Oscurana no es una novela
convencional. A esta afirmación le caben, al menos, dos preguntas inmediatas y
pertinentes: ¿qué es una novela convencional? y ¿qué es, en definitiva, una
novela? Lamentablemente no tengo la respuesta a ninguna de estas dos preguntas.
No hace falta. Basta con decir que Luis Carlos Mussó ha engendrado un libro que no
acepta la supremacía de la anécdota sobre la forma, que el “molde” en el que
reposa su escritura no es el de la novela tradicional.
De esta obra, ganadora del
Premio Nacional de Literatura 2010 y publicada por Antropófago Editores en el
2011, podríamos decir lo mismo que de Débora, la novela de Pablo Palacio
publicada hace poco menos de cien años. En ese lapso de tiempo se ha escrito
demasiado, se han publicado libros lineales y sobrios, y otros tantos
fragmentados, experimentales. No quiero forzar el símil, tan solo me parece
relevante (y obvio, como se verá) el enlace entre la obra de Palacio y la
novela de Mussó. Ya en una entrevista reciente éste último admitió que el
germen de Oscurana está en un poema que fue hallando su espacio y se acomodó,
finalmente, en lo que se publicó como novela. Es decir, ésta no solo menciona e
indaga sobre el autor lojano sino que le rinde tributo desde su propia
mutación.
Mussó es reconocido por su
extensa trayectoria como poeta, sorprendiendo a todos con su incursión en la narrativa.
Pero empezamos a leer y nos encontramos con una prosa llena de matices, de
adjetivos, de figuras retóricas que recargan el más mínimo movimiento de los
personajes. Me permito copiar una reflexión de Alejandro Zambra a propósito de
la fusión genérica y la imposibilidad de definir una escritura: “Estamos demasiado
llenos de etiquetas: se habla de poema en prosa, de prosa poética, de proema,
de novela en verso, de poema narrativo, incluso de novela de poeta y de novela
erótica escrita en forma de poema en prosa”, (No leer, Alpha Decay 2012). No
hay que caer en el juego de la crítica simplista que reacciona ante la mezcla
de géneros como un fenómeno nuevo y desconcertante. La forma es el medio para
decir lo que se quería decir, de lo contrario estaríamos ante un artificio o un
capricho. El torbellino de descripciones minuciosas y barrocas al que nos
someten los narradores en Oscurana es la punta del iceberg de una trama
sumergida y de unos personajes que juegan con la locura.
Oscurana representa una
búsqueda vertical, una inmersión en la poesía (que no en los poemas) como la
dibujó Roberto Bolaño: “un buzo muerto en el ojo de Dios”. Y traigo al autor chileno
a colación por aquella frase de que la mejor poesía del siglo XX fue escrita en
forma de novela; una afirmación peligrosa pero que nos permite asomarnos a la
estética de Oscurana, y aún más, a su ética.
Hay que prestar atención a la
división de capítulos, Mussó ha aclarado que pueden leerse de forma
independiente y no secuencial. Se trata de un juego, o más precisamente, de un
guiño a la vanguardia de los años de Palacio. Ésta es una historia que se
sucede día por día pero la clave de su significado está en los misterios del
rosario católico que nombran cada sección. Una vez más, esto forma parte de
inmersión en la oscurana, en el infinito reino de la psique humana.
Es hora de hablar de la trama:
dos historias paralelas e intermitentes sin una linealidad en el tiempo. En una
parte nos encontramos con Pablo Palacio y su convalecencia en el área de neurología
del hospital Vernaza; en la otra, con Alejandro y Roberto, dos bohemios del
Guayaquil de la década de los noventa, pre-Regeneración urbana. Las dos secuencias
son revisiones de un tiempo que no figura en la historiografía literaria, una;
y otra, del imaginario de una ciudad edulcorada cuya generación más reciente
nunca conoció el caos tropical de la época. Llamo a las dos secuencias los años
perdidos. Y serán los dos personajes principales del tiempo más cercano a
nosotros quienes partirán en su búsqueda.
Pongo un ejemplo
archiconocido: Los detectives salvajes, la novela de Bolaño; quiero partir de
aquí porque es más fácil definir lo que no
es Oscurana que lo contrario. Mientras en la novela del chileno asistimos a un coming of age descomunal que reflexiona
sobre el statu quo de la literatura, en
Oscurana tenemos a personajes rotos, que han descendido ya la cima de su plenitud
(si es que alguna vez la tuvieron. Al menos de Palacio puede argumentarse que
el tiempo de las publicaciones destaca en su vida, pero no podemos estar
seguros). La figura de Palacio en la
novela a veces parece un fantasma, como Cesarea Tinajero; es ahora –en el
tiempo de la trama- un autor que no escribe, que ni siquiera habla y que se
abstrae en su silencio, pero se vislumbran hilos que lo conectan con Alejandro;
la ambigüedad sobresale, sin embargo, en pasajes de lirismo surrealista.
Oscurana irrumpe en un momento
necesario para la literatura hecha en Ecuador. No estoy seguro si en unos años
logre el mismo efecto de encantamiento y sobrecogimiento ante sus personajes
quebrados pero entrañables (Un logro de la novela es el retrato que se hace del
lojano, carismático hasta límites insospechados, dueño de una honestidad
extrema –que nos llevará a una brutalmente cómica escena con Joaquín Gallegos
Lara-, que todo lo cuestiona y lo discute).
Mussó ha encarado un diálogo con
un autor poco leído. Es cierto, Palacio nunca estuvo oculto ni fue enteramente verdad
el mito del realismo socialista enterrándolo vivo. Pero ha pasado a ser el as
bajo la manga, es nuestro James Joyce y nosotros somos la dama culta del microcuento
de José de la Colina. A esto me refiero cuando hablo de la ética de la novela,
hacía falta dar cuenta de este autor y, sobre todo, de aquello que se menciona
en Débora: las realidades pequeñas que, acumulándose, conforman una vida.
La literatura no necesita
contarlo todo pero sin duda hace falta agotar las anécdotas para renovar los
temas. Mussó crea, a través de sus múltiples narradores, un conjunto de miradas
que configuran una visión casi total de Guayaquil. Y esto es un punto débil,
esta visión quiere meterlo todo entre tapa y contratapa, quiere regodearse con
todo lo que le sale al paso, como si fuera un texto documental en busca de la “identidad
guayaquileña”. Pero eso ya lo intentó, de cierta forma, El Rincón de los
Justos, la novela de Velasco Mackenzie, publicada hace treinta años. El lector
de hoy no necesita saber dónde están los barrios de prostitutas, o dónde es la
zona de clase alta, etcétera. Las infinitas descripciones convierten, a ratos, a
la narración en un relato costumbrista, ralentizándola. Pero vuelvo a lo que
decía antes: hacía falta que se dé cuenta de todo esto; ahora que se lo hizo,
narrando desde lo micro deleuziano, demos un paso adelante.
Oscurana es una lectura vital
digna de todo reconocimiento. La estructura mantiene y da forma a una trama
escurridiza y enigmática. Nos trae de vuelta a un autor que nunca debería salir
de nuestra biblioteca. La diferenciación de voces y personalidades es un mérito
logrado por una pluma ejercitada en la escritura perenne; Mussó se excede con
precisión, pero sus descripciones y sus adjetivos no son arbitrarios, lo cual,
pese a lo dicho anteriormente, es un alivio para el lector. Por las páginas de
esta novela circula demasiado, el comentario cultural asalta al lector en cada
página, quizás la ambición de su autor le juega una mala pasada. De todas
maneras, la novela logra sostenerse y no da tregua, exige como pocas. Hay que
leerla.