miércoles, enero 16

El paisaje urbano y sus habitantes en la narrativa de César Dávila Andrade

POR: LUIS CARLOS MUSSÓ.

La de César Dávila Andrade es una obra narrativa sólida y que se sumerge en las crisis del ser humano moderno del Ecuador, que son las de Latinoamérica. Al abordarla, deseamos atenazar con nuestras pinzas los elementos que contribuyen a evidenciar su espacio dentro de la modernidad en nuestras letras (para efectos prácticos, tomamos en cuenta la edición de Obras completas, editada por la PUCE y el Banco Central en 1984).

La crisis de la que hablamos es aquella que soporta el ser urbano latinoamericano ante la urbanización de estos países, impulsada con fuerza en los años cincuentas. Hay una suerte de anonadamiento como respuesta ante el arribo de una serie de problemas que acompañan a la modernidad. Y también procesos degenerativos como la tugurización, donde el deterioro del espacio corre paralelo al deterioro de la ética.

Julio Ortega ve en esta “topología de la miseria” una pérdida de lo antiguo, con su envés, que es la superioridad de lo cosmopolita. Así,

La calle asume las oposiciones y desde ella se impone un espacio de socialización basado en el trabajo artesanal, el comercio, la comida, la fiesta. La calle no es un espacio vacío ni uno pasivo, es un nuevo agente social que reproduce una forma cultural en proceso. 1

Profundiza Ortega con la idea de que una ciudad está constituida por el lenguaje y se coloca frente a su referente concreto: “son los modelos de percepción los que se transforman, cediendo uno su lugar a otro”. Si bien es cierto que Dávila afinca cuentos también en el área rural, para este trabajo tomaremos en cuenta dos que muestren al habitante de la urbe, a saber, “Persona, animal o cosa” y “Vinatería del Pacífico”. En sus cuentos, César Dávila Andrade se permite despegar del realismo que sustentaba la narrativa en la hornada anterior de escritores, y ver esa nueva conformación de la existencia de la que hemos hablado con una mirada también nueva, también diferente.

VINATERÍA DEL PACÍFICO

César Dávila Andrade confiere a algunos de sus relatos una ambientación sórdida, como la que se per

A mí se me hacía extraño y desusado la existencia de un jardín como aquel en un barrio en que las viviendas eran escasas y asfixiantes y en el que solamente a grandes trechos  se encontraba un solar árido, que ardía en miasmas y vaharadas tenebrosas. ( 23)
El calor que hiere la ciudad está lleno de “vaharadas tenebrosas”. Por lo demás, obviamente se trata de Guayaquil (a más de esto, está la presencia de la ría, que confirma la ubicación de los hechos). Pero sucede algo de notar en cuanto a la conformación poblacional de la ciudad. Don Lauro, el dueño del negocio de vinatería, es “un serrano aindiado” que envasa y pone a la venta vino que ha sido utilizado antes en baños para gente incauta que llegaba al lugar buscando alivio de sus enfermedades. Esta manera de describirlo demuestra una peyorativa distancia; diríase que, para la voz narrativa, su procedencia tiene algo que ver con su condición de estafador. No se veía a sí mismo tal: “soy una especie de médico” le dice a Rodrigo, narrador y protagonista del cuento. Se puede sentir un ambiente propenso a  la oscuridad, como si una presencia perniciosa inundara el espacio donde trabaja Rodrigo como ayudante de don Lauro.

La enfermedad ronda de igual manera: todos quienes acuden a la vinatería pasadas las doce de la noche sufren de alguna enfermedad; Lolita cuando joven y el mismo don Lauro estuvieron enfermos. Una inclinación negativa de los ánimos parece ir de la mano con esta condición. 

