POR: MÓNICA OJEDA.
En “La contingencia del lenguaje”, primer capítulo de Contingencia, ironía y solidaridad (1989), Richard Rorty escribe lo siguiente: “Una percepción de la historia humana como la historia de metáforas sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie”1
Para Rorty el verdadero interés de la filosofía está en sugerir o crear nuevos léxicos que se contrapongan con los establecidos, vetustos, y que actúan como un estorbo para el avance del pensamiento y de la acción que incita ese pensar. Desde este punto de vista los poetas hacen filosofía, pues son los que mejor entienden que el lenguaje no es algo que se halla, ni un medio, sino una creación que se fagocita a sí misma; con su poesía, que no se debe más que a sí misma, aprehenden nuevas formas gramaticales para plantear también nuevas ideas y conceptos. Con esto no se pretende decir que el lenguaje no tenga una función práctica, sino que no se puede seguir pensando en él sólo como una herramienta que permite describir la realidad —los filósofos cercanos a la ciencia y a la Ilustración estaban convencidos de que el mundo estaba allí afuera y de que la labor era descubrir la verdad, no hacerla— cuando, desde cierta filosofía del lenguaje, es el mismo léxico el que crea la realidad a ser descrita. Por eso era importante para Rorty diferenciar entre “la afirmación de que el mundo está ahí afuera” y la de que “la verdad está ahí afuera”: el mundo, ciertamente, existe y nos rodea, pero la noción de verdad sólo puede existir en tanto que proposición, y las proposiciones están hechas de palabras, y las palabras son creaciones humanas. Es por eso que Rorty considera que, aunque los idealistas alemanes —Hegel, Kant; Fitche es un caso aparte— creían en una verdad construida por la mente humana, por otro lado estaban convencidos de que existían cosas en el interior el sujeto que eran intrínsecas, reales y verdaderas que esperaban por ser descubiertas. Es esto lo que lleva a Rorty a creer en los poetas:
Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar bien.2
Es la creatividad, entonces, la que permite la conformación de nuevas descripciones del mundo que logren anclarse en lo profundo del sujeto. Basta pensar en la grandes revoluciones políticas y en cómo, mediante una redescripción del mundo, crearon una subjetividad distinta. Al manejar un léxico nuevo, opuesto, o al menos distante al del aparato central, pretenden que a través de una nueva gramática se fortalezca también una nueva mirada política. El marxismo, por ejemplo, dejó un léxico que hasta el día de hoy utilizamos para entender el capitalismo. Pero esto no es algo que sólo haga la filosofía, también lo hace la poesía. Rorty piensa que el poeta es quien mejor comprende la contingencia del lenguaje y lo expresa con su propia producción porque “es incapaz de aclarar con exactitud qué es lo que se propone hacer antes de elaborar el lenguaje con el que acierta a realizarlo”; su nueva descripción, su nueva fórmula, se justifica a sí misma y es sólo entendible y articulable tras haber sido conformada. El poeta no busca hacer una descripción fidedigna del mundo, sino que quiere describir y redescribir la herramienta de descripción; una que, con una determinada gramática, ofrece una particular visión de lo circundante, pero sobre todo una visión que se aleja de la gramática normativa oficial. Es por eso que crear un nuevo léxico, un nuevo lenguaje, es una acción política que, si es repetida y acogida por otros, se convierte en un importante centro de un poder.
El poeta representa, en la práctica, mejor que ningún otro la filosofía del lenguaje de Wittgenstein y Davidson. El lenguaje para él no es un instrumento y no es algo dado, es pura contingencia; puede expresar como silenciar, puede construir como destruir, es el eje, es el fin mismo de su uso. Nunca fue más pertinente decir, como lo hizo Gadamer, que “las habladurías son tan propias de la existencia como la palabra y el silencio. (…) Heidegger vio que la palabra, por necesidad interna, cae en la habladuría y pierde su validez”.3
De esta manera Gadamer comprendió que el pensamiento también estaba atado a esa misma condición, a esa autenticidad reafirmante de sí mismo. Novalis, poeta y ensayista, escribió que: “…la naturaleza del lenguaje consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir”4. En el “hablar por hablar” se trasluce, según Novalis, la verdadera esencia del lenguaje, su ontología, puesto que no hay una intención comunicativa o medial: el fin —y el medio— es la misma acción elocutiva.
Gadamer en Arte y verdad de la palabra (1993) reflexiona sobre la palabra, no como única e individual, sino como aglutinadora del discurso. Piensa en la poesía y su función pragmática. Le parece claro que a un texto literario no se le puede arrancar un enunciado específico para otorgarle un valor de verdad o de falsedad sin tener, necesariamente, que convertirlo en algo no-literario; es decir, descaracterizarlo, extraerlo de su contexto —lo que a fin de cuentas hace que pierda sus sentidos originarios y su esencia misma de contingencia y de multiplicidad—. Un texto literario difícilmente puede leerse o interpretarse como se interpreta un enunciado cualquiera sin que se transforme en otra cosa. Esto es un asunto que le interesa a la pragmática literaria, de la que hablaré detenidamente más adelante.
