POR: LEIRA ARAÚJO NIETO.
La trilogía dramática de Lorca, compuesta por Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba, forma parte del trabajo del autor durante la década del 30 y confluye con la codirección de la compañía teatral “La Barraca”. Durante este período, su producción se centró en la dramaturgia y en el género trágico, tomando simbolismos propios de su arte poética, rasgos del folklore de Granada, el mundo gitano, el matriarcado español y el conservadurismo; encajando estos elementos en la estructura clásica propuesta por Esquilo.
Esquilo era conocido por una composición en trilogías, y
Federico García Lorca se sentía atraído por el género trágico desde su estado
primigenio, a pesar de que este género
muchas veces se vuelve difuso por los puntos de giro similares en el drama con
la única excepción de la presencia de la muerte –que en las obras de Lorca es
presencial, simbólica como la Luna en su encuentro con la Muerte en Bodas de
Sangre y evocada directamente como apóstrofe en los versos de varios
personajes. La comedia queda descartada como género menor y el propio autor ratifica su elección de
género teatral (con dubitaciones acerca de drama o tragedia) para narrar las
tres historias que giran en torno al mundo español en Teoría y juego del duende. Lorca (1960)
indica:
Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español, ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda… (Lorca, 1960, p. 118)
Y es la “evasión” un factor que aísla pero que funciona como
un espejo del imaginario colectivo español acerca de lo tradicional y de la
funcionalidad de las familias de las zonas rurales. Tomando como punto de
partida la realidad, ya sea el caso de Bodas de sangre, donde el inicio de la
obra toma forma en la mente del poeta y narrador con la noticia publicada por
ABC en 1928 acerca de un crimen en Almería generado por un triángulo
amoroso. Lo popular y la fatalidad
encontraron espacio en la dramaturgia de Lorca, quien no dejó de lado su
simbología: lunas, mar, y caballo representando muerte, sangre, sexualidad y
virilidad.
La mujer
La mujer del mundo dramático de García Lorca se ve a sí
misma desde los exteriores de una casa: es una mujer que no interactúa en la
calle, que al igual que las tradiciones intenta perpetuarse a través de los
hombres y los hombres de una casta se convierten en el único fin y medio para
que el honor de una familia se mantenga. En Bodas de Sangre, tragedia compuesta
por tres actos, la Madre, teme perder a
su hijo, el Novio, a quien lo precede un destino trágico –sin embargo no un
fatum porque él elige sus acciones, perseguir a la Novia, por ejemplo—al morir
el resto de hombres de su familia. Enamorado decide casarse con la Novia, quien
pasaría de ser objeto de encierro y obediencia de su propia casa a un estado
similar de sumisión pero como cónyuge.
El leit motiv de este personaje femenino, misterioso hasta el segundo
acto se devela repentinamente con la presencia de Leonardo y los datos sueltos de la Criada quien la instiga a
develar su pasión hacia uno de los Félix.
La posición de las mujeres y el mundo interior se revitaliza
como un caleidoscopio y cada personaje asume un rol conocido en el engranaje
social: la Madre como protectora de la estirpe y el honor, la Novia como objeto
de deshonra y detonante de la fatalidad, la Mujer como la madre y esposa
abnegada que al final permanecerá encerrada en casa y las muchachas que se han
acostumbrado a un mundo en el cual la sociedad se guía por las decisiones del
género masculino, las mismas que serán perpetuadas por las madres de estos
hombres conservadores. Sorprende que Leonardo, igual de culpable que la Novia y
además familiar de los Félix no se vea categorizado como paria, ya que la Novia
atentó no sólo con la vida de los hombres, también con el rol de las mujeres.
Por ello, esta sorpresa se desvanece al analizar los diálogos de la Madre con
la Novia al hablar de matrimonio: “Un hombre, unos hijos y una pared de dos
varas de ancho para todo lo demás” ( Acto I de Bodas de Sangre).
La Madre evoca todos los convencionalismos de la mujer rural
española y la Novia aboga por satisfacer sus deseos conociendo las
consecuencias y rompiendo todo nexo con la tradición, la moral de su pueblo, y
la honra de su familia: “He dejado a un hombre duro/ y a toda su descendencia/
en la mitad de la boda/ y con la corona puesta” (Cuadro 1° del Acto III).