El lenguaje en “Vinatería del Pacífico” no excluye lo lírico. Al contrario, saca provecho de su lenguaje poético pues tenemos imágenes muy logradas; “Don Lauro sacó un reloj y proyectó sobre él el chorro dorado de la linterna: las doce y diez”, dice Rodrigo cuando su patrón lo guía hasta el banco de la bodega donde ambos esperarán a que los pacientes lleguen. La luz de la bombilla eléctrica puede ser, en este cuento, “iracunda y blanca”. Más adelante desean quedar a oscuras para no ser descubiertos con una paciente que hallaron muerta en el tonel de vino, y al ver la linterna en manos de Rodrigo, “...el viejo me la arrebató y desesperado como si se tratara de una bujía, la hundió en el tonel. Una gran gema rosácea, y luego la oscuridad”.

Laurel, el perro de don Lauro y su esposa Lolita, que aparece al principio como una amenaza de peligro para los desconocidos, es víctima también de su dueño, advertido por Rodrigo de que puede delatar el lugar del jardín donde enterraron a la muchacha:

-Hay que matar al perro-
-¿Por qué, hijo?
-En cuanto se vea libre, escarbará en ese lugar.

Así, la desvergüenza anega el espíritu de los personajes casi por contagio, y esto abona en favor de la creación de una atmósfera rancia. El estilo de la narración es fluido y el efecto, casi como el generado por la novela negra. En el sentido de la construcción de la atmósfera, aciertan quienes creen ver elementos surrealistas en la cuentística de César Dávila Andrade. 2

Otro punto a destacar es el del mundo interior de Rodrigo. Fue rescatado de dormir en la calle por una pareja que le daba empleo, pero que no lo consideraban su igual; la mayoría de las cosas que sentía se quedaban con él y se no las participaba a nadie. Al final, huye con el dinero de la pareja porque no soportaba más; pero en el diario descubre el nombre de la chica –desaparecida según sus seres queridos- y fue hasta la dirección que señalaba el parte. De lejos, conoció al padre de la chica, a quien jamás le dijo una sola palabra, aunque lo dudó un instante. De esa forma, dejaría al hombre con su esperanza.

PERSONA ANIMAL O COSA

El crecimiento y esa soñada vía hacia el progreso que trae consigo la modernidad se proyecta en nuestras ciudades hacia nuevas estructuras y jerarquías sociales: ahí está, por ejemplo, una cada vez mayor especialización del trabajo con una gama variopinta. Es obvio que en “Persona, animal o cosa” nos encontramos transitando una ciudad de grandes dimensiones. Tenemos la descripción de la traza de las calles, sabemos que hay servicio de recolección de basura instaurado con un horario preciso. Y la de recolección de basura debe tratarse de una compañía que alberga una buena cantidad de empleados, porque se produce una huelga de los servidores del aseo público. Además, la rutina del trabajo es una de las realidades que se han desarrollado en la urbe, pues uno de los problemas del personaje narrador es ocultar el hecho de que no trabaja:

Quería darme a entender a mí mismo y a los demás que venía cansado de trabajar; pero no había hecho nada que no fuera engañarme todo el día con el espejismo de una faena inexistente. (pág. 341)

Por tanto, es alguien que considera tal estado (encontrarse fuera del engranaje de la máquina productiva) digno de reprobación; y alguien que, como se verá, camina con paso seguro hacia la demencia, desquiciado por su condición.

Es como si en “Persona, animal o cosa” el mundo y el narrador se dieran mutuamente la espalda en un desplazamiento de intereses. Los niveles de complejidad a que llega la ciudad moderna pueden llegar a propiciar una serie de conflictos entre los componentes de la población y también son responsables de las exclusiones de cierta clase de individuos en esta inmensa colmena urbana que es su nueva –y vieja al mismo tiempo- residencia.

