Para responder las #Matapreguntas de esta edición, invitamos
al poeta argentino Mario Arteca (La Plata, 1960). Él participó hace tres años
en la Feria del Libro de Guayaquil y de esa visita nos contó que recuerda “el
haberme encontrado con tanta gente maravillosa, y escritores que admiro y que
empecé a admirar. Y esa comilona frente al Pacífico con Ernesto Carrión,
Cristian Avecillas y Luisa Futoransky, la primera vez que comí cangrejo. Y
Luisa, con su malla enteriza, negra, bañándose en las aguas un poco turbulentas
y frías. No me lo puedo olvidar”.
Arteca, quien además de escritor, es periodista radial y de
prensa escrita, ha sido incluido en varias antologías de poesía publicadas
entre Latinoamérica y Europa. Algunos de sus libros más destacados son Guatambú
(Tsé-Tsé), El pronóstico de oscuridad (Bajo la luna) y Hotel Babel (Añosluz
Editora).
¿Cuál es el primer libro que recuerdas haber leído?
Chico Carlo, de Juana de Ibarbourou, sobre todo porque me lo
habían obsequiado el último día de escuela, del quinto año de la primaria, y
eso por no haber faltado en todo ese año: 1971. Un logro que jamás pude
repetir, tal vez por temor a que me regalen el mismo libro.
¿Cuál fue el último libro que leíste?
Black Music, de LeRoi Jones. Se trata de artículos y reflexiones
sobre free jazz y el poder negro. Extraordinario.
¿Qué te gustaría hacer que no tenga que ver con la
literatura?
Ser artista plástico, sin duda. Me gustaría ser un Mark
Rothko, en esa línea posible. De no ser así, me encantaría ser capaz de meterme
en solos de piano interminables, como hace Keith Jarrett; olvidarme en la
música de la posibilidad de volver a una forma definida. Sería maravilloso, si
fuera realizable.
¿Qué título le pondrías a tu autobiografía?
Si hubiera un título, imagino uno: “No tanto de silencio”.
Es un sintagma que me rodea como un perro faldero, desde hace 30 años, nunca
entendí bien por qué. De no ser así, seguiría el curso de ese chiste interno
que comparto con el escritor y amigo Aníbal Cristobo, y eso sería un apellido
deportado como propio: “Malkovich”. No estaría nada mal un apellido ajeno como
título privado.
¿A qué escritor resucitarías y para qué?
A Witold Gombrowicz, para que se quede un rato más en
Argentina y ayude en lo posible a sacudir las jerarquías, o a dialogar con
ellas. Otra, y esto es una licencia, cuando muera José Kozer, que regrese, lo
estaremos esperando. Aunque no creo en resurrecciones. Una pena.
¿De qué personaje literario te gustaría ser amigo o amante?
Me gustaría ser un amante devoto, o mantener una relación
especial por años, de Natacha Filipovna, protagonista de “Minga!”, de Jorge Di
Paola. Son de esas construcciones ficcionales que garantizan, después de leer
el libro, que esa mujer no sólo existe, sino que está alrededor de uno sin que
fuera consciente del todo, o se tenga la capacidad de detectarla.
¿Cuál sería el soundtrack ideal para el fin del mundo?
Pienso en un disco, o dos: “Testament. Paris/London”, de
Keith Jarrett, o “A Tribute To Jack Johnson”, de Miles Davis. Si debo elegir
algún tema, pienso también en dos: la versión de treinta minutos de “In The
Midnight Hour”, de los Grateful Dead, de 1967, o “Mother of Pearl”, de los Roxy
Music. Pero me imagino 50 más, por lo menos. Por supuesto, “Vision”, de Peter
Hammill, y ya me excedí.
¿Quién es el escritor más sobrevalorado? ¿Y el olvidado
injustamente?
Hugo Mujica, sin duda. No logro comprender qué cosa rescatan
de su poesía. Es una lírica de autoayuda, deleznable. Poesía para alumnos de
reiki con profesores truchos. No se puede militar demasiado tiempo contra la
fuerza de los triglicéridos, y menos leerlo como una dieta básica. De los
valorados en menor medida, Jorge Di Paola. De los mejores escritores
argentinos, de los más genuinos y de los más irresponsables a la hora de armar un circuito, a veces
necesario. Por eso el olvido, y por eso el rescate.
Si la supervivencia de la literatura dependiese, como en
Fahrenheit 451, de memorizar un libro, ¿cuál elegirías y por qué?
Si tuviera la capacidad de memorizar a largo plazo –lo
dudo–, pienso en Tres poemas, de John Ashbery. De no ser así, elegiría El
bautismo, de César Aira.
¿Cuál ha sido tu peor trabajo?
Empleado en un Registro Automotor. Una verdadera pesadilla.
Completar y escribir cédulas verdes, como se hacía hace 30 años, era un trabajo
tan alienante que producía la sensación horrible de volver a nacer, y de
inmediato desmantelar ese momento.
¿Cuál es tu secreto peor guardado?
Tengo terror a los ascensores, un artefacto al parecer
creado por un demonio incontrolable. Pero eso sería “el secreto mejor
guardado”. El “peor guardado” sería creer que controlo mi timidez. Es
insuficiente, se nota enseguida.
¿Qué cantas en la ducha?
Más que cantar, invento situaciones donde puede aparecer un
sonido musical. Me gusta balbucear “The Death of Ferdinand de Saussure”, de los
Magnetic Fields, o “Te cubrirás de soledad”, del primer disco de David Lebon,
de 1973. Fabuloso. En ese tema coloca una palabra imposible: “apagadísima”, sin
impunidad.
¿Qué harías con un Gregorio Samsa en tu familia?
No haría nada, en verdad. Eso sí, le diría: “Salí a dar una
vuelta, pibe, debo limpiar tu dormitorio”.