POR: LUIS CARLOS MUSSÓ.
Ruales, poeta
Las hornadas últimas de poetas en el Ecuador parecen
formadas por autores que, desde sus primeros textos, estuvieron convencidos de
que la lírica fue y será el medio idóneo de expresión para sus esfuerzos
literarios. Mas, con el presente caso, nos hallamos ante una notoria excepción
en el panorama nuestro. Si bien es cierto que Huilo Ruales Hualca (Ibarra,
1947) ha sido considerado en el último cuarto de siglo como un talentoso
narrador en el horizonte de las letras nacionales, también lo es que desde hace
más de una década ha llamado la atención con sus entregas en libros de poesía.
Haremos un recorrido por los espacios simbólicos de la lírica que ofrece esta
voz, toda vez que hay evidentes perspectivas que van configurando una ruta muy
definida. Podría decirse que hay materia lírica a lo largo de la carrera
narrativa de H. Ruales. En efecto, la carga lírica en sus cuentos transcurre en
sentido inverso a la línea belleletrista –que concibe las letras como sinónimo
rancio de cierto preciosismo aburguesado–, y se enmarca en la condición oscura
del texto. Podemos ver una gama amplia de continentes para estos elementos
poéticos –el cuento, la novela– hasta que, dentro de libros que se presentan ya
como líricos, hallan los que los contengan plenamente, ora en el versículo, ora
en el arte menor. Se enfrenta, pues, el autor a la necesidad de expresarse
desde su perspectiva en este diálogo entre la tradición y la experiencia.
Valéry afirmaba que la narrativa es perecedera (destinada a
ser entendida) y la poesía no lo es. Concretamente, la poesía sobrevive en la
infernal narrativa de Huilo Ruales, desde que su voluntad de encarar la palabra
ha rehuido domesticarse. No se trata solamente de la profunda ironía y de
alterar los significantes contra su modo natural de uso; un nomadismo denota movimiento desde el caos
hacia el cosmos, y viceversa.
Apátridas, dueños de la nada
El no ser reconocido como natural de algún lugar tiene sus
bemoles (y ventajas). Lo mismo que asumir la calidad del que se sabía propio de
un espacio que ya no existe más. El sujeto lírico y sus interlocutores pueden
compartir ese no-lugar: en oposición a los versículos, los versos de arte menor
llegan se acercan a la página en blanco y, como tal, se convierten en
significante de una franja silenciosa del tiempo que sirve como resonancia, a
alguien para quien el otro puede ser un recinto –¿la patria?– donde lo más
notorio es la ausencia de corporeidad (de decires). Es como si nos remontáramos
a la certeza de que el discurso lírico convoca esta imaginación reminiscente
(Lezama Lima dixit). La voz expone su lugar como un pliegue, en el que se
recoge y desde el que se expande hacia el mundo.
Es este escollo insalvable donde funciona El ángel de la
gasolina (1999), título inaugural en la poesía rualesca. Es importante que esta
noticia a secas (el ángel) no lleve ningún prefijo: eu (bueno), ou (malo).
Terribles imágenes, sin violenta disposición de los versos sobre la página en
blanco, logran efectos profundos sonoros. El yo poemático convoca a los
apátridas a fundar la patria común, la res/pública. Esa patria común también es
el hogar simbólico, recinto de habitación, puente que comunica: el lenguaje.
Dicha llamada convoca, también, a destruir el lenguaje, a refundarlo por medio
del discurso poético. Además, nos llegan
las reflexiones sobre la génesis de la poesía, en un tono irónico: “Qué casa
más enorme / debe ser la patria/ ya vacía”. Entonces el lenguaje utilizado, a
la vez que es deliberadamente sencillo, plantea conflictos. La poesía, para
Ruales, es escotilla entre universos antípodas que disuelve las fronteras entre
visiones contrarias.
En la cuarta estancia de “Ciudadano de Lilliput”, sincrónico
espacio para una voz que luce demacrada porque se extenúa poco a poco: “El
espejo ovalado del hotel tiene cara de agobio / está colmado de calvos
solitarios/ y amantes apurados./ Me distancio varios pasos/ estiro mi brazo
ortopédico/ cierro mi lentilla de contacto/ apunto justo al centro/ y disparo.”
(1999:114) Es un disparo que se ejecuta
contra la sensibilidad de los pobladores de un país que se reencuentra. La
crisis de la relación entre la palabra y los significados, se resuelve aquí por
un dolor capaz de hacernos sentir vivos.
