Según Vanina, con cada escalón se creaba el monstruo.
Un pie en el primer escalón lo despertaba, un pie en el
segundo lo hacía incorporarse, un pie en el tercero le daba forma… Bastaba
llegar a la mitad de la escalera para poder divisar ya su cuerpo semiconstruido
e iracundo. De ahí en adelante continuar era una verdadera estupidez —o por lo
menos así decía Vanina—, porque escalar pendiente arriba hacía que aquella
extraña criatura se prendiera de los talones de quien estuviese subiendo,
perfeccionándose con cada escalón, construyéndose, hasta que en la cima se
completaba y era tan visible y palpable como cualquier miembro de la familia, y
entonces sólo quedaba correr hacia abajo para que el monstruo volviera a
desarmarse escalón tras escalón, como un muñeco de plastilina, y a convertirse
en nada.
La escalera estaba ubicada en el segundo piso, lejos de los
dormitorios y muy cerca del salón de juegos. Tito y yo pasábamos las mañanas y
las tardes en la planta baja porque daba directo al jardín, al sol, a las
abejas y a las lombrices gordas de color carne que metíamos en un tarro de
pintura vacío. A mamá no le gustaba que saliéramos de casa porque traíamos con
nosotros el calor y la tierra de afuera, pero nos permitía hacerlo y, a veces,
nos dejaba explorar el jardín desde donde podía verse, tras las grandes hojas de
un árbol que zigzagueaba en dirección al cielo, la ventana tapiada del ático.
Casi no teníamos restricciones porque mamá no nos prohibía nada, sólo subir las
escaleras del segundo piso —las oscuras que daban al altillo— regla que no nos
atrevíamos a romper por culpa del cuento de Vanina.
Había algo en esa historia que hacía que los quince
escalones fueran una zona inviolable. No dudábamos de Vanina porque pocas cosas
nos parecían imposibles. Nadie subía esas escaleras. La puerta blanca no
existía. Tito y yo creíamos que mamá no sabía lo que había tras la puerta
blanca porque cada vez que le preguntábamos la mirada se le hacía estrecha y
pálida, como un tobogán o como la misma escalera. Su falta de curiosidad era
comprensible, pero a Vanina no se la perdonábamos; tampoco le perdonábamos que,
por ser la mayor, nos encerrara todas las noches con las luces apagadas y nos
obligara a dormir. Mamá le permitía echar el pestillo para que no pudiéramos
salir hasta la mañana siguiente. Tito pensaba que lo hacía para que no
subiéramos la escalera en medio de la noche, pero aquella prevención era
innecesaria; nunca existió en nosotros ese ímpetu. A veces jugábamos a imaginar
qué pasaría si la subiéramos juntos, sin mirar hacia atrás, sin retroceder un
solo escalón, pero no eran más que juegos, suposiciones, recreaciones de niños
que quieren ser valientes y no lo son.
Además, los ruidos que provenían del ático aniquilaban todo
vestigio de curiosidad porque el monstruo, aunque invisible, existía en ellos,
y cuando mamá o Vanina percibían esos ligeros rastros de su presencia golpeaban
la pared del corredor tres veces y el ruido desaparecía. Luego actuaban como si
no hubiese pasado nada, ¡y claro que no pasaba nada!: mientras ningún miembro
de la familia subiera la escalera, mientras no hiciéramos preguntas
impertinentes, mientras nos acostáramos a las ocho en punto, mientras no
habláramos con nuestros vecinos o los invitáramos a casa, nunca pasaba nada.
Tito y yo no desobedecíamos estas normas y dejábamos que las reglas nos protegieran
porque sin ellas nos sentíamos desamparados. Porque la tranquilidad, sin ellas,
desaparecía.
Por eso, cuando una tarde Vanina se lanzó a las escaleras
clavando los dedos en el pasamanos, con el rostro amenazante y los gritos
naciendo de su garganta para mamá, sólo para mamá, Tito y yo nos pegamos contra
la pared y nos cubrimos los ojos. No queríamos ver lo que se venía; sabíamos
que no superaríamos jamás la imagen del monstruo armándose con cada pie de
Vanina sobre la escalera. Llorábamos porque teníamos miedo y porque mamá
lloraba; porque mamá le rogaba a Vanina que no siguiera subiendo y ella
levantaba la pierna y dejaba caer el zapato contra otro nuevo escalón. Nosotros
no vimos nada, pero escuchamos los zapatos y el llanto y el abrir de la puerta
y luego un sonido ronco que me hizo imaginar ver al monstruo desarmándose,
escalón tras escalón.
Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Actualmente se encuentra cursando un Doctorado en Humanidades con una investigación sobre literatura pornoerótica latinoamericana. Ha sido antologada en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013) y ha obtenido el Premio Alba Narrativa 2014 con la novela La desfiguración Silva.
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Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Actualmente se encuentra cursando un Doctorado en Humanidades con una investigación sobre literatura pornoerótica latinoamericana. Ha sido antologada en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013) y ha obtenido el Premio Alba Narrativa 2014 con la novela La desfiguración Silva.