La mirada posee una importancia vital en este cuento. El oficio que el narrador protagonista mantenía era el de fotógrafo callejero. Compara la casa donde vive con su aparato: “me cubro a veces la cabeza con un paño negro y me aproximo al ojo de la cerradura para contemplar las escenas que los vecinos arman y desarman en el patio”. Abundan las escenas en que se nota la mirada del tras el obturador: en aquel instante, en el rectángulo claroscuro, se dibujó la silueta del basurero”, o también más adelante; cuando su ojo registra “el hombre del pipote de la basura erguido en el recuadro de la tardecita al fondo del zaguán”. No es la única comparación; todo es, entonces, una cámara: su herramienta de trabajo, su casa, y hasta su cabeza: “Si continúan persiguiéndome, no tendré otro recurso que el de hacer añicos esta cámara oscura repleta de misteriosas pesadumbres que llevo sobre los hombros”. La invasión de imágenes es un espectáculo terrible.

La penuria y la desesperanza llevaron a este personaje narrador “arriado por la miseria” a bordear los límites entre insania y razón: arroja un balde con los líquidos de revelado a la estatua del parque y destruye su cámara, pues no toleró más la invasión de miles de rostros en su aparato. Y aun así, los rostros lo seguían donde quiera que fuese. Luego, para él, las cosas se animan y toman conciencia de sí mismas. Es como si repentinamente algo que yacía en estado latente adquiere fuerza. Puede ser una forma de acercarse al mundo, un denodado intento de entenderlo; dependiendo de si se posee este reconocerse en el mundo, el tiempo puede dividirse en dos estadios.

La subversión y la crítica social se hacen ver en una suerte de solidaridad nada menos que con un animal; este fogonazo de simpatía por una rata se produce en el instante en que el narrador cree escuchar al roedor que se esfuerza por salir de un pipote de basura: 

También las ratas tienen un corazón que como una brasa mortal se enciende hacia el infinito. Pero los dioses parpadean irónicamente sobre los roedores encerrados y sobre los hombres que gritan por su libertad. (pág. 323)

Puede equipararse ese enloquecido y desgraciado esfuerzo de la rata, aruñando las paredes internas y dando vueltas dentro del tacho de basura, con las locuras que se ve obligado a hacer un individuo encerrado en una realidad que le resulta, a todas vistas, inhóspita. Pero la rata está en solamente en su mente, alimentada por un viejo gramófono que ha tocado un disco con la canción “La rata”.

Los espacios son tristes y lúgubres; son los “senderos enarenados del parque”, la habitación del narrador que da al patio, la esquina que hiede a “agria basura”, lo que da cuenta de la situación marginal a la que se relega a nuestro narrador personaje. Hay un momento en que todo el peso de ese mundo cae sobre él y se deja sentir como una agresión que ya no es solamente simbólica, sino física: “Sentí un mordisco en la base del cerebro; mi cuerpo se crispó en una fulgurante contracción; salté y caí sobre el lecho”. Un poco después, casi al final de la narración, nuevamente tenemos que el narrador siente extrañamente un daño físico al percatarse de que no es una rata real, sino que había sido blanco de una ilusión: “Sentí un pinchazo de estilete en la coronilla, y estuve a punto de caer. Pero me incorporé y miré en torno”. Está, además, una cuasi identificación especular con el animal: “Las ratas son duras. La muerte reluce en sus punzantes ojos durante más tiempo que la vida”. Lo decimos porque no hay acción alguna.

Hay un instante en que las cosas se mezclan con lo animado, tanto en la cabeza del narrador protagonista como en el cuento. Todas las superficies brillan al sol de igual forma: Los atributos y las formas de los objetos se mezclaban entre sí, en una suerte de frenética prostitución”. Las palabras no son gratuitas, y la consabida yunta de cosas refleja una indecorosa y ofensiva visión. No solo eso, los animales se transforman en cosas y éstas en sombras, aunque haya “una tempestad de luz”. Se comprende el título de “Persona, animal o cosa”: se van trenzando estos hilos en la percepción de nuestro narrador en un mundo donde una de las pocas cosas seguras es el recorrido de los recolectores de basura. La cercanía de los desechos nos habla de lo residual y desechable.

La mirada atenta del fotógrafo callejero capta una realidad que se altera. ¿Dónde reside la alteración? ¿En el sujeto o el objeto de la mirada?