Para el ángel de la gasolina, que no es otro que el ser en
quien coinciden la belleza, la maldad y la tristeza, “lo importante es hacerse
daño en self-service”. Luego de la descomposición de la patria, el resultado es
lo que se vive a lo largo de estos textos. Lo residual, por tanto, ocupa un
espacio privilegiado en esta poesía, junto al temor. Éste puede incubarse en
múltiples sentidos. En “Poema bajo cero”, leemos: “tengo miedo/ hasta del agua,
diosmío/ (hasta de vos).// yo fui el ángel de la gasolina./ el amor/ me ha
devorado las alas.” (1999:78) Por tanto, incluso la identidad pasa a ser
residual con ese autodenominarse en pretérito. Sabe adecuar el tono a un
escenario triturado por la descomposición.
Si hay un algo de diégesis en los poemas de Huilo Ruales,
casi siempre estará emparentado con una motivación, un desprenderse de esa
palabra saturada de pesadas cargas. La condición del apátrida le confiere al
sujeto un estatus de permanente registro de saberes que lo hace rayar en la
estulticia. El apátrida es casi un cadáver civil que trasgrede la norma aquella
de que en la muerte no es posible ningún saber ni testimonio. Pero también es
quien reencuentra una tierra a la que no puede adjudicarse más, esto es, no hay
una evidente impronta de pertenencia que lo vincule ya que se llega a detestar
la propia tierra por sentirla “adversa sin siquiera ser ajena”. La ironía se
deja sentir, y allí radica la obstinación de esta voz. El dolor gira en torno a
un génesis y un omega, como ourovoros (cuando activo) o círculo de Moebius
(cuando pasivo). La muerte es arribo al puerto para atracar, pero partir
también: estar en el pretérito es denotar en un signo la pertenencia
sincrónica, que se proyecta a la dimensión espacial.
La distopía el lugar de lo perverso
Cuando Jeremy Bentham ideó, a mediados del siglo XIX, el
término cacotopía para abarcar a la ciudad como el lugar de la maldad, ignoraba
que John Stuart Mill dejaría un sinónimo más aceptado en la academia, la
distopía.
Para el yo poemático de estos textos, la ciudad es la
distopía, en cuanto el peor de los
lugares posibles para ser habitados. Es el espacio de la anti-utopía, y donde
se ejecutan las perversiones más degradantes. Por tanto, deviene violenta caída
en la ominosa realidad que vulnera a todos, estragando su existencia con
resonancias del dolor. Si bien la utopía se disolvería como concepto si llegara
a cumplirse (y por, tanto, dejara de ser un ámbito inalcanzable), la distopía,
en cambio, no representa al lugar inexistente –outopus–: es recinto propicio
para la sátira que revela el mundo apocalíptico que habita la voz.
Severo Sarduy nos dice que la metáfora es esa zona en que la
textura del lenguaje se espesa. A mi manera de ver las cosas, en Ruales hay un
empleo certero de la metáfora a la hora de des/cubrir el surgimiento del poema,
así como en las indagaciones propias de la poesía: “(cigarro: cenizas de otro
loco/ envueltas en papel biblia// …ke mis cenizas no las tiren,// ke las fume
el loko ke me sustituye:/ palabras del ángel anterior)”. (2005:48) Esta voz
trasciende las pertinencias de la teoría literaria hasta remontarlas. Y, sin
embargo, todo parece ensamblarse en un engranaje universal. La distopía
gobierna el lenguaje y el lenguaje gobierna a la voz, y/o viceversa.
La insania
A pesar de que incorpora elementos producidos por una
cultura no ilustrada, los tópicos y las figuras de la retórica clásica cobijan,
en parte, esta poesía. Una de las figuras que llaman la atención es la
adínaton: el mundo al revés. La muerte que convoca a la vida es un misterio
paralelo a la licencia que le permite a la voz lírica divisar las cosas en un
orden alterno. A la vez, se derrumban los muros del individuo –que abre sus
puertas– y se permite la entrada a ese caballo de madera que es el otro.
Concretamente, el lenguaje, que debe ser el puente entre voluntades, se resigan
a no comunicar y a ser el lugar tanto del equívoco como del multívoco. Este
discurso se identifica con estratos muy definidos del universo urbano. Toma
partido por los espacios marginales y excluidos –por tanto, demuestra una gran
curiosidad, se interroga por el sentido de la historia de los decires–; por
tanto, aquí reside una poderosa apuesta por lo alternativo, lo que subyace
clandestinamente la superficie cotidiana.
