POR: MÓNICA OJEDA.
La tradición judeocristiana cultivó, entre tantas otras, la idea del homo viator: el hombre como peregrino que está destinado a, durante un breve periodo, pasear por el “valle de lágrimas” con el mayor ascetismo posible, pero seguro de que si lo aguanta, de que si se sobrepone al dolor y a las tentaciones violentas del cuerpo, alcanzará la vida eterna y dejará atrás el peso de sus debilidades humanas. Probablemente fue esta idea la que marcó el inicio de una visión dicotómica del ser humano, la que separó y enfrentó al cuerpo y a la mente como si se tratara de dos opuestos irreconciliables. El hombre de la Edad Media sólo fue entendido en tanto a lo transitorio de su existencia terrenal y corporal. Su cuerpo, inmanente, fue estigmatizado como la cárcel de su espíritu trascendente.
Precisamente en los términos de trascendencia e inmanencia se
abrió un debate feminista iniciado por Simone de Beauvoir cuando, en su obra El segundo sexo (1949), denunció el
encasillamiento de la figura femenina a lo inmanente y de lo masculino a lo
trascendente. “No han sido ni una esencia inmutable ni una elección culpable
las que la han condenado [a la mujer] a la inmanencia, a la inferioridad. Le
han sido impuestas”[1]. Esta
reducción de la mujer a su cuerpo y, por ende, a su sexualidad —una construida
desde la heteronormatividad— no sólo ha despertado críticas feroces, a favor y
en contra, por parte de distintos grupos feministas, sino que también ha
provocado reflexiones, cuanto menos risibles, de escritores como Ernesto
Sábato, quien en Heterodoxia (1953)
escribió:
En la mujer se entra, todo converge hacia ella, hacia su misterioso interior, pasivo y terrestre (…)Y así, mientras ella se encierra en su casa, el macho se lanza a la aventura, a la conquista de otras realidades físicas o espirituales. El hombre se trasciende constantemente, en tanto que la mujer se encierra en su inmanencia.[2]
Sábato, como Camille Paglia, se remite a la relación, por demás
antigua, entre mujer y tierra: “No es asombroso, por lo tanto, que en todas las
tradiciones y mitos la tierra, espacio por antonomasia, represente a la mujer”[3].
La diferencia es que Paglia lo hace para entender el devenir de nociones de identidad
sexual, mientras que Sábato reproduce un pensamiento vetusto. La fecundidad tiene un lugar central en esta
visión antigua, pues es la que determina la conformación de los constructos
sociales patriarcales que han hecho que el carácter masculino se identifique
con la libertad, la búsqueda y el avance, y el femenino con el asentamiento, el
estatismo, el cuidado. Es esta visión la que durante mucho tiempo ancló las
entrañas de la mujer a la tierra.
El arte que ha tratado con mayor profundidad el problema de la
división cuerpo/mente dentro de la conformación de la identidad sexual ha sido
el pornográfico. Cuando Beauvoir dijo que el género era un constructo social, el
mundo más o menos la entendió; pero cuando Monique Wittig dijo que el sexo era
un constructo social, nadie vio en sus palabras otra cosa que la imagen del
delirio. ¿Cómo puede el sexo ser un producto cultural cuando no hay nada más
real que los genitales, nada más tangible, más visible, que el diseño
anatómico? Pero es precisamente de eso, de los genitales y del diseño anatómico,
de lo que Wittig trataba cuando escribió que el sexo era una construcción
cultural: lo que quiso decirnos es que la identidad femenina o masculina no
puede definirse bajo los conceptos binarios impuestos por la mirada
heterosexual.
