POR: MIGUEL MUÑOZ.
Tengo una reputación de director a quien hay que temer.
Pero hago películas realistas que hablan de cosas serias. Estamos muy
acostumbrados a ver mentiras sosteniendo que todo irá bien. Yo no soy un hombre
brutal. Van a ver otras películas más violentas, pero hay un contrato que le
dice al espectador que no es la realidad. Por eso el cine americano tiene tanto
éxito. El rato que pasen allí será intenso, pero luego todo estará bien o no
nos afectará. Yo hago películas que conciernen al espectador. Si no, me parece
una pérdida de tiempo.
Hablar de una película de Michael Haneke y comenzar
citándolo es un error brutal. El director austríaco se declara autárquico con
respecto a su obra; y así debería ser con todos los que realizan cadáveres
para vender, es decir, arte. La cita intenta acabar con un malentendido
fundamental en la apreciación del cine de Haneke.
Pero hacía falta, lo afirmo sin dudar. Que Amour haya estado en cartelera en la
semana del día de San Valentín y que decenas de parejas hayan entrado a verla
por puro error sentimental es un paso más hacia el final optimista de la razón.
También hace falta aclarar que el cine de Haneke va en
sentido perpendicular del que producen los idiot-savant de Hollywood. Las
películas del austríaco son inmersiones en lo micro deleuziano, en las guerras civiles del uno contra el otro de las
que él mismo habla. La guerra general política de todos nuestros días se nutre de esas pequeñas
guerras cotidianas.
El mal existe. Eso es lo que nos quiere decir, en
síntesis y con voz de santo laico, la prédica fílmica de Haneke. Y El mal no
equivale a violencia. Funny games, su
película más conocida, fue hecha para “impactar y arrebatar al espectador el
placer de consumir la violencia”, según sus propias palabras. Pero el efecto
que tuvo en el público fue el mismo que vio Kubrick en la novela de Anthony Burgess:
violencia gratuita y placentera, la misma que año a año conquista los corazones políticamente incorrectos de todos los festivales de cine independiente europeos.
Amour,
siguiendo estas deducciones, es un punto bajo en una carrera cimentada en el
error del espectador promedio, para quien este filme podría resultar
innecesario. No del todo, claro. La típica cinematografía lacónica, fría y
objetiva de siempre encaja perfecta con la anécdota, por lo tanto no termina de
incomodar y resulta pobre.
El contexto nos resulta tan lejano a los latinoamericanos
que el sopor amenaza en cada plano. El tema de la vejez decadente es una
metáfora perfecta de la Europa de hoy. La película, como casi todas de Haneke, mantiene un discurso de pretensiones realistas con figuras retóricas como la mencionada en la línea anterior que quedan a merced del espectador.
El moralismo de Haneke es inevitable, está en todas sus
películas. Nunca es aleccionador, sino un gran contemplador de los flujos
morales e idiosincráticos de su época, tal como lo fueron Graham Greene y Albert
Camus en la literatura de la primera mitad del siglo veinte.
Luego de ver Amour
confirmo la belleza frívola de El séptimo
continente y de 71 fragmentos de una
cronología del azar. Me quedo con esta idea doble: Tarantino hizo una película en
la que el mayor acto de amor fue matar a decenas de personas; Haneke hizo una
película en la que el mayor acto de amor fue matar al ser amado.