Gadamer entiende, al igual que Rorty, que la poesía tiene una validez propia que no tiene ninguna correspondencia con algo externo a ella misma. Por lo tanto, si bien no se puede hablar de “verdad” sin que suene peligroso cuando nos referimos a un texto literario, sí se puede hablar de palabra auténtica: “es decir, no la palabra en que se dice algo verdadero o incluso la verdad suprema, sino la palabra en el sentido más auténtico”, que quiere decir “diciente”; la que, entre miles de palabras, dice más que cualquier otra.
Cuando Gadamer escribe que “la poesía fue la vieja rival de las pretensiones propias de la filosofía”, no sólo se adhiere a la reflexión de Rorty sobre la filosofía y la poesía, sino que sugiere que no hay palabra más “diciente” que la de la literatura. “Igual que los colores salen a la luz en la obra pictórica (…) así es en la obra poética la palabra más diciente que en cualquier otro caso”. Más diciente en cuanto a que recrea el lenguaje y su gramática, esto es la normatividad de la palabra que es violentada, y al jugar con este marco normativo y ser habladuría, paradójicamente, se nos desoculta, se nos revela.
Para la pragmática literaria ha sido difícil establecer una la particularidad de la literatura desde sus estudios frente a otras formas no-literarias como la publicidad, chistes, canciones, relatos orales etc. El problema viene desde hace mucho tiempo atrás; por ejemplo, para Austin la literatura no es un uso normal del lenguaje y por lo tanto no tiene un función ilocutiva; Searle dice que casi no hay límite entre lo no-literario y lo literario desde los actos del habla, es decir, que no hay una propiedad textual, sintáctica o semántica que identifique a un texto como una obra de ficción. Teun van Dijk dirá que los textos literarios son macroestructuras pragmáticas, marcoactos de habla, que se diferencian de otros “actos verbales rituales” únicamente por una convención social e histórica que ha hecho de la literatura un arte institucional. Para hacer una crítica al planteamiento de van Dijk esbozaré brevemente lo que él propone en su texto La pragmática de la comunicación literaria (1987):
- Austin y Searle (años sesenta) trabajan sobre actos de habla, que son actos llevados a cabo cuando un hablante produce un enunciado en una lengua natural en un determinado contexto. Todo acto de habla es un acto social.
- La pragmática se ocupa de la formulación de las reglas según las cuales un acto verbal es apropiado en relación con un contexto.
- Las condiciones de propiedad de los actos de habla se dan en términos de propiedades de los participantes (hablante y oyente). Esas propiedades son de naturaleza cognitiva y social. Es decir, se asumen roles.
- Una secuencia de actos de habla puede constituir también, considerada como un todo, un acto de habla global, susceptible de ser explicitado en términos de macroestructuras pragmáticas. Ejemplo: el texto literario.
- Texto literario vs. teoría de los contextos literarios: no sólo es importante la estructura, sino las funciones de los textos literarios. En la producción, recepción e interpretación hay acciones sociales.
- Ninguna estructura del texto es necesaria y exclusivamente literaria. Que un texto con ciertas propiedades funcione o no como un texto literario depende de convenciones que pueden variar con el tiempo y la cultura.
- La función básica de un acto de habla es “hacer cambiar de opinión” a un oyente. ¿Cómo funciona esto en la literatura?: con un cambio de actitud en el lector.
- Un acto de habla ritual, como por ejemplo un chiste, exige un cambio en el oyente/lector sobre criterios valorativos.
- ¿Cuáles son las formas y las funciones originales de la literatura? Desde una perspectiva funcional la literatura es igual a la oralidad y a los chistes. Las diferencias entre estos tipos de comunicación son sociales: la literatura está institucionalizada.
- La literatura es un acto de habla indirecto que tiene niveles connotativos.
Teun van Dijk entiende que un lector no lee un texto literario de la misma forma en la que lee un folletín o una revista. Hay una predisposición del receptor a ese texto literario que lo coloca en un contexto que, además, lo hace leer lo escrito de una forma determinada. Levin dice al respecto que:
La oración que propongo como la oración implícita dominante para los poemas, la que expresa el tipo de fuerza ilocutiva que se supone que debe tener el poema, es la siguiente: Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a ti a concebir, un mundo en el que...5
La palabra “imaginación” vuelve a ser el centro de la discusión sobre la naturaleza de la poesía, pero no hablamos de un “imaginar” opuesto a la realidad; no hay nada más real para la poesía y para la filosofía que la imaginación. Sin ella sería imposible crear nuevas gramáticas y nuevos léxicos que den paso a comprender lo que Rorty quería decir en el capítulo que he comentado de su obra: que el sujeto y, por lo tanto, su subjetividad es contingente como el movimiento continuo de la cultura. El primer problema con el análisis pragmático de van Dijk está, funcionalmente, igual a un texto publicitario, un chiste, una canción o un relato oral. No lo es porque, como ninguno de éstos últimos, exige un altísimo grado de intervención de la subjetividad del sujeto que es quien va reconstruyendo y rellenando, con esa intervención, la palabra poética. La teoría de la relevancia de Sperber y Wilson puede aplicarse para entender los actos verbales rituales a los que se refiere van Dijk —por ejemplo, las “implicaturas” que un receptor obtiene de un chiste son las que le permite su predisposición a no escuchar algo literal, sino algo que debe descifrarse con un mínimo de “coste de procesamiento” (de otro modo no sería gracioso) para obtener un alto nivel de beneficio—, pero no para entender la poesía. Un texto poético exige un máximo “coste de procesamiento” para obtener un máximo beneficio. Además, mientras que lo relevante en un chiste siempre será lo que se obtenga bajo la regla de mínimo coste, con la poesía ocurrirá lo contrario: lo relevante será siempre lo que más lecturas y más vueltas sobre la palabra implique. También es necesario resaltar que las “implicaturas” de un chiste se agotan de inmediato, precisamente, en que él parte de la idea de que el lenguaje literario es igual al lenguaje natural —uno que por su uso corriente ha dejado de ser imaginativo—, cuando en realidad es una reelaboración o reformulación del lenguaje natural para hacer redescripciones. El segundo problema es que considera, desde una perspectiva funcional, que la literatura es igual que los chistes, los relatos orales, las canciones, etc, y que son tipos de comunicación que se diferencian más en un ámbito social institucionalizador que en uno pragmático.