La literatura pornográfica ha jugado con el marco heteronormativo
llevándolo al límite, parodiándolo, subvirtiéndolo o mostrándolo en su mayor
grado de vileza y de horror. “¿El arte es pornografía? Sí, lo es. Arte es
contemplación y conceptualización; es el exhibicionismo ritual de los misterios
originales”[4]. Si las obras pornográficas son poco estudiadas
se debe a las lecturas vacuas y superfluas que se hacen de ellas, y este tipo
de lecturas tienen origen en el temor que produce pensar en la propuesta de una
obra erótica. Las novelas del marqués de Sade tienen un innegable valor
literario, no sólo formal sino de contenido. Camille Paglia dice sobre su obra
“El sexo y la agresividad van unidos de tal forma que no sólo es el sexo asesino,
sino que el asesinato es un acto sexual”[5].
Georges Bataille, gran pensador de la sexualidad, la violencia y el mal,
escribió en El erotismo (1957): “Podemos
decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte”[6].
Para Bataille hay una estrecha relación entre la muerte y la excitación sexual
en tanto que sólo la muerte puede ratificar, poner en balanza, la vida. Es en
la sexualidad en donde nos sentimos más vivos que nunca, más corpóreos, más
cercanos a nuestra carne y a la naturaleza. En palabras de Bataille, el acto
sexual es la unión de dos seres discontinuos que al unirse se vuelven, por poco
tiempo, continuos.
Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas. Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos. Pero en el erotismo, menos aún que en la reproducción, la vida discontinua no está condenada, por más que diga Sade, a desaparecer: sólo es cuestionada.[7]
La angustia del ser humano está, entonces, en saberse discontinuo
y no poder lograr más que pequeños momentos de continuidad en los que, además,
su ser discontinuo es violentado. “¿Qué significa el erotismo de los cuerpos
sino una violación del ser de los que toman parte en él? ¿Una violación que
confina con la muerte? ¿Una violación que confina con el acto de matar?”[8].
Cuando Camille Paglia habla de Sade desde una perspectiva feminista resalta que
hay una especie de androginia en muchos de sus personajes. Es normal encontrar
en su obra, por ejemplo, hombres bisexuales y “mujeres sodomitas activas”.
Paglia también habla de la faceta más perversa de la literatura de Sade (el
maltrato físico y el uso de excrecencias para estimulación sexual) como una
forma de mostrar lo que hay de oscuro en el sexo y de subversión del imaginario
pornográfico: “Sentirse sexualmente excitado por algo excéntrico,
insignificante o asqueroso es una victoria de la imaginación”[9].
Desde este abordaje la literatura pornográfica tiene una larga
tradición de subvertir identidades sexuales.
Ésta puede ser una de las razones por las que la Teoría Queer ha
encontrado en la pornografía una forma de romper con la heternormatividad
sexual. Judith Butler en El género en disputa (1990) sentó las
bases de la teoría performativa al escribir que la única manera de romper con
las normas de género es mediante la realización de actos performativos opuestos
a los que, por pura repetición, se han instaurado en el discurso de poder. Las
feministas, escritoras y artistas postporno (Annie Sprinkle —quien popularizó
el término— Itziar Ziga, Beatriz Preciado, Virgiene Despentes, Leonor
Silvestri, Erika Lust, María Llopis, etc.) hacen hoy en día lo que la
literatura pornográfica lleva haciendo desde siempre: crear nuevas miradas que,
desde la periferia, la subalternidad, la marginalidad, dinamiten la estructura
binaria de la identidad sexual. La utopía por alcanzar es la androginia que
sugiere Sade: la aceptación de una identidad contingente que no se rija por
estereotipos sexuales ni genéricos.
Me parece que la literatura pornográfica puede sirvir de apoyo a
la Teoría Queer y al movimiento postporno en tanto que: a) al ser un arte
institucionalizado puede irrumpir desde dentro del sistema, b) posee la ventaja
de ser, en sí misma, un espacio reflexivo privilegiado que puede mostrar con
crudeza facetas obscenas del erotismo para generar una reflexividad que salga
del propio marco literario —y que es más efectiva que la que puede generar un panfleto
o un manifiesto—, y c) brinda la posibilidad de crear nuevas descripciones a
partir de nuevas gramáticas y léxicos que sirvan para conformar una nueva
subjetividad social.