Ratificando que el matrimonio era un escalón para poder reproducirse y
perpetuar los apellidos, producir hijos de manera abundante, muchas veces
usando como metáfora la manera en la cual se esparce el trigo en el campo. En
medio de la algarabía, y de lo ritual se ubica claramente la estructura de
tragedia clásica con los coros cantados por las muchachas, coros que no
advierten el futuro pero sí el presente y los deseos no expuestos en las líneas
de diálogo, son aciertos que en forma de verso cubren enigmas dentro del
argumento. No se puede olvidar la conversación en los coros del Tercer Acto
entre Leonardo y la Novia cuando ambos admiten la culpabilidad y se aclara la
duda de los sonidos de cascos de caballos en la casa de ella durante las noches
previas a la boda, los encuentros, las desapariciones de ambos y la pasión no
consumada.
La muerte de Leonardo y el Novio, precedida por la presencia
de la Mendiga advirtiéndolo: “Esa luna se va, y ellos se acercan. De aquí no
pasan” (Cuadro 1° del Acto Tercero) condena la vida de la Novia y de la Mujer,
una vivirá con la deshonra y los dedos de los vecinos apuntándole y la otra
deberá vivir el luto de manera permanente. La Madre, a pesar de su dureza (en
ello similar a personajes de otras obras como Bernarda y las cuñadas de Yerma),
asume la muerte como el fin del presagio y el inicio de su soledad al perder su
único anhelo: nietos.
El matriarcado
El predominio del poder en la organización social del mundo
rural español se ve representado en el papel de Bernarda, quien al enviudar
dirige el patrimonio y la vida de sus hijas determinando el orden de los casamientos,
las tradiciones y la conservación de la honra que poseen frente a sus vecinos.
Esta obra se alimenta de la vida de las mujeres y se abre desde ese mundo con
voces femeninas. Lorca lo ubicó como “Drama de mujeres en los pueblos de
España”.
La figura autoritaria de Bernarda sólo establece conexiones
con las cinco hijas a través de La Poncia, quien funciona como una extensión del bastón de
Bernarda, mujer rígida que bien podría ser una metáfora del conservadurismo
español, la madre de todas las tradiciones, represiones y una alusión a la
Guerra Civil a pesar del anarquismo del autor. Hay que reconocer que toda
producción dramática siempre se contextualiza en un ambiente que no deja de
estar politizado pues la política define la organización social de un pueblo y
en este caso, Bernarda es la dirigente de la organización de su casa,
controlando la vida de todas (incluidas las criadas) que viven en ella. La
pureza reflejada en la blancura y el grosor de las paredes, por oposición
muestra que el exterior es mundano, en él cabe el peligro, la deshonra y en él
vive Pepe el Romano.
Es Pepe el Romano el motivo de las disputas de las hermanas.
La sexualidad y la represión de ésta se convierte en el centro de la trama con
las mujeres de una casa que no pueden ejercer su libertad ni la libre elección
de un esposo, condenadas a vivir en luto como réplicas de su madre, a excepción
de Angustias, cuyo pretendiente es Pepe el Romano, quien a escondidas mantiene
un romance con Adela, la menor. Todas las mujeres de la casa llevan un apellido
que simboliza pureza pero sus intencionalidades como personajes se muestran más
complejos. La Poncia con sorna, Bernarda con crueldad y firmeza, las hijas con
sarcasmo y Adela con rebeldía van por la trama hablando, actuando y desvelándose.
No es fortuito que todas las acciones ocurran en la casa y que este espacio
escénico refleje el mundo de estas mujeres pues se han visto restringidas a
vivir sometidas por sus propias madres durante generaciones entre cuatro
paredes. El autor, de manera detallada construye a sus personajes reconociendo
esto e indicó: “ahí está mi visión particular de los personajes: en los juegos
de los movimientos de escena” (Lorca, p. 17) y los pies de las hijas parecen
ser dirigidos por el bastón de la Madre, quien se convierte en el centro de las
acciones ya sea para tejer un ajuar, comer, o comunicar una orden.
Los silencios juegan un rol fundamental en la obra, y lleva
sentidos de un texto al otro. Además el ritmo de la obra se alimenta de ello y
la tragedia juega con este recurso sumándolo a otra cualidad impuesta a las
mujeres que deben callar y no pecar. La exacerbación de este deseo de libertad
lo lleva María Josefa, la madre de Bernarda, quien es encerrada por su propia
hija y a quien maltrata verbalmente. La autoridad de la matriarca no puede ser
discutida y tal como cita la Poncia: “Cuando una no puede con el mar lo más
fácil es volver las espaldas para no verlo” (Acto Tercero) y esa es la evasión
de Bernarda frente a las emociones y vivencias del resto. Por eso es tan
importante que a la muerte de Adela, en el Tercer Acto, con todo el orgullo y
una emocionalidad reprimida, Bernarda se preocupe más de mantener la honra de
su familia que en el entierro mismo: “Ella, la hija menor de Bernarda Alba ha
muerto virgen… ¡silencio, silencio he dicho!”.
