POR: ARTURO CERVANTES.
Cuando terminé de ver esta película, no sabía si ponerme de
pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa.
Juro por mi abuela que está en el cielo que mis pies se acalambraron, que mis
huesos experimentaron una rigidez cadavérica, que me asfixiaba. Fue demasiado,
mucho más de lo que podía soportar.
Tuve ganas de correr a la Fiscalía y meterle un juicio al
criminal de El Coleccionista que me recomendó este film. Pero, también, tuve
deseos de ir donde él y, como un buen perdedor, aceptar la derrota: “Ok, tenías
razón. No mentiste cuando me dijiste que esta peli no me dejaría dormir”.
Veamos, esto es más o menos así. Dos tipos van en plan de
excursión juvenil por un desierto. Su alegría desaparece una vez que se saben
perdidos. ¿Algo más? No, nada más. El resto es un montón de planos secuencias
sin una misericordiosa elipsis (saltos de tiempo) de por medio.
Los acompañamos en su desesperante, insoportable deseo de
encontrar la salida. Pasan las horas, pasan los días y nada de nada. Lo único
que no pasa es el hambre, el calor apocalíptico y la desesperación de quienes
se saben muertos en vida. Este es un gran laberinto sin escapatoria. Lo saben.
Lo sabemos.
Gus Van Sant (el director gringo que ya nos regaló las
fenomenales “Elephant”, “Last Days” y “En busca del destino”), de una u otra
forma, nos quieres joder la vista. En verdad, eso es lo que quiere con este
film.
Porque nos obliga a seguir a estos tipos. Y lo hace, en
ocasiones, por quince largos minutos. Quince eternos minutos en los que no pasa
absolutamente nada. Caminan, caminan y nosotros, tarados, los acompañamos en su
recorrido, a veces, sin diálogos. El espectador se mete en esa eternidad
desértica.
Veamos lo que el mismo director dice para explicar su obra
maestra:
“En la mayoría de las películas los personajes tienen que
decir algo. Aquí no dicen absolutamente nada durante mucho rato, y cuando
hablan no comprendemos necesariamente de inmediato lo que dicen. En parte,
queríamos que el público se sintiera perdido a lo largo del metraje con estos
dos tipos”.
¡Bingo!
Los que han visto “Elephant” o “Paranoid Park” saben que
este director es así, que está tostado. Saben que le encanta a seguir a sus
protagonistas por larguísimos minutos sin ofrecer nada más que eso. Pues bien,
“Gerry” es algo así, pero peor.
El clímax, el colmo de la inmisericordia con el espectador,
llega cuando uno de los personajes queda atrapado en una cima alta y se debate
en la mortal decisión de saltar o no (con el riego de por medio de romperse una
o dos patas). Y la cámara, ubicada en una esquina cualquiera, sin moverse, sin
parpadear, tan sólo nos permite ver unas sombras lejanas que se mueven.
Matt Damon y Casey Affleck son los actores estrellas de este
film. Y digo que son las estrellas por dos motivos. Primero, porque en verdad
lo son. Pero, sobretodo, porque son los únicos intérpretes. Salvo una última
escena -que nos sorprende a todos- en la que aparecen dos nuevos personajes, el
99.99% de este film emplea únicamente a Damon y Affeck.
Cuando le pidieron a Gust Van Sant que cuente cómo nació la
idea de rodar este film, contestó que los tres (Damon, Affeck y él) querían
hacer una película con tan sólo bosquejos inconclusos, sin un guión. Me los
puedo imaginar: “¿Oye, Gust, ¿te gusta cómo arrastro las zapatillas? ¡Mira cómo
levanto polvo”. “Sí, Matt, está cool, dale, grabémoslo por 15 minutos seguidos.
No digas nada. Sólo camina. Camina...”.
-¿Qué significa “Gerry”?, le preguntó otro periodista
curioso.
-Gerry significa “gilipollas”, “capullo”, un imbécil que es
capaz de perderse en el desierto. En realidad, los protagonistas no tienen
nombre. Se llaman Gerry el uno al otro. De una u otra forma, todos tenemos
dentro de nosotros un "Gerry".
Gust Van Sant es uno de mis directores preferidos y, la
verdad, nunca he entendido por qué. Uno entiende que es un director que todo lo
que filma, lo filma muy bien. Punto. Nada más que decir. Supongo que más allá
de ser un buen director, es la prueba ferviente de que se puede ser un buen
director. Aplicando, claro está, siempre, la eterna excusa del Chavo del 8:
“Fue sin querer queriendo”.