuesta de libro libre —la consonancia de estas dos palabras le viene muy
bien a Rayuela—, capaz de leerse de muchas maneras. Horacio Oliveira es el
espíritu libérrimo por excelencia —que concuerda con la propuesta de lectura
del autor— porque sabe que solo desasido de horarios, esquemas y vínculos
humanos puede aspirar a ese centro, a ese mandala, a ese eje que le dé las respuestas
que necesita.
Sé que hay lectores que todavía sostienen la artificialidad,
el exceso formal de Rayuela. La invitación a desplazarse insistentemente por
los capítulos no los convence, no quieren ver la “escritura demótica” ni ser
“lectores cómplices” (me remito al capítulo 79), no quieren encontrar acciones
concretas ni personajes sugeridos (abajo las psicologías). Están en su derecho.
Pero se pierden de una aventura lúdico-intelectual apasionante, que nos deja
como luego de una tanda de ejercicios físicos, en la catarsis de la mente,
laxos y cansados, riéndonos de los tonos solemnes con que hemos sido inducidos
a vivir. El humor cortazariano es uno de los caramelos más gustosos de la
narrativa latinoamericana, que estalla con sus mejores azúcares en este texto.
Por algo, ese homónimo clásico de Oliveira, el poeta latino
Quinto Horacio Flaco dejó dicho que la literatura es algo que mezcla “lo útil
con lo agradable”. Morelli lo cuestiona en sus entradas críticas que hacen
auténtica metaliteratura dentro de Rayuela. Porque en cuestionarlo todo está el
quid de una narrativa que lo subvierte todo para poder avanzar más allá (aunque
se tenga la sospecha de que no hay más allá).
Los enamorados de la Maga
La creación de Lucía, la de Montevideo, transformada en la
Maga, en París, pareja inestable de Horacio Oliveira, miembro incomprendido del
Club de la Serpiente, es una de las decisiones más comentadas de la novela. Su
presencia podría convertir el texto en una novela de amor, su perfil le pone
diseño a las ansias femeninas de singularidad y diferencia. La Maga camina
por su propio plano de París y da de bruces con Horacio, toma clases de
canto para desarrollar una vocación,
entiende el lenguaje de las cosas, define a las personas por las líneas
de su rostro y sabe que es inútil pensar para vivir.
Para ella es el famoso “toco tu boca, con un dedo toco el
borde de tu boca” que ha arrancado el capítulo siete de la novela y lo ha hecho
omnipresente en los lenguajes amorosos; de ella nos reímos cuando vemos volar
las papas fritas que se prenden en el cabello de las personas en su torno; con
ella lloramos por el perdido bebé Rocamadour,
“dientecito de ajo… nariz de azúcar… caballito de juguete”, a quien ama
y decide no tener a su lado. La Maga es un personaje extraño, único, que rompe
con los esquemas de feminidad al uso y al mismo tiempo que parece funcionar
solamente en el más cliché de los estereotipos femeninos, el de la
intuición.
Buen contraste para Horacio Oliveira, quien en Buenos Aires
frente a Talita, la mujer de su amigo Traveler, descubre que perdió el amor
para siempre. Lo femenino es otro de los misterios que no puede ser resuelto en
esta disquisición sobre numerosas angustias posmodernas. La Maga ha enamorado a
miles de lectores, ha inquietado y sigue latiendo intensamente, como le pasa a
los grandes, personajes, sin envejecer jamás. Por eso, vengan Horacio, Ronald,
Ossip, Etienne, Maga, Berhe Trepat y compañía. Muevan su bien articulada
osamenta literaria en cada lectura. Llegaron para quedarse.