En Pabellón B hay una evidente muestra de arquitectura
grotesca. Expresa su desencanto y no un deseo de conjurar el horizonte perverso
ante el que se halla. Una ráfaga de demencia flanquea y se aloja en la poesía.
Quiero decir, se constituye en ruptura del discurso lógico y propone otro
decir. En “Los colores del pabellón”, hay que atender a la idea de un pabellón
como estandarte franjeado con variada policromía; pero a un mismo tiempo, a los
pabellones entendidos como cada una de las dependencias de un edificio mayor,
tal el hospital. Y el caso presente aborda el universo de los hospitales
psiquiátricos.
La cotidianidad es interrumpida por esa dosis de muerte que
necesitamos para sobrevivir. Pero, asimismo, considero que hay una relación
fuerte entre estos poemas y un pneuma con fuerte carga calamitosa, lo que
obliga a dirigir la atención a ese estado permanente de dolencia o enfermedad.
Estaríamos más cerca del pneuma akatharton, pero no el espíritu de la
inmundicia que ronda la demonología judeocristiana. Más bien, creo que se trata
de una fuerza que rige y late en potencia en todo ser y cosa.
Ya más adelante podremos asistir a la polifonía en el
sentido bajtiniano del término. La demencia restituye la fluidez que le hacía
falta al discurso cotidiano: el lenguaje deviene aquí el lugar de la ruptura.
Este registro de miradas desquiciadas ofrece algunos de los más logrados
fragmentos en la poesía de Ruales.
Parece que la ejecución de la escritura es, en el caso de
nuestro poeta, un ejercicio que constata la condición de extranjero que hay en
cada uno y, al mismo tiempo, demuestra un esfuerzo por poblar los únicos
espacios posibles, ya que los demás han sido tomados por el poder y el orden:
las márgenes –sean sociales, éticas o lingüísticas–. Y hay una razón en todo
esto: el exterminio que impera en ese paisaje urbano obliga a pensar en esa
otra planicie derruida que es la de los símbolos y el lenguaje. Es posible, y
más que eso: necesario, que la palabra poética intervenga para procurar
nuevo(s) sentido(s) a su lugar de habitación compartida con los otros, al
horizonte que tiene en frente y que se configura como abismo fatal.
¿Desde dónde se pronuncian estas palabras –desde la acepción
de decirse, y desde la de declarar o destacar algo–? Al haber siempre una
situación móvil, la voz se dirige en contra de una única mirada. Quien escribe
se pronuncia desde fuera, en las lindes de lo im/pertinente. Significa que
cuestiona, por medio de las palabras, a las palabras como representación y
también al mundo que es vestido con ese lenguaje para poder probar su realidad.
Estas identidades que refleja el yo poemático pasan por un proceso en el que se
enfrentan, se transfiguran, se fragmentan luego de su colisión, para luego
abrir brechas que dan a conocer nuevas configuraciones del paisaje piel adentro
y piel afuera.
La palabra en el tiempo
La palabra lírica a la nos acercamos se singulariza porque
no rehúye lo cotidiano e inmediato; pero va más allá, entiende que allí está la
materia prima del discurso futuro. No teme la blasfemia, pues sabe que en la
modernidad se ha firmado el acta de defunción de los fundamentalismos. El
enorme interés que demuestra por la perversidad que late en todos es el mismo
que la hace frecuentar el abismo. La de Huilo Ruales es poesía que deja ver la
insatisfacción y que problematiza su entorno y postula un tiempo fracturado. Se
plantea obstáculos porque su palabra, al proyectarse hacia los demás,
conflictúa la representación de algo de su testimonio en otras voces. Incluso
cuando aborda el mito, lo hace para desde esa analogía o paralelismo, organizar
el sentido de estos nuevos escenarios que transitamos. Desde esta palabra asume
consciencia de su propia construcción –“Este canto se va haciendo solo. A la
luz/ del dolor…”–, quiere decir que al dolor per se que atraviesa al poeta se
suma el de saberse empujado a un proceso de aprehensión paulatina de
significados. Sin embargo, “puede tanto el poeta/ aunque nadie crea en su
magia”. Va dejando una estela de escepticismo. El eje y la periferia del
universo urbano intercambian discursos, y la poesía organiza su tradición y sus
experiencias. Convierte en habitable al mundo.