PALABRAS FINALES

Beatriz Sarlo ve en Argentina un fenómeno que sumerge a toda Latinoamérica; percibe una cultura de mezcla, donde

el nuevo paisaje urbano, la modernización de los medios de comunicación, el impacto de estos procesos sobre las costumbres, son el marco y el punto de resistencia  respecto del cual se articulan las respuestas producidas por los intelectuales. 3

Concordando, en los cuentos propuestos hay una evidente crítica al mundo tal y como es mostrado el texto: la sociedad no se mantiene ordenada como lo quisiera una mentalidad habituada a los pueblos pequeños. No está exento de dolor “el abandono, típico de la modernidad, del pequeño mundo”, como lo llama Susana Zanetti. 4  Ni todos los individuos encajan en el relato de la modernidad, y la pobreza se propaga, inclemente. Volviendo a Sarlo, para ella la modernidad “es un escenario de pérdida, pero también de fantasías reparadoras”. Se puede adivinar el proceso de la modernidad urbana alrededor de los personajes de “Vinatería del Pacífico” y “Persona, animal o cosa”: la construcción acelerada de edificios, los movimientos migratorios internos en el país, con la consiguiente escalada de dificultades como una creciente pauperización de grandes sectores. Tenemos una condición, para los protagonistas de ambos cuentos, de vulnerabilidad e indefensión ante una agresiva actitud de un cambiante universo. Hay, asimismo y debido a ello, una coalición entre el ciudadano y la distinta realidad, que provoca también un movimiento evolutivo hacia el relajamiento de las costumbres. Los ritmos se alteran también con esta nueva concepción de la existencia. De todo esto hace acopio la narración de César Dávila Andrade, con una inapelable calidad, poblada de elementos importados de su lenguaje lírico. Esto, unido a que fácilmente el lector puede identificarse con esta mirada que, como una lente, refleja lo que sucede allá fuera en el mundo que se maneja con valores que no son los suyos.

La modernidad implica una nueva manera de relatar; los modelos de percepción se modifican, y nos enfrentamos, como lectores, a esos nuevos espacios simbólicos que representan a nuevos espacios de la realidad. “Vinatería del Pacífico” y “Persona, animal o cosa” nos permiten ver por encima del hombro de un autor clave en nuestras letras para comprender los procesos de modernización en el Ecuador; para entender el puente entre dos momentos de nuestra historia como individuos y colectividad. 
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[1] Cultura y modernización en la Lima del 900, Lima, Centro de estudios para el desarrollo y la participación, 1986, p. 101. 
[2] Por ejemplo, Martha Rodríguez ve en Narradores ecuatorianos en la década de 1950: poéticas para la lectura de modernidades periféricas, como elementos surrealistas –que halla también en Buñuel-  los ambientes de tonalidades oscuras como presagio del horror, imágenes impactantes, las relaciones entre géneros mezcladas con violencia y culpa, una atmósfera onírica y la presencia de animales con efecto estético.
[3] Una ciudad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva visión, 1988, p. 29.
[4] Susana Zanetti, “América Latina: Palabra, Literatura e Cultura” en Ana Pizarro, comp., Emancipaçao do Discurso, São Paulo, Unicamp, 1994.

Dávila Andrade, César, Obras completas (relato), Quito, PUCE-Banco Central del Ecuador, 1984.
Ortega, Julio, Cultura y modernización en la Lima del 900, Lima, Centro de estudios para el desarrollo y la participación, 1986.
Rodríguez Albán, Martha, Narradores ecuatorianos en la década de 1950: poéticas para la lectura de modernidades periféricas, Quito, UASB, 2007.
Sarlo, Beatriz. Una ciudad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva visión, 1988.
Zanetti, Susana, “América Latina: Palabra, Literatura e Cultura” en Ana Pizarro, comp., Emancipaçao do Discurso, São Paulo, Unicamp, 1994.