Sin embargo, el carácter performativo que asume un lector frente a un poema no puede ser comparado con el que adopta ante la lectura de un texto publicitario o de un chiste. El carácter canónico e institucional de la literatura no es un argumento válido a esgrimir: quizás la apreciación literaria de un no-lector de literatura se rija, confusamente, por los cánones —quizás no encuentre diferencias entre una fábula de Esopo y un microcuento de Monterroso—, pero un lector acostumbrado al texto literario es uno que, sin necesidad de que lo predispongan, toma un texto, incluso sin saber que es literario, y cuando lo lee descubre que es poesía. El contexto similar al que se refiere van Dijk cuando dice que la literatura, pragmáticamente, tiene la misma función que los actos verbales rituales —que el receptor acepte que p puede en realidad referirse a q; que espere que p se refiera a q—, consiste en que ambos son actos de habla indirectos y en que, por lo tanto, no son tomados como proposiciones que puedan contener un valor de verdad. En efecto, nadie leería El emperrado corazón amora de Juan Gelman para encontrar una verdad suprema; pero sí una palabra auténtica que produzca, en sus múltiples capas connotativas, un conocimiento a partir de la agramaticalidad poética, de la imaginación al momento de emplear léxicos o de inventarlos. Gadamer dice que:
La interpretación está esencial e inseparablemente unida al texto poético precisamente porque éste nunca puede ser agotado cuando se lo transforma en conceptos; nadie puede leer una poesía sin que en su comprensión penetre siempre algo más, y esto implica interpretar.6
Leer e interpretar es, por consiguiente, un acto performativo siempre distinto. Un texto literario, y más aún su máxima expresión que es el poema, no es, funcionalmente, igual a un texto publicitario, un chiste, una canción o un relato oral. No lo es porque, como ninguno de éstos últimos, exige un altísimo grado de intervención de la subjetividad del sujeto que es quien va reconstruyendo y rellenando, con esa intervención, la palabra poética. La teoría de la relevancia de Sperber y Wilson puede aplicarse para entender los actos verbales rituales a los que se refiere van Dijk —por ejemplo, las “implicaturas” que un receptor obtiene de un chiste son las que le permite su predisposición a no escuchar algo literal, sino algo que debe descifrarse con un mínimo de “coste de procesamiento” (de otro modo no sería gracioso) para obtener un alto nivel de beneficio—, pero no para entender la poesía. Un texto poético exige un máximo “coste de procesamiento” para obtener un máximo beneficio. Además, mientras que lo relevante en un chiste siempre será lo que se obtenga bajo la regla de mínimo coste, con la poesía ocurrirá lo contrario: lo relevante será siempre lo que más lecturas y más vueltas sobre la palabra implique. También es necesario resaltar que las “implicaturas” de un chiste se agotan de inmediato, pero las de un buen poema son como un grifo abierto: “el texto no es aquí un dato fijo al que, al final, tengan que retrotraerse el lector e intérprete”. Para Gadamer el texto literario, a pesar de haber sido comprendido, siempre pedirá nuevas lecturas. He ahí la peculiaridad de su carácter performativo: en su repetición se genera la subversión, no la institucionalización de un único e inequívoco discurso.
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1Richard Rorty, “La contingencia del lenguaje”, Contingencia, ironía y solidaridad.
Paidós, Espasa libros S.L.U. Madrid, 2011. p.40.
2 Ibíd., p. 27.
3 Hans-Georg Gadamer, Arte y verdad de la palabra. Versión PDF.
4 Novalis, Fragmentos (1798). Versión y cita de Susan Sontag, “La estética del
silencio”, Estilos radicales. Random House Mondadori S.A. Barcelona, 2007. p. 41.
5 Samuel R. Levin, Consideraciones sobre qué tipo de acto de habla es un poema.
Arco/Libros. Madrid, 1987. p. 69.
6 Hans-Georg Gadamer, Arte y verdad de la palabra. Versión PDF.