En contraposición a la figura de peso que es Sade dentro de la
literatura pornográfica, y la de Leopold von Sacher Masoch, escritor del que
echaron mano para crear el término “masoquismo” —ocurre lo mismo con Sade y el
“sadismo”—, hablaré sobre Anne Desclos, autora de la célebre novela Historia de O (1954), heredera de los
autores previamente mencionados. Historia de O me parece una obra fundamental de la pornografía
por su calidad literaria —está escrita con elegancia, ritmo y fuerza narrativa—,
sus personajes fascinantes y su valiente aproximación a la relación eros/tánatos.
Me parece, además, que es una novela que creó a su alrededor una fuerte
polémica por parte de feministas radicales antiporno que sería interesante
abordar.
Historia de O, originalmente publicada bajo el seudónimo Pauline Réage, cuenta
la transición de O, la protagonista, de persona a objeto. La narración comienza
con O y su amante, René, subiéndose a un vehículo que se dirige a un castillo
en donde ella es preparada para ser la esclava sexual de muchos hombres. El
castillo es un mundo en sí mismo con sus propias reglas y condiciones: hay
mujeres en él, pero todas son esclavizadas, tanto por sus amos como por los
criados. O es tomada por hombres que no conoce y duramente castigada,
encadenada y golpeada con látigos. René permite que todo esto ocurra y O se
siente complacida al obedecer cada una de las peticiones del hombre que ama, a
quien, por cierto, sólo le interesa entregarla a otros. Susan Sontag en su ensayo “La imaginación
pornográfica” (1967) escribió sobre el argumento:
Hay látigos y cadenas, máscaras que los hombres se colocan cuando las mujeres comparecen ante ellos, grandes fuegos ardiendo en el hogar, ultrajes sexuales innombrables, flagelaciones y formas más ingeniosas de mutilación física, varias escenas de lesbianismo cuando parece decaer la excitación de las orgías que se desarrollan en el gran salón.[10]
La novela nace bajo el influjo de Sade y de Sacher Masoch. Éste
último publicó La venus de las pieles
(1870), novela pornográfica en la que es el hombre quien ocupa el lugar de O.
Severin, protagonista de la historia, le pide a su amada que lo humille, que lo
convierta en su esclavo; se lo pide porque encuentra placer en esa paulatina
reducción de su voluntad. Él desea que su amada lo haga sufrir tanto física
como psicológicamente. Quiere perder su Yo en la otra persona. Lo mismo sucede
con O, quien disfruta en su rol de total sumisión y, conforme va perdiendo su
voluntad, se va cosificando. Tanto en la novela de Masoch como en la de Desclos
vemos claras referencias al BDSM (Bondage, Discipline, Dominance and
Submission): en ambas existe un amo y un esclavo, en ambas la situación no se
da bajo coacción, sino que tiene lugar dentro de un marco de consentimiento
mutuo.
Esta conducta, quizás ultrajante, en nada cambiaba el amor que O sentía por René. Estaba contenta de contar para él lo suficiente como para que él se complaciera en ultrajarla, al igual que los creyentes dan gracias a Dios cuando los doblega.[11]
El paralelismo entre la actitud de O y su búsqueda espiritual de
pérdida de sí misma como sujeto, de autoeliminación, a través de un dolor casi
expiatorio, y el cristianismo, es recurrente a lo largo de la novela. Sontag reconoce que aunque el rol de O es,
precisamente, el de ser sumisa y pasiva, en realidad no tiene un papel pasivo en tanto que es activa en su decisión
de doblegar su voluntad, de entregarse por completo al deseo de René. Si bien
la Justine de Sade jamás aprende nada, jamás evoluciona a partir de sus
experiencias, O es la otra cara de la moneda: “O aprende, sufre, cambia. Paso a
paso se convierte cada vez más en lo que es, mediante un proceso idéntico al
del vaciamiento de sí misma”.[12]
Es esta caracterización la que Andrea Dworkin, feminista del WAVPM (Woman
Against Violence in Pornography and Media), despreció en Woman Hating: A Radical Look at Sexuality (1976). Para Dworkin, O
se convierte en la representación de todas las mujeres que, según la mirada
masculina, desean ser dominadas: “In addition, Story of O is more than simple
pornography. It claims to define epistemologically what a woman is, what she
needs, her processes of thinking and feeling, her proper place”[13].
