POR: BERTHA DÍAZ.
Ya en su anterior poemario ‘Construcción del vacío’, Juan
Secaira nos había advertido: “Las palabras ya no nombran, acusan”. Ese poder de
la palabra que actúa como escarpelo y que revela al tiempo que determina el
tono de las cosas, de las relaciones, se conserva en este poemario titulado ‘No
es dicha’, publicado por Ediciones El Tábano y premiado merecidamente con el
galardón Jorge Carrera Andrade el año precedente.
Ángel / demonio errante. Hombre cualquiera de felinas
pupilas dilatadas. Ser que usa la palabra como anzuelo para cazar el corazón o
las vísceras de la realidad. En este libro Juan Secaira parece recordarnos que
solo el verdadero poeta es capaz de zambullirse en la realidad y, luego de
emerger del centro en donde habitan sus secretos, exponer ante el resto su sentido dinamitado.
Definitivamente en estas páginas la poesía “no es dicha”,
porque es carne. Todo acto que surja de la carne o le corresponda directamente
a ella es indecible. Y tampoco puede ser simple “dicha”, es decir,
alegría, porque todo lo que afecta al
cuerpo, está plagado de multi-valencias.
“El dolor es un ancla / no la metáfora de la maldición”,
dice el hablante lírico en la página 29 de este poemario. Y así nos quedamos en
cada poema, anclados en ese fango desde donde se erige.
La sensación del aquí y ahora está potenciada, exaltada.
Exaltar saca su origen del latín exaltare,
es decir de altus, alto. Cada poema atrapa episodios hondamente
exaltados. ¿Cómo hacer para que un
momento del mundo se vuelva duradero o que exista por sí mismo?, Virginia Woolf da una respuesta que vale
tanto para la pintura o la música como para la escritura: “Saturar cada átomo”,
la citan Gilles Deleuze y Félix Guattari, en ¿Qué es la filosofía?
En el plano de la plástica, de la teoría del color, la
saturación equivale a la intensidad luminosa. Y saco esto a colación porque
otra de las obsesiones artísticas de Juan es la plástica; en el libro nos lo
apunta con esa escena, o más bien con ese acto conversacional íntimo con el
cuadro de Luigi Stornaiolo (Poema ‘Un Stornaiolo’, páginas 32-33), pero en su
vida diaria, además, se ha vuelto otra de las formas en las que se expresa su
impulso creativo. La saturación permite que se abra una dimensión tan clara de
las cosas, que resulta imposible evadirla: es letal.
Esa parece la obsesión que mueve al hablante lírico de este
libro, que a la vez es su condena, la de la saturación. En cada poema habita un
episodio de la más corriente realidad, pero saturado. Las palabras, sin
embargo, al mismo tiempo ejecutan otro juego: el de suturar la herida que se
abre en el lector ante esa saturación, suturan su ahogo doliente, mientras que
este, al seguir moviéndose por las páginas, se da cuenta de que el tránsito por
el libro, pero también por la vida, “no
es dicha”.
Sabemos que el recuerdo es una acción presente, que solo
tiene sentido en el presente y que el ejercicio de recordar está embadurnado de
un yo actual. Todo en estas páginas está plagado de una insistencia en el
instante. Pese a que a ratos la voz lírica se mueve hacia atrás, el recuerdo
modifica el habitar ahora y este, al mismo tiempo, la relación con el pasado.
En ‘No es dicha’ los poemas toman un tinte testimonial, pero
pese a ello es la tempestad interna -parafraseando uno de sus mismos versos- lo que resuella en estas páginas. Se trata de
una suerte de mirada sobre todos los rituales laicos: el ritual de ser padre,
el de ser compañero, el de ser futbolista de la esquina, el de ser un
alcohólico más, un artista más, un tipo cualquiera que tiene sexo, que baila
salsa y se emperra con una chica punk.
La ciudad es un cuerpo con el que otros cuerpos se debaten,
al que otros cuerpos quieren seducir, pero es un cuerpo también agrietado lleno
de esquinas oscuras, sombrías, en las que se está obligado a crear los
imaginarios propios, como estrategias de salvavidas. Es la ciudad el gran
corpus donde todos los encuentros y todas las desolaciones tienen lugar, pero
es el hablante lírico el que la increpa y la modifica.
“Soy medio sordo / un decibel más allá del habla cotidiana /
me distorsiona” (página 48). Todo está tan distorsionado, que finalmente la
misma distorsión clama por derivar en lucidez.
La palabra es el espejo de lo real. Una vez utilizada, la eclosión
acontece. Las palabras, sin embargo no están desparramadas inquietamente, son
las justas. Ellas dan pie a silencios, dan cuenta del fino acto de la
contemplación, de lo que sucede entre quien mira y el objeto mirado, en la
relación que ahí se establece.
Cuando casi al final del libro se llega al poema
‘Desprendimiento acto 1’, de la página 62 (como si el hablante lírico hiciera
un guiño a quienes leen, pensando que vendrán otros actos, pero es en el inicio
donde todo se agota), uno entiende que la realidad no está atrapada, o
aprehendida en estas páginas. Aquí solo está la sensación volcada, la
sensualidad de los hechos encandilada.
El hablante lírico dice:
"Curva del estupor
espumosa vagabundez
el
acto
de
sentir"
Hay algo bello en medio de tanto desencanto, de tanta
constatación de la miseria: se trata de la soltura de sentir, de dejarse llevar
por todo lo ordinario no con el afán de hacer poesía, sino de propiciar que la
poiesis de cada episodio, de cada cuerpo, sea revelada, soltada. Juan hace
lucir todo muy fácil: parece decirnos que de lo que se trata es de tocar la
vida sin miedo y de dejarse tocar para que la poesía se levante.