La mujer y su decisión
Yerma, la mujer estéril, es la única de las mujeres de la
trilogía que acaba por mano propia con un hombre. Ella no sucumbe, pero sí su
anhelo, y su muerte es la muerte de todos sus deseos al acabar con la
posibilidad de ser madre. En esta tragedia, la protagonista se ve frustrada por
su aparente infertilidad pero se descubre la real causa de su falta de hijos:
su marido Juan, a quien ni siquiera le preocupa ello. Deja de lado a Víctor por
su propia honra, niega su posible salida ante el conflicto y se mantiene en su
lucha dentro del hogar. Juan explora los miedos de los maridos del sector, la
honra de él se ve amenazada por las salidas de su mujer, quien acude a la Vieja
Pagana para que la ayude con su problema. Gracias a las interacciones con su marido se denotan
las prioridades de las mujeres de su entorno: cuidar la casa, quedarse en el
hogar, hacer feliz al cónyuge. Sin embargo, el problema de esto radica en el
deseo materno de Yerma y la vida en paralelo de María, su vecina, recién madre.
Yerma no es libre porque no es feliz: “yo pienso que tengo sed y no tengo
libertad. Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila”
(Cuadro 1° del Acto tercero).
Los coros con arrullos y evocaciones infantiles muestran
este sentido materno muy palpable en Yerma, motivo de sus acciones y fuente de
su dolor. A su vez, las lavanderas y sus habladurías contienen las intenciones
y creencias de los vecinos. Sabiamente intercalados diálogos con coros el ritmo
de las escenas llega hacia el clímax con una Yerma devastada, decidida y
vengativa que mata a su marido y a su hijo futuro y lo admite frente a todos.
La configuración de la tragedia implica necesariamente un
conflicto que perennice el movimiento de los personajes. Sin las
imposibilidades, frustraciones o muertes la historia trágica se estanca o
cambia su naturaleza a melodrama y en último fin con benevolencia en una
comedia. El dolor y la realidad de las mujeres en la España rural se muestra a
manera de homenaje en una tríada que no se limita en los arquetipos, que a
pesar de colocar a la mujer como eje de las acciones no escatima en recursos
para lograr equilibrio escénico con personajes masculinos que sirven como
fondo, como telón de teatro. Las relaciones de poder en las escenas lorquianas
presentan amos y esclavos, pero son éstos esclavos las mujeres que dirigen la historia, que cambian de rol
y elevan la voz al igual que Yerma
cuando anuncia el asesinato de su marido: sin arrepentimientos, porque todo era
inevitable.
Conclusiones
El rol de la mujer en la trilogía dramática de García Lorca
se ve enmarcada por la tragedia pues el aleccionamiento moral de ésta es
preciso para reflejar la importancia de la honra y la tradición del mundo rural
español, siendo las principales víctimas y por qué no, victimarias, las
mujeres. Ya sea como matriarcas, esposas o futuras esposas, el campo de acción
de estas mujeres se limita a una casa, espacio de pureza y alejamiento del
mundo externo, un mundo vetado para su sexo. La tradición perpetúa esta vida,
por ello, los actos rituales, el mundo gitano, el machismo y la negación de una
libertad conforman un mundo naturalmente trágico, marcado por las muertes, por
la importancia de la descendencia y la virilidad que es ratificada
con la sumisión de las mujeres. Lo más importante es la negativa del
autor en mostrar debilidad de carácter en estos personajes, pues la debilidad
es aparente, es una debilidad en el ejercicio del poder, una debilidad narrada
a través del teatro, con la estructura propuesta por Esquilo y la simbología de
un poeta que creó su propia simbología sin aislarse completamente de un mundo
terreno que lo sorprendió por la pasión de sus personajes.
Lorca, G. (1960). Teoría y juego del duende. Aguilar de
Ediciones, Madrid. (página 118)
Lorca, G. (1976). La casa de Bernarda Alba. Citado por A
josephs y J. Cabllero en Editorial Cátedra, Madrid. (Página 17)
Lorca, G. (1998). Bodas de sangre. Madrid. Alianza
Editorial.
Lorca, G. (1989). Yerma. Colección Antares. Editorial
Libresa, Quito.
Lorca, G. (2004). La casa de Bernarda Alba. Colección
Antares. Editoral Libresa, Quito.