Dworkin ve a este tipo de literatura
como un producto pernicioso. A decir verdad, todo lo que pueda ser pornográfico
es, desde su visión particular, una agresión contra las mujeres porque la
pornografía es “un producto patriarcal”.
From the course of O's story emerges a clear mythological figure: she is woman, and to name her O, zero, emptiness, says it all. Her ideal state is one of complete passivity, nothingness, a submission so absolute that she transcends human form (in becoming an owl). Only the hole between her legs is left to define her, and the symbol of that hole must surely be O. Much, however, even in the rarefied environs of pornography, necessarily interferes with the attainment of utter passivity.
Al final de la novela, O, convertida en nada, en objeto, vaciada
totalmente de su ser, en el punto más alto de lo que ella quería conseguir, de
lo que se había propuesto obtener a través de un camino que le era misterioso y
placentero, es llevada a una fiesta con su rostro cubierto por una máscara de
búho. Una vez allí a nadie se le ocurre dirigirle la palabra —en capítulos
anteriores O aún era una persona y los hombres le hablaban, aunque sólo fuera
para darle órdenes—, simplemente porque no se le puede hablar a alguien que
está deshumanizado. “Su condición (…) no se ha de interpretar como una
consecuencia de que la hayan esclavizado (…) , sino como el apogeo de su
situación, como algo que ella busca y que finalmente logra”[14].
Lo que Dworkin denuncia en 1976, Sontag ya lo había dicho en 1967: “ ’O’
sugiere una caricatura de su sexo, no de su sexo individual sino simplemente de
la mujer; y también representa el cero, la nada”[15].
Desde un acercamiento literario, válido y necesario dado que,
repitámoslo, Historia de O es
literatura, es imposible no remitirnos otra vez a Bataille. La novela de
Desclos nos plantea una inquietud importante: ¿Para ser un ‘ser’ sexual puro es
preciso el despojo absoluto de la propia voluntad? Bataille diría que, en
cierto modo, sí: dado que en el acto sexual dejamos de ser discontinuos y nos
sometemos al otro.
…comprenderemos que el arrancamiento del ser respecto de la discontinuidad es siempre de lo más violento. Lo más violento para nosotros es la muerte; la cual, precisamente, nos arranca de la obstinación que tenemos por ver durar el ser discontinuo que somos. Desfallece nuestro corazón frente a la idea de que la individualidad discontinua que está en nosotros será aniquilada súbitamente.[16]
O podría ser intercambiable por un hombre —pensemos en la novela
de Sacher Masoch, por ejemplo—. Literariamente es irrelevante que O sea una
mujer porque la cuestión de peso, la más interesante, está en ese aspecto
problemático de la sexualidad que plantea Bataille: “la de continuidad opuesta
a la discontinuidad del ser”. Para una crítica feminista de la literatura hay
que saber de literatura, saber de sus mecanismos, de sus formas, de sus
reinvenciones lingüísticas, de sus estructuras alegóricas. La debilidad de la
crítica de Andrea Dworkin a Historia de O
es, precisamente, no considerar que el objeto de su análisis es un artefacto
literario. Ella no piensa la novela de Desclos como lo que es y acaba
descontextualizándola y llevándola a un plano en donde la lectura es literal.
Si sacamos fuera de contexto a todos los productos literarios, cinematográficos
y artísticos, todos y cada uno de ellos representarían un nivel de violencia o
de agresión hacia alguien o hacia algo porque, como lo dijo Bataille, Sontag y
Paglia, el arte se encarga de reflexionar y de descomponer temas obscenos.
