POR: MIGUEL MUÑOZ.
La luz difícil es un poco más de un centenar de páginas que
intentan dar un sentido a la vida cuando la muerte está encima de nosotros como
espada de Damocles. ¿Con qué objetivo
vivir si lo único que tendremos asegurado será el dolor? ¿Cuál es el límite que
nos indica que el único paso adelante es terminar con nuestra vida? ¿Hasta
dónde se extiende, y con qué objetivo, la vejez? Éstas son las preguntas que
asoman página tras página. Las respuestas no las vamos a encontrar, porque
nadie puede darlas y porque el autor, sabiamente, actúa en concordancia a ello.
Hasta hace poco, esta novela protagonizó su propio boom, con
varias ediciones en seguidilla y una intensa promoción. Tomás González
(Medellín, 1950), autor nada nuevo, recorrió las páginas de infinidad de
revistas y suplementos literarios; pocos lo habían leído antes. Ya sin la
agitación febril y la recomendación insistente de las maquinarias culturales,
la novela no solo se sostiene por sí misma sino que se levanta y echa a andar.
Tomás González nos acerca a la vejez de un reconocido
pintor, David, sumida en el desparpajo de la memoria, aún lúcida, y de la
degeneración física. David se esfuerza por dejar escrito su recuerdo más
intenso, la muerte voluntaria de su hijo. Al mismo tiempo va comentando su proceso
de escritura y va hilvanándolo con su rutina diaria actual, que es también un
relato de su propia desintegración.
Al lector medianamente aficionado a los libros le vendrá
inmediatamente a la cabeza esta referencia: Todos los fuegos el fuego, el cuento
de Julio Cortázar. La luz difícil se trata de una narración de dos tramas que
se entrecruzan, o cabría mejor decir que se entretejen, de principio a fin del
libro. Estas historias que avanzan paralelas comparten estilo y, lo más
importante, una preocupación, la del narrador, de profundizar en el tema de lo
escrito. Difícilmente una trama sobreviviría sin la otra en el relato del
argentino, y en la novela de González la separación es imposible, cada una
provoca y cuenta a la otra.
En una de las vías está David con su familia inmediata:
Sara, Jacobo, Pablo y Arturo. En la otra, veinte años después, David se
encuentra mayormente solo, compartiendo los largos instantes de su vejez con
Ángela, su empleada doméstica, y el esposo y el hijo de ella. La novela, a pesar
del desfile constante de nombres, es una aproximación al valor de la soledad,
la cual le permite a David disfrutar de la compañía de personas diametralmente
opuestas a él y del desarrollo de una autonomía, con múltiples formas de
cariño, que poco podemos imaginar.
La mitad de la novela tiene lugar en Nueva York, en los años
anteriores al atentado del 11 de septiembre. Uso esta fecha como referencia
porque la da el narrador también, porque son el horror y la tragedia de ese día
los únicos símiles que encuentra él para describir su propia angustia y el
vacío instaurados en su hogar. Es más, la descripción de ese estado emocional
fracturado es tan complicada que David alcanza nada más a comparar ambas
situaciones; los rostros desencajados y la incredulidad latente como cobija
serán parte de lo que trata de describir.
La ciudad que leemos está ubicada en los noventas, con
pequeños saltos hacia la década anterior a esa. David y su familia se acoplan
bien a ella, a sus altibajos. Sara, la esposa de David, trabaja como consejera
de salud para prevenir el sida, la epidemia que asola a Nueva York. Recordamos
entonces que esta ciudad, la del Soho, la del West Village, la capital
financiera del mundo, tiene también sus cicatrices latentes. Ya vimos a la
Nueva York del sida en esa magistral insolencia que es Kids, la película de
Larry Clark; y algo atisbamos en Éramos unos niños, la autobiografía de Patti
Smith.
En un punto de la novela, cerca del final, David parafrasea
un dicho taoísta, confesando: “Cuando tengo hambre como, bebo cuando tengo sed
y cuando estoy triste me pongo melancólico”. En esa frase queda condensada la
ética del narrador y su estado emocional de los días en los que se ha impuesto
el deber de rememorar y contar con inútiles palabras lo que, según él, mejor le
saldría pintado.
Atención: si no has leído la novela bien puedes terminar
esta lectura aquí, a continuación viene un spoiler con una reflexión sobre el
final. Pero si tienes claro que el secreto de una buena lectura no está en la
anécdota, entonces continúa tranquilo.
Se dice que Carl Jung exclamó antes de morir: “¡Qué
maravilla!”. También se dice que las últimas palabras de Goethe fueron: “¡Luz!
¡Más luz!”. David, un pintor que ha luchado toda su vida por la visión adecuada
de la realidad para plasmarla en su obra, ve apagarse, literalmente, la luz, se
está quedando ciego, y en sus últimos momentos de lucidez emprenderá la tarea
de legar (no sabemos a quién, ¿a nosotros, quizá?) su memoria, en un tortuoso
camino hacia el final que concluirá con una escena entrañable: su asistente
doméstica, Ángela, escribiendo por él la conclusión final, una sola palabra:
“Marabilla”.
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Publicado originalmente en diario El Telegrafo