Lo que plantea la Teoría Queer y los grupos postporno, la
subversión de las normas de género a partir de actos performativos opuestos a
los establecidos por el discurso heteronormativo, la ruptura con el pensamiento
esencialista, binario, que concibe las identidades sexuales desde un marco
heterosexual, se ha hecho en la literatura pornográfica desde hace mucho tiempo,
en algunos casos de forma más elaborada que en otros. Además, en este tipo de
literatura se ha reflexionado sobre la parte más oscura de la sexualidad;
aquella que es pura violencia y destrucción, lo que la cultura apolínea, esa
que enaltece lo trascendente por encima de lo inmanente, pretende tapar con un
dedo. Historia de O está absolutamente fuera del discurso sexual y social
hegemónico; se mueve por el campo de lo prohibido, y es en lo prohibido en
donde está la subversión que busca la Teoría Queer. O no sólo ama a René, sino
también a Jaqueline, una mujer; su bisexualidad, junto a su transformación
voluntaria en un cero es una de las transgresiones más potentes que existen del
‘deber ser’ sexual. La muerte, las acciones violentas, no están allí para ser
puestas en práctica o para validar la práctica de éstas, sino para mostrar otra
cara que no sea la impuesta por el discurso de poder, aquel que reduce la
sexualidad a los órganos genitales, que dice un cuándo, con quién, dónde y cómo
ejercer nuestras vidas sexuales. La violencia en la literatura pornográfica no
busca generar violencia: antes de la literatura, la violencia ya estaba allí.
Sin afrontar las zonas oscuras de la pornografía es imposible
subvertir las identidades sexuales binarias, pues estas zonas son obscenas,
peligrosas y prohibidas porque el discurso de poder lo ha querido así. La
perversión, no lo olvidemos, ha sido construida por la mirada heterosexual. La
literatura pornográfica puede llegar a ser un instrumento que le brinde
fortaleza a la Teoría Queer y a la corriente postporno porque tiene una larga
tradición de presentar diversas identidades sexuales desde dentro del sistema
—por su condición de arte institucionalizado— y, lo más importante, tiene una
sólida visión filosófica que encuentra los nexos entre violencia, muerte y erotismo.
[1] Simone de Beauvoir, El
segundo sexo. Última consulta: 23/12/12, de http://es.scribd.com/doc/23877165/Beauvoir-Simone-de-El-segundo-sexo-1949
[2] Ernesto Sábato, Heterodoxia.
Última consulta: 23/12/12, de http://es.scribd.com/doc/30533153/Sabato-Ernesto-Heterodoxia
[3] Ibid.
[4] Camille Paglia, Sexual
Personae: arte y decadencia desde Nefertity hasta Emily Dickinson.
Valdemar. Madrid, 2000. Pág. 73.
[5] Ibid. Pág. 375.
[6] Georges Bataille, El
Erotismo. Versión PDF. Pág. 12.
[7] Ibid. Pág.14.
[8] Ibid. Pág. 12.
[9] Camille Paglia, Sexual
Personae: arte y decadencia desde Nefertity hasta Emily Dickinson.
Valdemar. Madrid, 2000. Pág. 362.
[10] Susan Sontag, “La imaginación pornográfica”, Estilos radicales. Random House Mondadori S.A. Barcelona, 2007.
Pág. 70.
[11] Anne Desclos, Historia de O.
Versión PDF. Pág. 46.
[12] Susan Sontag, “La imaginación pornográfica”, Estilos radicales. Random House Mondadori S.A. Barcelona, 2007.
Pág. 75.
[13] Andrea Dworkin, Woman
Hating: A Radical Look at Sexuality. Última consulta: 26/12/12, de http://www.nostatusquo.com/ACLU/dworkin/WomanHating.html.
[14] Susan Sontag, “La imaginación pornográfica”, Estilos radicales. Random House Mondadori S.A. Barcelona, 2007.
Pág. 75.
[15] Ibid.
[16] Georges Bataille, El
Erotismo. Versión PDF. Pág. 12.